Peregrinación de Luz del Día
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Peregrinación de Luz del Día

Juan Bautista Alberdi

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Peregrinación de Luz del Día

Juan Bautista Alberdi

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En Peregrinación de Luz del Día(1871), Juan Bautista Alberdi se pregunta sobre la dicotomía civilización-barbarie planteada por Domingo Faustino Sarmiento e ironiza, a través del viaje alegórico de su personaje hermafrodita Luz del Día.El relato constituye un esfuerzo intelectual para modernizar la Argentina y mejorar la condición de sus habitantes, que anhelan un ambiente libre de opresión.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2013
ISBN
9788498979060
Primera parte
I. Lo que es este libro
De todos los cuentos atribuidos a la fantasía de las señoras viejas, ninguno ha llamado la atención como el cuento de un pretendido viaje de la Verdad desde Europa al Nuevo Mundo y de los desencantos chistosos que allí padece, encontrando a la América inundada de ciertos tipos y caracteres de que iba huyendo cabalmente, y por cuya razón principal emigraba del viejo mundo.
Es casi una historia por lo verosímil, es casi un libro de filosofía moral por lo conceptuoso, es casi un libro de política y de mundo por sus máximas y observaciones. Pero seguramente no es más que un cuento fantástico, aunque menos fantástico que los de Hoffmann.
Su lectura es entretenida y fácil porque no tiene método ni plan lógico, que esclavice la atención del lector ocupado. No tiene más orden que el de las impresiones, que se suceden en el curso de un viaje o de una visita en un país nuevo. Pero es algo más que lo que pudiera llamarse «Impresiones de viaje de la Verdad en América», pues son aventuras, experimentos, estudios de zoología moral por decirlo así, hechos sobre una sociedad que llama tanto la atención del siglo XIX.
La razón de ello es que la Verdad fue al Nuevo Mundo como emigrada, con miras de quedarse allí establecida y no como «tourista».
II. Quién es Luz del Día
Dice el cuento que aburrida la «Verdad» de vivir en Europa en medio de un mundo de generaciones formadas en los moldes de «Tartufo», de «Gil Blas», de «Basilio», etc., y mortificada por la exhibición de los triunfos insolentes y cínicos pero siempre afortunados de su indigna rival, la «Mentira», personificada en casi todos los papeles de la sociedad europea, no queriendo suicidarse tan joven (¡y es más antigua que Aristóteles y Platón!), la «Verdad» se determinó un día de mal humor a emigrar al Nuevo Mundo, tan lindamente presentado a su imaginación siempre juvenil, por su predilecto amigo, el autor de París en América.
Para viajar con más comodidad y tal vez con más seguridad, determinó viajar de incógnito, como hacen las reinas y princesas, a quienes se creyó con derecho a imitar, en este punto solamente, en su calidad que cree tener de ser más legítimamente que ellas una reina del mundo, aunque destronada y abatida; pero sin perder la esperanza vaga de una restauración posible o de una reivindicación victoriosa. Y sin apercibirse del desmentido que esta ficción daba a su nombre de «Verdad», tomó el nombre presentado de «Luz del Día». Se vistió de mujer, pues podía elegir su traje por no tener sexo, y se dirigió al puerto de Burdeos en busca de un buque y de pasaje para la América en general.
Desconfiada de los geógrafos, a quienes no leía porque los tenía por inexactos, perezosos y lisonjeros de los pueblos, tomó al pie de la letra el título de su guía predilecta «París en América!», pensando que bastaba estar en América para habitar el París de la Verdad; que lo mismo estaba París en la América del Norte, que en la América del Sur; en virtud de lo cual no se fijó mucho en el punto americano de dirección de su viaje.
Mal vestida y mal ejercitada en el manejo del vestido de mujer, porque su costumbre o más bien su instinto, era de andar desnuda, como la Eva de la abstracción, fue tomada en el puerto de Burdeos por los agentes de emigración, como una paisana de los Pirineos; y como llevaba un nombre que parecía español, no vacilaron en procurarla pasaje para un bello país de la América del Sur.
III. Luz del Día en Sudamérica
El primer día en que Luz del Día llegó al puerto de su destino, los encargados de recibir y colocar a los inmigrados, tomándola como una de tantas, la preguntaron cuál era su oficio, y en qué ocupación contaba ganar su vida en aquel país.
—¿Mi ocupación?, ¿mi oficio? es el de decir a cada uno la verdad.
—Así debe ser —observó jocosamente el empleado—, pues se llama «Luz del Día».
—¿Cuál es su ocupación? —preguntó otro empleado que tenía el encargo de buscar una cocinera.
—La de decir a cada uno la verdad.
—Debe ser loca, porque es oficio de locos el decir las verdades; también es cierto, las dicen los sabios, pero una mujer no corre riesgo de ser sabia.
—Todo lo contrario —dijo otro—, le basta ser mujer para ser loca.
Luz del Día empezó a enfadarse de esta charla ofensiva y grosera, cuando alguno observó que tal vez era la «enseñanza», la «educación», la «instrucción», lo que quería llamar su oficio de decir la verdad.
