Libro VI. De las oraciones con que oraban a los dioses y de la retórica y filosofía moral y teología, en una misma contestura
Capítulo I. Del lenguaje y afectos que usaban cuando oraban al principal Dios, llamado Tezcatlipuca o Titlacaoa o Yáutl, en tiempo de pestilencia para que se la quitase. Es oración de los sacerdotes, en la cual le confiesan por todopoderoso, no visible ni palpable. Usan de muy hermosas metáforas y maneras de hablar
¡Oh, valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable, bien así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo bajo y de poco valor, me atrevo a parecer delante de vuestra majestad! Vengo a hablar como rústico y tartamudo. Será la manera de mi hablar como quien va saltando camellones o andando de lado, lo cual es cosa muy fea, por lo cual temo de provocar vuestra ira contra mí, y en lugar de aplacaros, temo de indignaros. Pero vuestra majestad hará lo que fuere servido de mi persona. ¡Oh, señor, que habéis tenido por bien de desampararnos en estos días, conforme al consejo que vos tenéis así en el cielo como en el infierno! ¡Ay dolor, que la ira e indignación de vuestra majestad ha descendido en estos días sobre nosotros! Porque las aflicciones grandes y muchas de vuestra indignación nos han anegado y sumido, bien así como piedras y langas y saetas que han descendido sobre los tristes que vivimos en este mundo. Y esto es la gran pestilencia con que somos afligidos y casi destruidos. ¡Oh señor, valeroso y todopoderoso! ¡Ay dolor, que ya la gente popular se va acabando y consumiendo! Gran destrucción y gran estrago hace ya la pestilencia en toda la gente. Y lo que más es de doler, que los niños inocentes y sin culpa, que en ninguna otra cosa entendían, sino en jugar con las pedrezuelas y en hacer montoncillos de tierra, ya mueren como abarrajados y estrellados en las piedras y en las paredes —cosa de ver muy dolorosa y lastimosa— porque ni quedan los que aún no saben andar ni hablar, pero tampoco los que están en las cunas.
¡Oh señor, que todo va abarrisco: los menores, medianos y mayores, viejos y viejas, y la gente de mediana edad, hombres y mujeres. No queda piante ni mamante; ya se asuela y destruye vuestro pueblo y vuestra gente y vuestro caudal! ¡Oh señor nuestro, valerosísimo y humanísimo y amparador de todos! ¿Qué es esto, que vuestra ira e indignación se gloria y se recrea en arrojar piedras, langas y saetas? El fuego de pestilencia muy encendido está en vuestro pueblo como el fuego en la sabana que va ardiendo y humeando, que ninguna cosa deja enhiesta ni sana. Ejercitáis vuestros colmillos despedazadores y vuestros azotes lastimeros sobre el miserable de vuestro pueblo, flaco y de poca sustancia, bien así como una cañaheja verde. Pues, ¿qué es ahora, señor nuestro, valeroso, piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho? ¿Por ventura habéis determinado de desamparar del todo a vuestro pueblo y a vuestra gente? ¿Es verdad que habéis determinado de que perezca totalmente, y no haya más memoria de él en el mundo, y que el sitio donde están poblados sea una montaña de árboles o un pedregal despoblado? ¿Por ventura los templos y oratorios y altares y lugares edificados a vuestro servicio habéis de permitir que se destruyan y asuelen y no haya más memoria de ellos? ¿Es posible que vuestra ira y vuestro castigo y la indignación de vuestro enojo es del todo inaplacable y que ha de proceder hasta llegar al cabo de nuestra destrucción? ¿Está ya así determinado en el vuestro divino consejo que no se nos ha de hacer misericordia, ni habéis de haber piedad de nosotros, sino que se han de acabar las saetas de vuestro furor en nuestra total destrucción y perdición? ¿Es posible que este azote y este castigo no se nos da para nuestra corrección y emienda, sino para total destrucción y asolación, y que no ha más de resplandecer el Sol sobre nosotros, sino que estemos en perpetuas tinieblas y en eterno silencio, y que nunca más nos habéis de mirar con ojos de misericordia, ni poco ni más? ¿De esta manera queréis destruir los tristes enfermos que no se pueden revolver de una parte a otra, ni tienen un momento de descanso, y tienen la boca y dientes llenos de tierra y sarro? Es gran dolor de decir que ya todos estamos en tinieblas y no hay seso ni sentido para ayudar el uno al otro, ni para mirar el uno por el otro. Todos están como borrachos y sin seso, sin esperanza de ninguna ayuda. Ya los niños chiquitos perecen de hambre porque no hay quien los dé de comer ni de beber, ni quien les consuele ni regale, ni aun quien dé el pecho a los que aún mamaban. Esto a la verdad acontece por sus padres y madres se haber muerto, y los dejaron huérfanos y desamparados, sin ningún abrigo; padecen por los pecados de sus padres.
