Historia de las Indias
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Historia de las Indias

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Bartolomé de las Casas

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Bartolomé de las Casas

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LaHistoria de las IndiasdeBartolomé de las Casas relata tres viajes de Colón a la Indias, así como otras expediciones de descubrimiento y conquista. Aunque Las Casas admiraba a los «descubridores», no elude la responsabilidad de estos en la destrucción del Nuevo Mundo. Su rigor histórico resulta tan notable como su sensibilidad humana.El lector advertirá aquí la obra de un hombre que, además de ser parte y testigo de la Conquista, procuró ser un cristiano consecuente. Por ello consagró una parte importante de su vida y su capacidad intelectual a la defensa de los derechos de los indios.Las Casas fue con Cristóbal Colón en el segundo viaje a América. Llegó a la Isla de La Española en 1502 y, aunque se estableció allí como colono y encomendero. En 1511 un sermón de fray Antonio de Montesinos le hizo cambiar de vida: en 1515 se incorporó a la orden de los dominicos. Desde entonces, se convirtió en el primer y más feroz crítico del colonialismo español.En 1542 escribió Brevísima relación de la destrucción de las Indias. En ella denunció la esclavitud a que se sometía a los indios. Puso, además, en evidencia que la evangelización de los colonos se había convertido en un genocidio. Más tarde, entre 1552 y 1561, escribiría estaHistoria de las Indias.La presente selección, basada en la edición de Aguilar, reúne diversos capítulos del texto original. Los cinco tomos de la Historia de las Indias están también disponibles en esta colección.

