Temor y temblor
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Søren Kierkegaard

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Temor y temblor fue publicado en 1843 por Søren Kierkegaard bajo el seudónimo de Johannes de Silentio. Este escrito filosófico comienza con la meditación de Abraham, y en concreto en el viaje emprendido por él, en compañía de su hijo Isaac, rumbo al monte del país de Moriah en el que debería ofrecerlo en sacrificio. A partir de ese viaje, marcado por el silencio, el sacrificio y la fe en Dios, Kierkegaard aprovecha para plantearse tres preguntas que nos permitirán entender mejor al gran hombre que fue Abraham: 1) ¿Existe una suspensión teológica de lo ético?2) ¿Existe un deber absoluto para con Dios?3) ¿Es posible justificar éticamente a Abraham por haber guardado silencio ante Sara, Eleazar e Isaac?Fruto de su rebelión juvenil contra la dialéctica hegeliana y de una dolorosa experiencia autobiográfica, su desgraciado amor por Regine Olsen, Temor y Temblor es probablemente la obra más significativa de Kierkegaard y es la base del argumento reflexivo que desembocaría en el concepto de la angustia y en la formulación del existencialismo.Años después de su publicación, el filósofo danés anotaba en su diario: "Cuando yo haya muerto bastará mi libro Temor y Temblor para convertirme en un escritor inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y el espantoso pathos que contiene esa obra hará temblar. En la época en que fue escrita, cuando su autor se escondía tras la apariencia de un flâneur, nadie podía sospechar la seriedad que encerraba este libro. [...] Pero una vez muerto, se me convertirá en una figura irreal, una figura sombría..., y el libro resultará pavoroso". -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726521306
Categoría
Philosophy