¡Oh, señor nuestro, todo piadoso y misericordioso y nuestro amparo! Dado que vuestra ira y vuestra indignación y vuestras saetas y piedras han gravemente herido a esta pobre gente, sea esto castigo como de padre o madre que castigan a sus hijos, tirándolos de las orejas y pellizcándolos en los sobacos, azotándolos con orticas, y derramando sobre ellos agua muy fría, y todo esto se hace para que se emienden de sus mocedades y niñerías. Pues ya es así, que vuestro castigo y vuestra indignación se ha enseñoreado, y ha gloriosamente prevalecido sobre estos vuestros siervos, sobre esta pobre gente, bien así como las gotas del agua que después de haber llovido sobre los árboles y cañas verdes, tocándoles el aire, caen sobre los que están debajo de los árboles o cañas. ¡Oh, señor humanísimo!, bien sabéis que la gente popular son como niños, que después de haber sido azotados y castigados lloran y sollozan y se arrepienten de lo que han hecho. Por ventura ya esta gente pobre, por razón de vuestro castigo, lloran y suspiran y se reprehenden a sí mismos, y están murmurando de sí mismos; en vuestra presencia se acusan y tachan en sí sus malas obras, y se castigan por ellas. ¡Señor nuestro, humanísimo, piadosísimo, nobilísimo, preciosísimo, baste ya el castigo pasado y séales dado término para se enmendar! No sean acabados aquí, sino otra vez cuando ya no se enmendaren. Perdonaldos y disimulad sus culpas; cese ya vuestra ira y vuestro enojo; recogelda ya dentro de vuestro pecho para que no haga más daño; descanse ya y recójase ya vuestro coraje y vuestro enojo, que a la verdad de la muerte no se pueden escapar ni huir para ninguna parte. Debemos tributo a la muerte, y sus vasallos somos cuantos vivimos en el mundo, y este tributo todos le pagan a la muerte. Nadie dejará de seguir a la muerte, que es vuestro mensajero, a la hora que fuere enviado, que esta muerte tiene hambre y sed de tragar a cuantos hay en el mundo, y es tan poderosa que nadie se le podrá escapar; entonces todos serán castigados conforme a sus obras.
¡Oh, señor piadosísimo! A lo menos apiadaos y habed misericordia de los niños que están en las cunas y de los niños que aún no saben andar, ni tienen otro oficio, sino burlarse con las pedrecillas y hacer montoncillos de tierra. Habed también misericordia, señor, de los pobres misérrimos que no tienen qué comer ni con qué cubrirse ni en qué dormir, ni saben qué cosa es un día bueno; todos sus días pasan con dolor y aflicción y tristeza. No convendría, señor, que os olvidásedes de haber misericordia de los soldados y hombres de guerra que en algún tiempo los habréis menester, y mejor será que muriendo en la guerra vayan a la casa del Sol y allí sirvan de comida y bebida, que no que mueran de esta pestilencia y vayan al infierno.
