El general fray Félix Aldao
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El general fray Félix Aldao

  1. 48 páginas
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El general fray Félix Aldao

Descripción del libro

El general fray Félix Aldao es una semblanza de la vida de Félix Aldao, una de las grandes figuras militares de la Argentina del siglo XIX. Aldao tuvo una valerosa participación en la batalla de Chacabuco, decisiva en la emancipación de Chile, y más tarde ascendió ocupando diversos puestos en las jerarquías militares. Entre los acontecimientos que protagonizó estuvo la batalla en los Potreros de Hidalgo. Domingo Faustino Sarmiento hace un retrato preciso y reflexivo de este personaje histórico.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788498976649
El general fray Félix Aldao. Gobernador de Mendoza
Hace veintiocho años que tuvo lugar la escena que voy a referir. Eran las cinco de la tarde del 4 de febrero de 1847, hora en que el Sol, aún muy elevado en el cielo, echaba sus rayos de despedida en un oscuro y hondo valle que forman las ramificaciones de la cordillera de los Andes. El río de Aconcagua desciende por entre ellas de pedrisco en pedrisco interrumpiendo, con sus murmullos, el silencio de aquellas soledades alpinas. La vanguardia de la división del coronel Las Heras, que descendía a Chile por el camino de Uspallata, caminaba silenciosa por un sendero quebrado y erizado de puntas. La Guardia Vieja se divisaba en lo hondo del valle como un castillejo feudal, abandonado en la apariencia, pero ocultando un destacamento español que veía venir la columna de los insurgentes que se acercaban en silencio y apercibida para el combate. Dos descargas de detrás de las trincheras iniciaron la jornada; una compañía de Cazadores del Núm. 11 se acercaba tiroteando por la orilla del río hasta doce pasos de las murallas, mientras que otra desfilaba por las faldas escarpadas de un cerro para imposibilitar todo escape. Un momento después, la tropa de línea tomaba los parapetos a la bayoneta, y la Guardia Vieja presentaba todos los horrores del asalto. Treinta sables se veían en la orla de este cuadro subir y bajar en el aire con la velocidad y el brillo del relámpago; entre estos treinta granaderos a caballo mandados por el teniente José Aldao, y en lo más enmarañado de la refriega, veíase una figura extraña vestida de blanco, semejante a un fantasma, descargando sablazos en todas direcciones, con el encarnizamiento y la actividad de un guerrero implacable. Era el capellán segundo de la división que, arrastrado por el movimiento de las tropas, exaltado por el fuego del combate, había obedecido al fatídico grito de ¡a la carga!, precursor de matanza y exterminio cuando hería los oídos de los vencedores de San Lorenzo. Al regresar la vanguardia victoriosa al campamento fortificado que ocupaba el coronel Las Heras con el resto de su división, las chorreras de sangre, que cubrían el escapulario del capellán, revelaron a los ojos del jefe, que menos se había ocupado en auxiliar moribundos, que en aumentar el número de los muertos. «Padre, cada uno en su oficio: a Su Paternidad el breviario, a nosotros la espada.» Este reproche hizo una súbita impresión en el irascible capellán. Traía aún el cerquillo desmelenado y el rostro surcado por el sudor y el polvo; dio vuelta a su caballo en ademán de descontento, cabizbajo, los ojos encendidos de cólera y la boca contraída. Al desmontarse en el lugar de su alojamiento, dando un golpe con el sable que aún colgaba de su cintura, dijo como para sí mismo: ¡lo veremos!, y se recostó en las sinuosidades de una roca. Era éste el anuncio de una resolución irrevocable; los instintos naturales del individuo se habían revelado en el combate de la tarde, y manifestádose en la superficie con toda su verdad, a despecho del hábito de mansedumbre, o de una profesión errada; había derramado sangre humana, y saboreado el placer que sienten en ello las organizaciones inclinadas irresistiblemente a la destrucción. La guerra lo llamaba, lo atraía, y quería desembarazarse del molesto símbolo de humillación y de penitencia, quería cubrir sus sienes con los laureles del soldado; había resuelto ser militar como José y Francisco, sus hermanos, y en vez del pacífico valor del sacerdote que encamina al cielo el alma del guerrero moribundo, encaminar a la muerte a los enemigos de su patria. Y el temor del escándalo no era parte a retraerlo de esta resolución, pues muchos ejemplos análogos podía citar en su apoyo; el célebre ingeniero Beltrán, que iluminaba con antorchas bituminosas las hondonadas de la cordillera para facilitar en medio de la noche el pasaje de los torrentes, y que preparó después en Santiago los cohetes de la congréve que debían lanzarse sobre los castillos del Callao, era también un fraile que había colgado los hábitos a fin de hallarse más expedito para servir a la patria; por todas partes en América, sobre todo en México, se había visto curas y monjes ponerse a la cabeza de los insurgentes, aprovechándose del prestigio que su carácter sacerdotal les daba sobre las masas; últimamente, no era de devotos de los que podía acusarse a los ejércitos revolucionarios de la época que participaban del espíritu de la reacción que se apodera