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Libro III

Capítulo III. Del mal tratamiento que hacían los españoles a los indios

En este tiempo, ya los religiosos de Santo Domingo habían considerado la triste vida y aspérrimo cativerio que la gente natural desta isla padecía, y cómo se consumían, sin hacer caso dellos los españoles que los poseían más que si fueran unos animales sin provecho, después de muertos solamente pesándoles de que se les muriesen por la falta que en las minas del oro y en las otras granjerías les hacían; no por eso en los que les quedaban usaban de más compasión ni blandura, cerca del rigor y aspereza con que oprimir y fatigar y consumirlos solían. Y en todo esto había entre los españoles más y menos, porque unos eran crudelísimos, sin piedad ni misericordia, solo teniendo respeto a hacerse ricos con la sangre de aquellos míseros; otros, menos crueles, y otros, es de creer que les debía doler la miseria y angustia dellos; pero todos, unos y otros, la salud y vidas y salvación de los tristes, tácita o expresamente, a sus intereses solos, particulares y temporales, posponían. No me acuerdo conocer hombre piadoso para con los indios, que se sirviesen dellos, sino solo uno, que se llamó Pedro de la Rentería, del cual abajo, si place a Dios, habrá bien qué decir.
Así que, viendo y mirando y considerando los religiosos dichos, por muchos días, las obras que los españoles a los indios hacían y el ningún cuidado que de su salud corporal y espiritual tenían, y la inocencia, paciencia inestimable y mansedumbre de los indios, comenzaron a juntar el derecho con el hecho, como hombres de los espirituales y de días muy amigos, y a tratar entre sí de la fealdad y enormidad de tan nunca oída injusticia, diciendo así: «¿Estos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y cumplir los preceptos de caridad y de la justicia? ¿Estos no tenían sus tierras propias y sus señores y señoríos? ¿Estos hannos ofendido en algo? ¿La ley de Cristo, no somos obligados a predicársela y trabajar con toda diligencia de convertillos? Pues, ¿cómo siendo tantas y tan innumerables gentes las que había en esta isla, según nos dicen, han en tan breve tiempo, que es obra de quince o dieciséis años, tan cruelmente perecido?».
Allégase a esto que uno de los españoles que se habían hallado en hacer las matanzas y estragos crueles que se habían hecho en estas gentes, mató su mujer a puñaladas, por sospecha que della tuvo que le cometía adulterio, y ésta era de las principales señoras naturales de la provincia de la Vega, señora de mucha gente; éste anduvo por los montes tres o cuatro años, antes que la orden de Santo Domingo a esta isla viniese, por miedo de la justicia; el cual, sabida la llegada de la orden y el olor de santidad que de sí producía, vínose una noche a la casa que de paja habían dado a los religiosos, para en que se metiesen, y hecha relación de su vida, rogó con gran importunidad y perseverancia que le diesen el hábito de fraile lego, en el cual entendía, con el favor de Dios, de servir toda su vida. Diéronselo con caridad, por ver en él señales de conversión y detestación de la vida pasada y deseo de hacer penitencia, la cual después hizo grandísima, y al cabo tenemos por cierto que murió mártir, porque suele Dios en los grandes pecadores mostrar su inmensa misericordia, haciendo con ellos maravillas. De su martirio diremos abajo, si a Dios pluguiere que a su lugar lleguemos con vida, y será cuasi al cabo deste tercero libro.
Éste, que llamaron fray Juan Garcés y en el mundo Juan Garcés, asaz de mí conocido, descubrió a los religiosos muy en particular las execrables crueldades que él y todos los demás de estas inocentes gentes habían, en las guerras y en la paz, si alguna se pudiera paz decir, cometido, como testigo de vista. Los religiosos, asombrados de oír obras de humanidad y costumbre cristiana tan enemigas, cobraron mayor ánimo para impugnar el principio y medio y el fin de aquesta horrible y nueva manera de tiránica injusticia, y encendidos de calor y celo de la honra divina, y doliéndose de las injurias que contra su ley y mandamientos a Dios se hacían, de la infamia de su fe que entre aquestas naciones, por las dichas obras, hedía, y complaciéndose entrañablemente de la jactura de tan gran número de ánimas, sin haber quien se doliese ni hiciese cuenta dellas, cómo habían perecido y cada hora perecían, suplicando y encomendándose mucho a Dios, con continuas oraciones, ayunos y vigilias, les alumbrase para no errar en cosa que tanto iba, como quiera que se les representaba cuán nuevo y escandaloso había de ser despertar a personas que en tan profundo y abismal sueño y tan insensiblemente dormían; finalmente, habido su maduro y repetido muchas veces consejo, deliberaron de predicarlo en los púlpitos públicamente, y declarar el estado en que los pecadores nuestros que aquestas gentes tenían y oprimían estaban, y muriendo en él, donde al cabo de sus inhumanidades y cudicias a recebir su galardón iban.
Acuerdan todos los más letrados dellos, por orden del prudentísimo siervo de Dios, el padre fray Pedro de Córdoba, vicario dellos, el sermón primero que cerca de la materia predicarse debía, y firmáronlo todos de sus nombres, para que pareciese como no solo del que lo hobiese de predicar, pero que de parecer y deliberación y consentimiento y aprobación de todos procedía; impuso, mandándolo por obediencia el dicho padre vicario, que predicase aquel sermón el principal predicador dellos después del dicho padre vicario, que se llamaba el padre fray Antón Montesino, que fue el segundo de los tres que trajeron la orden acá, según que arriba, en el libro II, capítulo 54, se dijo. Este padre fray Antón Montesino tenía gracia de predicar, era aspérrimo en reprender vicios, y sobre todo, en sus sermones y palabras muy colérico, eficacísimo, y así hacía, o se creía que hacía, en sus sermones mucho fruto. A éste, como a muy animoso, cometieron el primer sermón desta materia, tan nueva para los españoles desta isla, y la novedad no era otra sino afirmar que matar estas gentes era más pecado que matar chinches.
Y porque era tiempo del Adviento, acordaron que el sermón se predicase el cuarto domingo, cuando se canta el Evangelio donde refiere el Evangelista San Juan: «Enviaron los fariseos a preguntar a San Juan Bautista quién era, y respondioles: Ego vox clamantis in deserto». Y porque se hallase toda la ciudad de Santo Domingo al sermón, que ninguno faltase, al menos de los principales, convidaron al segundo Almirante, que gobernaba entonces esta isla, y a los oficiales del rey y a todos los letrados juristas que había, a cada uno en su casa, diciéndoles que el domingo en la iglesia mayor habría sermón suyo y querían hacerles saber cierta cosa que mucho tocaba a todos; que les rogaban se hallasen a oírlo. Todos concedieron de muy buena voluntad, lo uno por la gran reverencia que les hacían y estima que dellos tenían, por su virtud y estrechura en que vivían y rigor de religión; lo otro, por que cada uno deseaba ya oír aquello que tanto les habían dicho tocarles, lo cual, si ellos supieran antes, cierto es que no se les predicara, porque ni lo quisieran oír, ni predicar les dejaran.