TEMOR Y TEMBLOR

Prólogo

Was Tarquinius Superbus in seinen Garten mit den Mohnköpfen sprach, verstand der Sohn, aber nicht der Bote.
Nuestra época ha emprendido ein wirklicherAusverkauft no sólo en el mundo del comercio, sino también en el de las ideas. Todo se puede comprar a unos precios tan bajos que uno se pregunta si no llegará el momento en que nadie desee comprar. Cualquier marqueur de la especulación que se dedique a seguir meticulosamente el nuevo y significativo curso de la filosofía, cualquier profesor libre universitario, docente, particular o estudiante, cualquiera que tenga la filosofía como profesión o afición, no se detiene en el estadio de la duda radical, sino que va más allá. Es indudable que resultaría tan inútil como fuera de lugar preguntarles a dónde tratan de llegar, mientras que haremos gala de nuestra cortesía y buena voluntad si damos por seguro que ya han dudado de todo, pues de otro modo no tendría sentido afirmar que siguen adelante. Todos ellos han llevado a término esta acción previa, y por lo que parece, los resultó tan fácil que consideran innecesario explicar el modo en que la cumplieron; y aunque alguna persona, angustiada y preocupada, tratase de encontrar—creyendo que existe— una pequeña información, un indicio orientador, una pequeña prescripción dietética, algo en suma que le sugiriese la conducta requerida para emprender tan formidable tarea, perderá su tiempo en vano. Pero, ¿y Descartes?, lo ha hecho ¿no? Descartes, venerable, humilde y honesto pensador, cuyos escritos nadie podrá leer sin sentirse movido por una profunda emoción, ha hecho lo que ha dicho y ha dicho lo que ha hecho. ¡Ah! ¡Cuan poco común es en nuestra época una actitud como la suya! Descartes —lo repite él mismo con insistencia— nunca dudó en lo tocante a la fe: Memores tamen, ut jam dictum est, huic lumini naturali tamdiu tantum esse credendum,quamdiu nihil contrarium a Deo ipso revelatur... Prater caetera autem, memoriae nostrae pro summa regulaest infigendum, ea quae nobis a Deo revelata sunt, utomnium certissima esse credenda; et quamvis fortelumen rationis, quam maxime clarum et evidens, aliudquid nobis suggerere videretur, soli tamen auctoritatidivinae potius quam proprio nostro judicio fidem esseabhibendam ( Principia philosophiae, pars prima §§ 28 y 76). No tocó a rebato ni impuso la obligación de dudar, pues Descartes era un pensador apacible y solitario y no un vocinglero vigilante nocturno; con la mayor de las modestias afirmó que su método sólo tenía importancia para él mismo y que en buena parte era resultado de sus intentos de salir de la confusión en la que le habían sumido sus conocimientos anteriores: Ne quis igiturputet, me hic traditurum aliquam methodum, quamunusquisque sequi debeat ad recte regendam rationem;illam enim tantum, quam ipsemet secutus sum, exponere decrevi... Sed simul ac illud studiorum curriculum absolvi (sc. juventutis), quo decurso est in eruditorum numerum cooptari, plane aliud coepi cogitare. Tot enim me dubiis totque erroribus implicatum esse animadverti, ut omnes discendi conatus nihil aliudmihi profuisse judicarem, quam quod ignorantiammeam magis magisque detexissem. ( Disertatio demethodo, págs. 2 y 3).
Lo que aquellos antiguos griegos (que entendían su poquito de filosofía) consideraban como tarea de toda una vida, pues comprendieron que la destreza en el dudar no se adquiere en cuestión de días o semanas, el punto al que había llegado el viejo luchador, ya retirado, que en medio de las tentaciones había sabido preservar el equilibrio de la duda, el que ha negado denodadamente la certeza de la percepción sensible y la certeza del pensamiento, el que no ha cedido ante los recelos de la egolatría y las insinuaciones de la compasión simpática, es en nuestra época el punto de partida.
Nadie se conforma actualmente con instalarse en la fe, sino que se sigue adelante. Quizá pareceré desconsiderado si pregunto hacia dónde se encaminan, pero se me considerará, en cambio, como persona bien educada y llena de tacto si doy por cosa hecha que todos y cada uno de nosotros nos encontramos ya en posesión de la fe, pues de no mediar dicha circunstancia resultaría bastante peregrina esa afirmación de que se va más allá.
Antaño era diferente, pues la fe era entonces una tarea que duraba cuanto duraba la vida: se consideraba que la capacidad de creer no se podía lograr en cuestión de días o semanas. Cuando el probado anciano que se acercaba al final de su existencia, había luchado limpiamente y conservado su fe, mantenía su corazón lo bastante joven como para no haber olvidado aquella angustia y aquel temblor que habían disciplinado al adolescente y que el hombre maduro sabe tener a raya, pero de los que nadie se puede librar por completo... a no ser en el caso de que hubiera logrado ir más lejos en el momento mismo que se presentó la más temprana posibilidad. En nuestra época el punto de partida para ir más allá comienza precisamente en el punto último que habían alcanzado aquellos venerables individuos.
El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema —caso de que exista uno, y caso de que éste redondeado: ya tiene bastante su débil cerebro con la tarea de imaginar la prodigiosa cabeza de que debe uno disponer en nuestra época para contener proyecto tan descomunal—. Aunque se lograse reducir a una fórmula conceptual todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo; es poeticeret eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de Sistemas que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo que le resulta más agradable y evidente en la medida que es menor el número de quienes compran y leen lo que escribe. Prevé sin esfuerzo cuál ha de ser su destino en una época que ha cancelado la pasión en beneficio de la ciencia, una época en la que el escritor que quiere ser leído ha de tener la precaución de escribir de forma tal que su libro resulte cómodo de hojear durante el tiempo de la siesta, y cuidar de que su aspecto externo sea como el de ese jardinero joven y educado que, respondiendo a un anuncio aparecido en el periódico se presenta sombrero en mano, provisto de un buen certificado de antecedentes extendido por la última persona a quien sirvió, y se ofrece a la consideración del respetabilísimo público en general. El autor prevé su destino: pasar completamente inadvertido; presiente también algo tremendo: que más de una vez la celosa crítica le expondrá en la picota pública; y le entran temblores cuando considera otra posibilidad aún más temible: que pueda surgir algún que otro eficiente archivero —un devora-párrafos— (que para salvación de la ciencia está siempre dispuesto a hacer con los escritos ajenos lo mismo que Trop para preservar el gusto hizo magnánimamente con La ruina del género humano) lo divida en §§, con idéntica inflexibilidad que aquel hombre que por amor de la ciencia de los signos de puntuación dividía su discurso contando las palabras de manera que sumaban cincuenta hasta el punto y treinta y cinco hasta el punto y coma.
Yo me inclino con la más profunda deferencia ante cualquier sistemático, ante todo inspector aduanero revuelve-maletas que exclame: «Esto no es el Sistema ni tiene nada que ver con él.» Hago mis mejores votos por el Sistema y por todos los daneses que se interesan por dicho ómnibus..., aunque no será una torre lo que acabarán construyendo. A todos y cada uno de ellos les deseo buena suerte y toda clase de venturas.
Con mis respetos,
JOHANNES DE SlLENTIO

