Proemio
Érase cierta vez un hombre que en su infancia había oído contar la hermosa historia de cómo Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra esperanza, recuperó de nuevo a su hijo. Siendo ya un hombre maduro volvió a leer aquella historia y le admiró todavía más, porque la vida había separado lo que se había presentado unido a la piadosa ingenuidad del niño. Y sucedió que cuanto más viejo se iba haciendo, tanto más frecuentemente volvía su pensamiento a este relato: su entusiasmo crecía más y más, aunque, a decir verdad, cada vez lo entendía menos. Hasta que al fin, absorbido por él, acabó olvidando todo lo demás y su alma no alimentó más que un solo deseo: ver a Abraham; sólo tuvo un pesar: no haber podido ser testigo presencial de aquel acontecimiento. No es que anhelase contemplar las hermosas comarcas de oriente, ni las bellezas mundanas de la tierra prometida ni a aquel matrimonio temeroso de Dios, cuya vejez bendijo el Señor, ni la venerable figura del patriarca, tan entrado ya en años, ni la florida juventud de ese Isaac donado por Dios: para él habría sido lo mismo si la historia hubiese acaecido en el más estéril de los eriales. Lo que de veras deseaba era haber podido participar en aquel viaje de tres días, cuando Abraham, caballero sobre su asno, llevaba su tristeza por delante y su hijo junto a él. Hubiera querido presenciar el instante en que Abraham, al levantar la mirada, vio, allá en el horizonte, el monte Moriah; y hubiera querido presenciar también el instante en que, después de apearse de los asnos, a solas ya con el hijo, inició la ascensión de la montaña: su pensamiento no estaba atento a artísticos bordados de la fantasía sino a los estremecimientos de la idea.
Este hombre no era un pensador, no experimentaba deseo alguno de ir más allá de la fe, y le parecía que lo más maravilloso que le podría suceder era ser recordado por las generaciones futuras como padre de esa fe: consideraba el hecho de poseerla como algo digno de envidia, aun en el caso de que los demás no llegasen a saberlo.
Este hombre no era un docto exégeta. Tampoco conocía la lengua hebrea; de haberla sabido es posible que le hubiese resultado fácil comprender la historia de Abraham.
I
«Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre el monte que yo te indicaré».
Era muy de madrugada cuando Abraham se levantó, hizo aparejar los asnos y dejó su tienda, e Isaac iba con él. Sara se quedó junto a la entrada y les siguió con la mirada mientras caminaban valle abajo, hasta que desaparecieron de su vista. Durante tres días cabalgaron en silencio, y llegada la mañana del cuarto continuaba Abraham sin pronunciar palabra, pero al levantar los ojos vio a lo lejos el lugar de Moriah. Allí hizo detenerse a sus dos servidores, y solo, tomando a Isaac de la mano, emprendió el camino de la montaña. Pero Abraham se decía: no debo seguir ocultándole por más tiempo a donde le conduce este camino. Se detuvo entonces y colocó su mano sobre la cabeza de Isaac, en señal de bendición e Isaac se inclinó para recibirla. Y el rostro de Abraham era paternal, su mirada dulce y sus palabras amonestadoras. Pero Isaac no le podía comprender, su alma no podía elevarse a tales alturas, y abrazándose entonces a las rodillas de Abraham, allí a sus pies, le suplicó, pidió gracia para su joven existencia, para sus gratas esperanzas; recordó las alegrías del hogar de Abraham y evocó el luto y la soledad. Entonces Abraham levantó al muchacho y comenzó a caminar de nuevo, llevándole de la mano, y sus palabras estaban llenas de consuelo y exhortación, pero Isaac no podía comprenderle. Abraham seguía ascendiendo por la senda de Moriah pero Isaac no le comprendía. Entonces se apartó brevemente Abraham de junto al hijo, pero cuando Isaac contempló de nuevo el rostro de su padre, lo encontró cambiado: terrible era su mirar y espantosa su figura. Aferrando a Isaac por el tórax lo arrojó a tierra y dijo: «¿Acaso me crees tu padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra! ¿Crees que estoy obrando así por un mandato divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana!» Tembló entonces Isaac y en su angustia clamó: «¡Dios del cielo! ¡Apiádate de mí! ¡Dios de Abraham! ¡Ten compasión de mí! ¡No tengo padre aquí en la tierra! ¡Sé tú mi padre!» Pero Abraham musitó muy quedo: «Señor del cielo, te doy las gracias; preferible es que me crea sin entrañas, antes que pudiera perder su fe en ti.»