Capítulo IV. De las predicaciones de los frailes sobre el buen tratamiento de los indios

Llegado el domingo y la hora de predicar, subió en el púlpito el susodicho padre fray Antón Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los demás: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zabullidos y en ellos morían. Luego torna sobre su tema, diciendo así: «Para os los dar a conocer me he sobido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír». Esta voz encareció por buen rato con palabras muy punitivas y terribles, que les hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, declaroles cuál era o qué contenía en sí aquella voz: «Esta voz, dijo él, dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas; donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean batizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo».
Finalmente, de tal manera explicó la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido. Concluido su sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja, porque no era hombre que quisiese mostrar temor, así como no lo tenía, si se daba mucho por desagradar los oyentes, haciendo y diciendo lo que, según Dios, convenir le parecía; con su compañero vase a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía. Él salido, queda la iglesia llena de murmuro, que, según yo creo, apenas dejaron acabar la misa. Puédese bien juzgar que no se leyó lección de Menosprecio del mundo a las mesas de todos aquel día. En acabando de comer, que no debiera ser muy gustosa la comida, júntase toda la ciudad en casa del Almirante (segundo en esta dignidad y real oficio, D. Diego Colón, hijo del primero que descubrió estas Indias), en especial los oficiales del Rey, tesorero y contador, factor y veedor, y acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos, y que había dicho contra el rey y su señorío que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey, y éstas eran cosas gravísimas e irremisibles.
Llaman a la portería, abre el portero, dícenle que llame al vicario, y a aquel fraile que había predicado tan grandes desvaríos; sale solo el vicario, venerable padre, fray Pedro de Córdoba; dícenle con más imperio que humildad que haga llamar al que había predicado. Responde, como era prudentísimo, que no había necesidad: que si su señoría y mercedes mandaban algo, que él era primado de aquellos religiosos y él respondería. Porfían mucho con él que lo hiciese llamar; él, con gran prudencia y autoridad, con palabras muy modestas y graves, como era su costumbre hablar, se excusaba y evadía. Finalmente, porque lo había dotado la divina Providencia, entre otras virtudes naturales y adquísitas, era de persona tan venerable y tan religiosa, que mostraba con su presencia ser de toda reverencia digno; viendo el Almirante y los demás que por razones y palabras de mucha autoridad el padre vicario no se persuadía, comenzaron a blandear humillándose, y ruéganle que lo mande llamar, porque, él presente, les quieren hablar y preguntarles cómo y en qué se fundaban para determinarse a predicar una cosa tan nueva y tan perjudicial, en deservicio del Rey y daño de todos los vecinos de aquella ciudad y de toda esta isla.
Viendo el santo varón que llevaban otro camino e iban templando el brío con que habían venido, mandó llamar al dicho padre fray Antón Montesino, el cual maldito el miedo con que vino. Sentados todos, propone primero el Almirante por sí y por todos su querella, diciendo que cómo aquel padre había sido osado a predicar cosas en tan gran deservicio del rey y daño de toda aquella tierra, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey, que era señor de todas las Indias, en especial habiendo ganado los españoles aquellas islas con muchos trabajos y sojuzgado los infieles que las tenían; y porque aquel sermón había sido tan escandaloso y en tan gran deservicio del rey y perjudicial a todos los vecinos desta isla, que determinasen que aquel padre se desdijese de todo lo que había dicho; donde no, que ellos entendían poner el remedio que conviniese. El padre vicario respondió que lo que había predicado aquel padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos, después de muy bien mirado y conferido entre ellos, y con mucho consejo y madura deliberación se habían determinado que se predicase como verdad evangélica y cosa necesaria a la salvación de todos los españoles y los indios desta isla, que vían perecer cada día, sin tener dellos más cuidado que si fueran bestias del campo; a lo cual eran obligados de precepto divino por la profesión que habían hecho en el batismo, primero, de cristianos, y después, de ser frailes predicadores de la verdad, en lo cual no entendían deservir al rey, que acá los había enviado a predicar lo que sintiesen que debían predicar necesario a las ánimas, sino serville con toda fidelidad, y que tenían por cierto que, desque Su Alteza fuese bien informado de lo que acá pasaba y lo que sobre ella habían ellos predicado, se ternía por bien servido y les daba las gracias.
Poco aprovechó la habla y razones della, que el santo varón dio en justificación del sermón, para satisfacellos y aplacallos del alteración que habían recebido en oír que no podían tener los indios, como los tenían, tiranizados, porque no era camino aquello para que su codicia se hartase; porque, quitados los indios, de todos sus deseos y sospiros quedaban defraudados; y así, cada uno de los que allí estaban, mayormente los principales, decía, enderezado al propósito, lo que se le antojaba. Convenían todos en que aquel padre se desdijese el domingo siguiente de lo que había predicado, y llegaron a tanta ceguedad, que les dijeron, si no lo hacían, que aparejasen sus pajuelas para se ir a embarcar e ir a España. Respondió el padre vicario: «Por cierto, señores, en eso podremos tener harto de poco trabajo». Y así era, cierto, porque sus alhajas no eran sino los hábitos de jerga muy basta que tenían vestidos, y unas mantas de la misma jerga con que se cobrían de noche; las camas eran unas varas puestas sobre unas horquetas que llaman cadalechos, y sobre ellas unos manojos de paja; lo que tocaba al recaudo de la misa y algunos librillos, que pudiera quizá caber todo en dos arcas.
Viendo en cuán poco tenían los siervos de Dios todas las especies que les ponían delante de amenazas, tornaron a blandear, como rogándoles que tornasen a mirar en ello, y que bien mirado, en otro sermón lo que se había dicho se moderase para satisfacer al pueblo, que había sido y estaba en grande manera escandalizado. Finalmente, insistiendo mucho en que para el primer sermón lo predicado se moderase y satisfaciese al pueblo, concedieron los padres, por despedirse ya dellos y dar fin a sus frívolas importunidades, que fuese así en buena hora, que el mismo padre fray Antón Montesino tornaría el domingo siguiente a predicar y tornaría a la materia y diría sobre lo que había predicado lo que mejor le pareciese y, en cuanto pudiese, trabajaría de los satisfacer, y todo lo dicho declarárselo; esto así concertado, fuéronse alegres con esta esperanza.