de los pueblos en las crisis sociales. Sus instintos naturales, por otra parte, habrían vencido al fin y al cabo una conciencia poco escrupulosa, aunque su resolución careciese de ejemplos tan influyentes y de una aquiescencia tan tolerante. De una familia pobre, pero decente, e hijo de un virtuoso vecino de Mendoza que había prestado muchos servicios como jefe de la frontera del sur, mostró desde su infancia una indocilidad turbulenta que decidió a sus padres a dedicarlo a la carrera del sacerdocio, creyendo que los deberes de tan augusta misión reformaran aquellas malas inclinaciones. ¡Error lamentable! Su noviciado fue, como su infancia, una serie de actos de violencia y de inmoralidad. No obstante esto, recibió las órdenes sagradas del año de 1806 en Chile bajo el obispado del señor Marán, y el patrocinio del reverendísimo padre Velasco, dominico que le ayudó en su primera misa celebrada en Santiago. ¡Cuál debió ser su asombro al ver a su ahijado de órdenes, presentársele, al día siguiente de la batalla de Chacabuco, con el uniforme de granaderos a caballo, con el terrible sable a la cintura y los aires marciales que ostenta el soldado victorioso! «¡Un día te arrepentirás, malvado!», fue la exclamación que el horror de aquella profanación arrancó al buen sacerdote. Pero, desgraciadamente para él y para los pueblos argentinos, la profecía no ha sido justificada por los hechos, el apóstata murió en su cama; los honores de general le rodearon en su tumba, y su muerte, si no ha sido llorada, no ha satisfecho tampoco la justicia divina en la tierra.
El coronel Las Heras, en su parte oficial del combate de la Guardia Vieja, en cumplimiento de su deber había recomendado al fraile por haber rendido y hecho prisioneros a dos oficiales, lo que, según la ordenanza militar, constituye un título para merecer ascensos; y a su pedido, el fraile que en la Guardia Vieja hacía su primer ensayo como aficionado, pudo ya presentarse en la batalla de Chacabuco bajo el honroso carácter y uniforme de teniente, agregado a Granaderos a caballo, y optar a los laureles que ciñen la frente del guerrero; y aunque nunca pudo librarse de la denominación de el fraile con que el ejército y el público lo designó siempre, justificó desde sus primeros pasos en la escabrosa senda de la gloria, que no en vano ceñía una espada, y que había la patria rescatado un hijo que ayudaría poderosamente a su salvación. En todos los encuentros se mostró soldado intrépido, acuchillador terrible, enemigo implacable. La campaña de Chile, que concluyó con la completa expulsión de los españoles, fue para él un teatro glorioso en que ostentó su audacia característica y su sed de combates. Un hecho citaré que merece un lugar distinguido entre los muchos que ocurrían en aquella época de hazañas estupendas. En la persecución, que siguió a la batalla de Maipú, un granadero español, de talla gigantesca, se abría paso por entre centenares de enemigos que le precedían y rodeaban por todos lados; cada golpe de su terrible sable echaba un cadáver mutilado a tierra; un círculo vacío en derredor suyo mostraba bien a las claras el terror que inspiraba, y los vencedores todos, que habían pensado traspasarlo, habían pagado con la vida su temeridad. El valiente Lavalle lo seguía a corta distancia, y por confesión suya, sentía flaquear su valor romanesco cada vez que el calor de la persecución lo conducía a aproximársele demasiado. El teniente Aldao los alcanza, ve al terrible español, se lanza sobre él, y cuando sus compañeros esperaban verle caer abierto en dos, le ven parar el tremendo sablazo que le manda el granadero, y hundirle en seguida y revolverle hasta el puño en el corazón repetidas veces la espada. Mil vivas fueron la inmediata recompensa de su temerario arrojo.
Pero si el valiente apóstata honraba su nueva vocación por los hechos de armas, su conducta pudiera en otra época que aquella, haberle cubierto de baldón irreparable. Libre de la sujeción que hasta poco antes ponía a sus instintos el carácter sacerdotal, ansioso de goces, y acaso impulsado al desorden por aquella necesidad de conmociones fuertes que sienten para adormecer su conciencia los hombres que se han aventurado a dar un paso reprensible, el fraile se hizo notar desde luego por el desenfreno de sus costumbres, en las que la embriaguez, el juego y las mujeres entraban a formar el fondo de su existencia; y sin duda que pasara por alto estas tachas que afean su vida, y que, sin embargo, eran tolerables en aquellos días de conmociones y entre hombres que necesitaban resarcirse de los padecimientos y privaciones que les imponía una profesión de hierro, si estos vicios no hubiesen sobrevivido en él a las excitaciones que atenuaban su fealdad, influido en los principales acontecimientos de su vida, cubierto de ignominia a un pueblo entero, y conducídolo y acompañádolo hasta el sepulcro.
Aun entre sus compañeros de armas agotó la abundante indulgencia con que se miraban entonces aquellos desórdenes, y los jefes cuidaron siempre de aprovecharse de su valor, alejándole, sin embargo, del teatro principal de la acción. Cualesquiera que sean las ideas ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. El general fray Félix Aldao. Gobernador de Mendoza
  4. Libros a la carta