¡Oh, señor valerosísimo, amparador de todos, y señor de la tierra y gobernador del mundo y señor de todos! Baste ya el pasatiempo y contento que habéis tomado en el castigo que está hecho. Acábese ya, señor, este humo y esta niebla de vuestro enojo; apáguese ya este fuego quemante y abrasante de vuestra ira; venga serenidad y claridad; comienzen ya las avecillas de vuestro pueblo a cantar y a escogollarse al Sol; daldes tiempo sereno en que os llamen y que hagan oración a vuestra majestad, y os conozcan. ¡Oh, señor nuestro, valerosísimo, piadosísimo, nobilísimo! Esto poquito he dicho delante de vuestra majestad y no tengo más que decir, sino postrarme y arrojarme a vuestros pies, demandando perdón de las faltas que en mi oración he hecho. Por cierto no querría quedar en la desgracia de vuestra majestad, y no tengo más que decir.
Capítulo II. Del lenguaje y afectos que usaban cuando oraban al principal de los dioses, llamado Tezcatlipuca y Yoalli Ehécatl, demandándole socorro contra la pobreza. Es oración de los sátrapas, en la cual le confiesan por señor de las riquezas descanso y contento y placeres, y dador de ellas, y señor de la abundancia
¡Oh, señor nuestro, valerosísimo, humanísimo, amparador! Vos sois el que nos dais vida y sois invisible y no palpable, señor de todos y señor de las batallas. Aquí me presento delante de vuestra majestad, que sois amparador y defensor; aquí quiero decir algunas pocas palabras a vuestra majestad por la necesidad que tienen los pobres populares y gente de baja suerte y de poco caudal en hacienda, y menos en el entender y discreción, que cuando se echan a la noche no tienen nada, ni tampoco cuando se levantan a la mañana; pásaseles la noche y el día en gran pobreza. Sepa vuestra majestad que vuestros vasallos y siervos padecen gran pobreza, tanto cuanto no se puede encarecer más de que es grande su pobreza y desamparo. Los hombres no tienen una manta con que se cobijen, ni las mujeres alcanzan unas naoas con que se envuelvan y atapen sus carnes, sino algunos andrajos por todas partes rotos y que por todas partes entra el aire y el frío. Con gran trabajo y gran cansancio pueden allegar lo que es menester para comer cada día, andando por las montañas y páramos buscando su mantenimiento. Andan tan flacos y tan descaecidos que traen las tripas apegadas a las costillas y todo el cuerpo repercutido; andan como espantados en la cara y el cuerpo como imagen de muerte. Y estos tales, si son mercaderes, solamente venden sal en panes y chile desechado, que la gente que algo tiene no cura de estas cosas ni las tiene en nada. Y ellos las andan a vender de puerta en puerta y de casa en casa, y cuando estas cosas no se les venden, asiéntanse muy tristes cerca de algún seto o de alguna pared o en algún rincón. Allí están relamiendo los bezos y royendo las uñas de las manos con la hambre que tienen; allí están mirando a una parte y a otra; están mirando a la boca de los que pasan, esperando que los digan alguna palabra.
¡Oh, señor nuestro, muy piadoso! Otra cosa no menos dolorosa quiero decir: que la cama en que se echan no es para descansar, sino para padecer tormento en ella. No tienen sino un andrajo que echan sobre sí de noche; de esta manera duermen, y en cama de tal manera como está dicho arrojan sus cuerpos. Y los hijos que los habéis dado por la miseria en que se crían, por la falta de la comida y no tener con qué cubrirse, traen la cara amarilla y todo el cuerpo de color de tierra, y andan temblando de frío. Algún andrajo traen estos tales en lugar de manta atado al cuello, y otro semejante las mujeres atado por las caderas. Y andan apegada la barriga con las costillas; puédenlos contar todos sus huesos; andan accadillando con flaqueza, no pudiendo andar; andan llorando y suspirando y llenos de tristeza; toda la desventura junta está en ellos; todo el día no se quitan de sobre el fuego: allí hallan un poco de refrigerio.