Capítulo V. Que trata de la misma materia

Publicaron ellos luego, o dellos algunos, que dejaban concertado con el vicario y con los demás, que el domingo siguiente de todo lo dicho se había de desdecir aquel fraile; y para oír aqueste sermón segundo no fue menester convidallos, porque no quedó persona en toda la ciudad que en la iglesia no se hallase, unos a otros convidándose que se fuesen a oír aquel fraile, que se había de desdecir de todo lo que había dicho el domingo pasado. Llegada la hora del sermón, subido en el púlpito, el tema que para fundamento de su retratación y desdecimiento se halló, fue una sentencia del Santo Job, en el capítulo 36, que comienza: Repetam scientiam meam a principio et sermones meos sine mendatio esse probabo: «Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y verdad, que el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas». Oído este su tema, ya vieron luego los más avisados adónde iba a parar, y fue harto sufrimiento dejalle de allí pasar. Comenzó a fundar su sermón y a referir todo lo que en el sermón pasado había predicado y a corroborar con más razones y autoridades lo que afirmó de tener injusta y tiránicamente aquellas gentes opresas y fatigadas, tornando a repetir su ciencia, que tuviesen por cierto no poderse salvar en aquel estado; por eso, que con tiempo se remediasen, haciéndoles saber que a hombre dellos no confesarían, más que a los que andaban salteando, y aquello publicasen y escribiesen a quien quisiesen a Castilla; en todo lo cual tenían por cierto que servían a Dios y no chico servicio hacían al rey. Acabado su sermón, fuese a su casa, y todo el pueblo en la iglesia quedó alborotado, gruñendo y muy peor que antes indignado contra los frailes, hallándose, de la vana e inicua esperanza que tuvieron que se habí...

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