Cuando una madre considera llegado el momento de destetar a su pequeño, tizna su seno, pues sería muy triste que el niño lo siguiera viendo deleitoso cuando se lo negaba. Así cree el niño que el seno materno se ha transformado, pero la madre es la misma y en su mirada hay el amor y la ternura de siempre. ¡Feliz quien no se vio obligado a recurrir a medios más terribles para destetar al hijo!
II
Era muy de madrugada, cuando Abraham se levantó, abrazó a Sara, desposada de su vejez, y Sara besó a Isaac, que le había librado de la vergüenza y era su orgullo y la esperanza de su descendencia. Cabalgaron en silencio durante el camino y Abraham no levantó los ojos del suelo hasta que llegó el cuarto día, entonces alzó la mirada y vio a lo lejos el monte Moriah, y de nuevo sus ojos volvieron al suelo. En silencio recogió la leña para el sacrificio y en silencio ató a Isaac: en silencio empuñó el cuchillo: entonces vio el carnero que Dios había dispuesto. Lo sacrificó y regresó al hogar... Desde aquel día Abraham fue un anciano; no podía olvidar lo que Dios le había exigido. Isaac continuó creciendo, tan florido como antes; pero la mirada de Abraham se había empañado y nunca más vio la alegría.
Cuando el niño se ha hecho más grande y llega el momento de destete, la madre, virginalmente, oculta su seno, y así el niño ya no tiene madre. ¡Dichoso el niño que ha perdido a su madre de otra manera!
III
Era muy de madrugada cuando Abraham se levantó; besó a Sara, la madre reciente, y Sara besó a Isaac, su regocijo y la más grande de sus alegrías. Y Abraham meditaba, mientras iba haciendo camino a lomos de su asno; pensaba en Agar y en su hijo, a quienes abandonó en el desierto. Subió al Moriah y tomó el cuchillo.
Cuando Abraham, solo, caminaba hacia el monte Moriah, la tarde era sosegada; se arrojó al suelo y su rostro tocó la tierra y pidió a Dios que le perdonase el pecado de haber querido sacrificar a Isaac, pues el padre había olvidado su deber para con el hijo. Repitió con frecuencia su solitario viaje, pero no logró encontrar la paz. No podía comprender cómo podía ser pecado el haber querido sacrificar a Dios lo más preciado que poseía, aquel por quien hubiera dado la propia vida tantas veces como hubiera sido necesario; y si era un pecado, si no había amado a Isaac lo suficiente, tampoco podía comprender entonces cómo le podía ser aquello perdonado, pues, ¿qué pecado podía haber más tremendo?
Cuando llega el momento de destetar al niño, no está libre la madre de tristeza, al pensar que el pequeño y ella se encontrarán en adelante más separados uno de otro, porque ese niño que al principio tuvo bajo su corazón, y que más tarde reposó en su regazo, ya nunca le estará tan próximo. Así sufrirán ambos este corto dolor. ¡Feliz quien pudo conservar al hijo y no hubo de conocer otros pesares!
IV
Era muy de madrugada. En el hogar de Abraham estaba todo preparado para el viaje. Se despidió de Sara y su fiel criado. Eleazar les acompañó hasta que Abraham le ordenó regresar a casa. Abraham e Isaac recorrieron el camino en buena armonía y llegaron al monte Moriah. Y Abraham, sosegado y dulce, hizo los preparativos para el sacrificio, pero cuando se volvió para tomar el cuchillo, vio Isaac que la mano izquierda de Abraham se contraía por la desesperación y que un estremecimiento agitaba todo su cuerpo. Pero Abraham empuñó el cuchillo.
Después habían regresado al hogar, y Sara acudió presurosa a su encuentro, pero Isaac había perdido su fe. De lo sucedido no se dijo una sola palabra e Isaac jamás contó a nadie lo que había visto, y Abraham suponía que nadie lo hubiera visto.
Cuando llega el momento de destetar al niño, la madre le prepara alimentos muy nutritivos para que el pequeño no perezca. ¡Feliz aquél que dispone de alimentos nutritivos!
De este modo y de muchos otros diferentes, se imaginaba esta historia el hombre a quien nos estamos refiriendo. Y cada vez que volvía a casa después de un viaje al monte Moriah, agotado por el cansancio, se retorcía las manos, y exclamaba: Puesto que nadie iguala en grandeza a Abraham, ¿quién entonces se halla en grado de comprenderlo?