¡Oh, señor nuestro, humanísimo, invisible e impalpable! Suplícoos tengáis por bien de apiadaros de ellos y de conocerlos por vuestros vasallos y siervos. Pobrecitos, que andan llorando y suspirando, llamándoos y clamando en vuestra presencia y deseando vuestra misericordia con angustia de su corazón.
¡Oh, señor nuestro, en cuyo poder está dar todo contento y refrigerio y dulcedumbre y suavidad y riqueza y prosperidad! Porque vos solo sois el señor de todos estos bienes, suplícoos hayáis misericordia de ellos porque vuestros siervos son. Suplícoos, señor, tengáis por bien de que experimenten un poco de vuestra ternura y regalo y de vuestra dulcedumbre y suavidad, que a la verdad tienen grande necesidad y gran trabajo. Suplícoos que levanten su cabeza con vuestro favor y ayuda. Suplícoos tengáis por bien de que tengan algunos días de prosperidad y descanso. Suplícoos tengan algún tiempo en que su carne y sus huesos reciban alguna recreación y holgura; tened por bien, señor, que duerman y reposen con descanso. Suplícoos les deis días de vida prósperos y pacíficos. Cuando fuerdes servido les podéis quitar y esconder y ocultar lo que les habéis dado, como lo hayan gozado algunos pocos días, como quien goza de alguna flor olorosa y hermosa que en breve tiempo se marchita. Y esto cuando les fuere causa de soberbia y de presunción y altivez las mercedes que les habéis hecho, y con ellas se hicieren briosos y presuntuosos y atrevidos; entonces las podéis dar a los tristes, llorosos y angustiados, pobres y menesterosos que son humildes y obedientes y serviciales y familiares en vuestra casa, y hacen vuestro servicio con grande humildad y diligencia y os dan su corazon muy de veras. Y si este pueblo por quien te ruego y suplico que le hagas bien no conociere el bien que le dieres, le quitarás el bien y echarle has la maldición que le venga todo el mal para que sea pobre, necesitado, y manco y cojo, ciego y sordo, y entonces se espantará y verá el bien que tenía y en qué ha parado, y entonces te llamará y se acogerá a ti, y no le oirás porque en el tiempo de la abundancia no conoció el bien que le hicistes.
En conclusión, suplícoos, señor nuestro, humanísimo y beneficentísimo, que tenga por bien vuestra majestad de dar a gustar a este pueblo las riquezas y haciendas que vos soléis dar y de vos suelen salir, que son dulces y suaves y que dan contento y regalo, aunque no sea sino por breve tiempo y como sueño que pasa. Porque, cierto, ha mucho tiempo que anda triste y pensativo y lloroso delante de vuestra majestad por el angustia y trabajo y afán que siente su cuerpo y su corazón, sin tener descanso ni placer alguno. Y de esto no hay duda ninguna, sino que a este pobre pueblo y menesteroso y desabrigado le acontece todo lo que tengo dicho. Y esto por sola vuestra liberalidad y magnificencia lo habéis de hacer, que ninguno es digno ni merecedor de recibir vuestras larguezas por su dignidad y merecimiento, sino que por vuestra benignidad sacáis debajo del estiércol y buscáis entre las montañas a los que son vuestros servidores y amigos y conocidos para levantarlos a riquezas y dignidades.
¡Oh, señor nuestro, humanísimo! Hágase vuestro beneplácito como lo tenéis en vuestro corazón ordenado. Y no tengo más que decir, yo hombre rústico y común, ni quiero con importunación y prolijidad dar fastidio y enojo a vuestra majestad, de donde proceda mi mal y mi perdición y mi castigo. ¿Adónde hablo? ¿Adónde estoy? Hablando con vuestra majestad, bien sé que estoy en un lugar muy eminente y hablo con una persona de gran majestad, en cuya presencia corre un río que tiene una barranca profundísima y precisa o tajada, y asimismo está en vuestra presencia un resbaladero donde muchos se despeñan. No hay nadie que no yerre delante vuestra majestad; y yo, hombre de poco saber y ...