Proemio

Érase cierta vez un hombre que en su infancia había oído contar la hermosa historia de cómo Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra esperanza, recuperó de nuevo a su hijo. Siendo ya un hombre maduro volvió a leer aquella historia y le admiró todavía más, porque la vida había separado lo que se había presentado unido a la piadosa ingenuidad del niño. Y sucedió que cuanto más viejo se iba haciendo, tanto más frecuentemente volvía su pensamiento a este relato: su entusiasmo crecía más y más, aunque, a decir verdad, cada vez lo entendía menos. Hasta que al fin, absorbido por él, acabó olvidando todo lo demás y su alma no alimentó más que un solo deseo: ver a Abraham; sólo tuvo un pesar: no haber podido ser testigo presencial de aquel acontecimiento. No es que anhelase contemplar las hermosas comarcas de oriente, ni las bellezas mundanas de la tierra prometida ni a aquel matrimonio temeroso de Dios, cuya vejez bendijo el Señor, ni la venerable figura del patriarca, tan entrado ya en años, ni la florida juventud de ese Isaac donado por Dios: para él habría sido lo mismo si la historia hubiese acaecido en el más estéril de los eriales. Lo que de veras deseaba era haber podido participar en aquel viaje de tres días, cuando Abraham, caballero sobre su asno, llevaba su tristeza por delante y su hijo junto a él. Hubiera querido presenciar el instante en que Abraham, al levantar la mirada, vio, allá en el horizonte, el monte Moriah; y hubiera querido presenciar también el instante en que, después de apearse de los asnos, a solas ya con el hijo, inició la ascensión de la montaña: su pensamiento no estaba atento a artísticos bordados de la fantasía sino a los estremecimientos de la idea.
Este hombre no era un pensador, no experimentaba deseo alguno de ir más allá de la fe, y le parecía que lo más maravilloso que le podría suceder era ser recordado por las generaciones futuras como padre de esa fe: consideraba el hecho de poseerla como algo digno de envidia, aun en el caso de que los demás no llegasen a saberlo.
Este hombre no era un docto exégeta. Tampoco conocía la lengua hebrea; de haberla sabido es posible que le hubiese resultado fácil comprender la historia de Abraham.

I

«Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre el monte que yo te indicaré».
Era muy de madrugada cuando Abraham se levantó, hizo aparejar los asnos y dejó su tienda, e Isaac iba con él. Sara se quedó junto a la entrada y les siguió con la mirada mientras caminaban valle abajo, hasta que desaparecieron de su vista. Durante tres días cabalgaron en silencio, y llegada la mañana del cuarto continuaba Abraham sin pronunciar palabra, pero al levantar los ojos vio a lo lejos el lugar de Moriah. Allí hizo detenerse a sus dos servidores, y solo, tomando a Isaac de la mano, emprendió el camino de la montaña. Pero Abraham se decía: no debo seguir ocultándole por más tiempo a donde le conduce este camino. Se detuvo entonces y colocó su mano sobre la cabeza de Isaac, en señal de bendición e Isaac se inclinó para recibirla. Y el rostro de Abraham era paternal, su mirada dulce y sus palabras amonestadoras. Pero Isaac no le podía comprender, su alma no podía elevarse a tales alturas, y abrazándose entonces a las rodillas de Abraham, allí a sus pies, le suplicó, pidió gracia para su joven existencia, para sus gratas esperanzas; recordó las alegrías del hogar de Abraham y evocó el luto y la soledad. Entonces Abraham levantó al muchacho y comenzó a caminar de nuevo, llevándole de la mano, y sus palabras estaban llenas de consuelo y exhortación, pero Isaac no podía comprenderle. Abraham seguía ascendiendo por la senda de Moriah pero Isaac no le comprendía. Entonces se apartó brevemente Abraham de junto al hijo, pero cuando Isaac contempló de nuevo el rostro de su padre, lo encontró cambiado: terrible era su mirar y espantosa su figura. Aferrando a Isaac por el tórax lo arrojó a tierra y dijo: «¿Acaso me crees tu padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra! ¿Crees que estoy obrando así por un mandato divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana!» Tembló entonces Isaac y en su angustia clamó: «¡Dios del cielo! ¡Apiádate de mí! ¡Dios de Abraham! ¡Ten compasión de mí! ¡No tengo padre aquí en la tierra! ¡Sé tú mi padre!» Pero Abraham musitó muy quedo: «Señor del cielo, te doy las gracias; preferible es que me crea sin entrañas, antes que pudiera perder su fe en ti.»
Cuando una madre considera llegado el momento de destetar a su pequeño, tizna su seno, pues sería muy triste que el niño lo siguiera viendo deleitoso cuando se lo negaba. Así cree el niño que el seno materno se ha transformado, pero la madre es la misma y en su mirada hay el amor y la ternura de siempre. ¡Feliz quien no se vio obligado a recurrir a medios más terribles para destetar al hijo!