Aceptada y agradecida por ella, esta insinuación feliz, aceptó también la oferta que la hicieron de recomendarla a un gran partidario de la educación y de la inmigración europea, cuyo auspicio la pondría en el camino que deseaba.
Pidió su nombre y dirección, y la dieron los del señor «Tartufo».
—¿Tartufo? —repitió ella espantada.
Los empleados se ríen, y uno la observa que Tartufo no era un fraile, como tal vez creía Luz del Día, sino al contrario, un gran enemigo de los frailes, un gran liberal, una especie de apóstol de la instrucción popular, un partidario de la emigración europea en América.
—Yo quisiera verle —dijo Luz del Día—, aunque ese nombre me asusta...
—No haga usted caso de nombres —la dijo un empleado—. Aquí tenemos hombres que son la virtud misma y se llaman «Ladrón»; otro que son la humanidad, y se llaman «Guerra, Verdugo, Cadalso, Lanza»; otros que son un cordero, y se llaman «León».
—¿Es decir que en este país los hombres son el desmentido de las cosas? —dijo para sí misma—. Si yo entonces dijese mi nombre, sería tomada por la mentira en persona.
—Pues bien —le dijo Luz del Día—, yo iré a ver ese señor. Y se quedó intrigadísima y pensativa sobre quién podría ser ese Tartufo liberal, de quien la casualidad le hacía su primer contacto, su especie de chambelán o «ciceroni», desde su primer paso en el suelo americano.
IV. Encuentro de Luz del Día con Tartufo
—¿Quién es este hombre? —se preguntó ella antes de verle. Tenía razón de ser circunspecta en sus primeros pasos en un mundo desconocido, para el que no había traído recomendación personal, con el solo objeto de guardar mejor su incógnito.
—Dos medios tengo para despejar esta incógnita grave y decisiva de mi destino en América —se dijo a sí misma Luz del Día—. El primero, es la fisonomía de Tartufo, que conozco como a mis manos. Es verdad que han pasado siglos por él, pero la Hipocresía, como la Verdad, es inmortal y siempre joven. Para el caso, sin embargo, en que el traje o algún otro cambio exterior le disfrace, tengo otra llave, y es la de su conducta moral. Si él hace profesión de enseñarla como educación, yo veré cómo la practica con las mujeres honestas; el mejor catecismo es el ejemplo, y cuando el maestro no es un libro vivo, o el comentario vivo de sus libros, toda su enseñanza es de palabras mentirosas.
Tartufo estaba en cama a las nueve de la mañana, cuando su criada le anunció que una mujer solicitaba obstinadamente el permiso de verle.
—Es imposible —dijo él— ¿no me ve usted en cama? ¿No se lo ha dicho usted a esa mujer?
—Sí, señor, pero parece no ser obstáculo para ella...
Tartufo mira a su criada como buscando un sentido sardónico en esa palabra.
—¿Pero qué cosa es esa mujer? ¿Es una sirvienta?, ¿es una vieja?, ¿es una negra o mulata?
—No, señor; es joven, blanca, rubia, ojos azules como una inglesa.
Tartufo estudia otra vez el gesto de su criada y compone el suyo propio: parece extranjera —añade la criada— por su modo y figura. ¿Quién sabe si no trae alguna carta de recomendación para el señor?
—Es verdad —dice Tartufo aprovechándose de esta insinuación—. Pues bien, déjela usted entrar, y para no autorizar sospecha, si alguno viene durante su visita, diga usted que yo duermo todavía.
V. Tartufo y Luz del Día
Tartufo que no era un Marat, sabía por su conciencia, que no era indigno de una Carlota Corday, y por sí o por no, puso su pistola debajo de la almohada. Se sentó en su cama, se puso su «robe de chambre» de seda, medio se peinó, compuso su cama lo mejor que pudo y esperó la entrada de su misteriosa visita, que en ese momento hizo su aparición.
Para entrar, había dejado caer sobre su rostro un velo negro que hacía más picante su interesante persona y que la permitía ver sin ser vista.
Desde su entrada reconoció al genuino y verdadero Tartufo, y se quedó estupefacta de aquel hallazgo, que destruía todas las ilusiones de su viaje de refugio al Nuevo Mundo, que ella creyó ser el de la verdad. Él pensó que el rubor la detenía y la invitó con voz dulce y expresiva a llegar hasta su lecho...
Era lo que ella esperaba, para confirmarse sobre la identidad del sujeto. Luz del Día se avanzó hacia Tartufo y cuando él la tendía amablemente sus dos brazos, ella asumió como un relámpago su imponente y majestuosa beldad, arrojando su velo y todo su traje hasta quedar en la plena y casta desnudez que la presta la mitología de los antiguos.
Tartufo al reconocerla, lanzó un grito de horror y se quedó como desmayado; pero no lo estaba, porque descansaba en la confianza de que su poder era más grande que el de la Verdad. Sin embargo, aparentando reasumir su presencia de espíritu.
—¿Es con el objeto de perseguirme que usted ha cruzado el Océano? —preguntó a Luz del Día.
—Es con el objeto de huir de usted y de las generaciones formadas a su imagen, que he venido al mundo que yo creía ser el de la verdad misma. Pero ya que he tenido la buena o mala estrella de descubrirle, haré al menos a la América el servicio de revelar...

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