II

Era muy de madrugada, cuando Abraham se levantó, abrazó a Sara, desposada de su vejez, y Sara besó a Isaac, que le había librado de la vergüenza y era su orgullo y la esperanza de su descendencia. Cabalgaron en silencio durante el camino y Abraham no levantó los ojos del suelo hasta que llegó el cuarto día, entonces alzó la mirada y vio a lo lejos el monte Moriah, y de nuevo sus ojos volvieron al suelo. En silencio recogió la leña para el sacrificio y en silencio ató a Isaac: en silencio empuñó el cuchillo: entonces vio el carnero que Dios había dispuesto. Lo sacrificó y regresó al hogar... Desde aquel día Abraham fue un anciano; no podía olvidar lo que Dios le había exigido. Isaac continuó creciendo, tan florido como antes; pero la mirada de Abraham se había empañado y nunca más vio la alegría.
Cuando el niño se ha hecho más grande y llega el momento de destete, la madre, virginalmente, oculta su seno, y así el niño ya no tiene madre. ¡Dichoso el niño que ha perdido a su madre de otra manera!

III

Era muy de madrugada cuando Abraham se levantó; besó a Sara, la madre reciente, y Sara besó a Isaac, su regocijo y la más grande de sus alegrías. Y Abraham meditaba, mientras iba haciendo camino a lomos de su asno; pensaba en Agar y en su hijo, a quienes abandonó en el desierto. Subió al Moriah y tomó el cuchillo.
Cuando Abraham, solo, caminaba hacia el monte Moriah, la tarde era sosegada; se arrojó al suelo y su rostro tocó la tierra y pidió a Dios que le perdonase el pecado de haber querido sacrificar a Isaac, pues el padre había olvidado su deber para con el hijo. Repitió con frecuencia su solitario viaje, pero no logró encontrar la paz. No podía comprender cómo podía ser pecado el haber querido sacrificar a Dios lo más preciado que poseía, aquel por quien hubiera dado la propia vida tantas veces como hubiera sido necesario; y si era un pecado, si no había amado a Isaac lo suficiente, tampoco podía comprender entonces cómo le podía ser aquello perdonado, pues, ¿qué pecado podía haber más tremendo?
Cuando llega el momento de destetar al niño, no está libre la madre de tristeza, al pensar que el pequeño y ella se encontrarán en adelante más separados uno de otro, porque ese niño que al principio tuvo bajo su corazón, y que más tarde reposó en su regazo, ya nunca le estará tan próximo. Así sufrirán ambos este corto dolor. ¡Feliz quien pudo conservar al hijo y no hubo de conocer otros pesares!

IV

Era muy de madrugada. En el hogar de Abraham estaba todo preparado para el viaje. Se despidió de Sara y su fiel criado. Eleazar les acompañó hasta que Abraham le ordenó regresar a casa. Abraham e Isaac recorrieron el camino en buena armonía y llegaron al monte Moriah. Y Abraham, sosegado y dulce, hizo los preparativos para el sacrificio, pero cuando se volvió para tomar el cuchillo, vio Isaac que la mano izquierda de Abraham se contraía por la desesperación y que un estremecimiento agitaba todo su cuerpo. Pero Abraham empuñó el cuchillo.
Después habían regresado al hogar, y Sara acudió presurosa a su encuentro, pero Isaac había perdido su fe. De lo sucedido no se dijo una sola palabra e Isaac jamás contó a nadie lo que había visto, y Abraham suponía que nadie lo hubiera visto.
Cuando llega el momento de destetar al niño, la madre le prepara alimentos muy nutritivos para que el pequeño no perezca. ¡Feliz aquél que dispone de alimentos nutritivos!
De este modo y de muchos otros diferentes, se imaginaba esta historia el hombre a quien nos estamos refiriendo. Y cada vez que volvía a casa después de un viaje al monte Moriah, agotado por el cansancio, se retorcía las manos, y exclamaba: Puesto que nadie iguala en grandeza a Abraham, ¿quién entonces se halla en grado de comprenderlo?

Panegírico de Abraham

Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto los grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por la mar, como el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín ¡cuan vacía y desconsolada no sería la existencia! Pero no es este el caso, y Dios que creó al hombre y a la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador. El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede admirarlo, amarlo y regocijarse en él. Y es tan feliz como él y su par, puesto que el héroe es como si fuese lo mejor de su ser, lo que más estima, y aún no siendo él mismo, se regocija de que su amor esté hecho de admiración. El poeta es el genio de la evocación, no puede hacer otra cosa sino recordar lo que ya se hizo y admirarlo; no toma nada de sí mismo, pero custodia con celo lo que se le confió. Sigue siempre el impulso de su corazón, pero en cuanto encuentra lo que buscaba, comienza a peregrinar por las puertas de los demás con sus cantos y sus palabras, para que a todos les sea dado admirar al héroe del mismo modo que él, y para que se puedan sentir tan orgullosos de aquél como él se siente. Esa es su hazaña, ese su acto de humildad, ese el leal cometido que desempeña en la morada del héroe. Y si quiere mantenerse fiel a su amor, habrá de luchar día y noche contra las astucias y artimañas del olvido que trata de burlarlo para arrebatarle su héroe, precisamente cuando, ya cumplida la propia hazaña, se une en vínculo de paridad con éste, quien lo ama con idéntica devoción, porque el poeta es como si fuera lo mejor del ser del héroe, tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo. Por eso nunca será olvidado quien de verdad fue grande, y aunque transcurra el tiempo y aunque la nube de la incomprensión oculte la figura de héroe, su devoto amigo sabrá esperar, y cuanto más tiempo transcurra tanto más fiel a el se mantendrá.
¡No! No será olvidado quien fue grande en este mundo, y cada uno de nosotros ha sido grande a su manera, siempre en proporción a la grandeza del objeto de su amor. Pues quien se amó a sí mismo fue grande gracias a su persona, y quién amó a Dios fue, sin embargo, el más grande de todo. Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de todos. Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos. En el mundo se lucha de hombre a hombre y uno contra mil, pero quien presentó batalla a Dios fue el más grande de todos. Así fueron los combates de este mundo: hubo quien triunfó de todo gracias a las propias fuerzas y hubo quien prevaleció sobre Dios a causa de la propia debilidad. Hubo quienes, seguros de sí mismos, triunfaron sobre todo, y hubo quien, seguro de la propia fuerza, lo sacrificó todo, pero quien creyó en Dios fue el más grande de todos. Hubo quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y quien fue grande gracias a su esperanza, y quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue todavía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo.
Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue extranjero en la tierra que le había sido indicada. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada, donde no encontró nada que le trajese recuerdos queridos, antes bien, la novedad de todas aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancólica nostalgia. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios, en quien el Señor tenía toda su complacencia! En verdad, habría podido comprender mejor aquello que parecía una burla contra él y su fe en el caso de haber sido un réprobo a quien se le hubiese retirado la gracia divina. También ha habido en el mundo quien ha vivido desterrado del país de sus antepasados, y no ha sido olvidado, como tampoco lo han sido sus tristes lamentos, cuando en su melancolía buscó y encontró lo que había perdido. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Humano es lamentarse, humano es llorar con quien llora, pero creer es más grande y contemplar al crey...

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