Historia del año 1883
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Historia del año 1883

  1. 232 páginas
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Historia del año 1883

Descripción del libro

En Historia del año 1883 Emilio Castelar analiza en qué condiciones fue fundada la Internacional. En 1883 se creó una Comisión de Reformas Sociales en las Cortes con la misión de estudiar el problema social y proponer soluciones al Gobierno. Y en 1864 se celebró en Londres la 1ª Internacional, la clase obrera europea hablaba de su emancipación frente al capital. España, aunque no estuvo representada en Londres, celebró en junio de 1870 en Barcelona el I Congreso de la Sección española de la Internacional.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN de la versión impresa
9788498160239
ISBN del libro electrónico
9788498976748
Categoría
Historia

Capítulo III. Leon Gambetta

Parece imposible que, después de haber concentrado tanta vida en las altas cimas de la tribuna, le haya herido, como al más humilde y más silencioso de los mortales, el cetro de la muerte. Ayer aún, el mármol retemblaba vibrante bajo sus manos, como un altar consagrado por los cánticos y por las llamas; estremecíase bajo sus plantas el suelo como un volcán herido por los sacudimientos de las erupciones; innumerables muchedumbres pendían de sus labios abrasados por el fuego de la elocuencia; ejércitos ceñidos de ideas surgían al resuello tempestuoso de su titánico pecho; y hoy, horrible frío le hiela, inerte rigidez le postra, eterno silencio le posee, cual si enviado por Dios como sus espíritus angélicos a llevar el verbo divino por los espacios y verter en torno suyo el éter con su color y con su luz, se perdiera y encerrara como una triste oruga en el polvo frío de los mismos mundos surgidos al acento de su palabra. Yo le he visto golpeando sobre los bordes de la tribuna como el Titán sobre las cimas del Etna; yo le he oído despidiendo ideas tonantes que relampagueaban como las nubes del alto Sinaí. Parecía en aquellos minutos creadores, ese cadáver yerto, al empujar hacia adelante con su ímpetu soberano el río de los tiempos y adelantar las horas del humano progreso, disponer por completo y a su antojo de la insondable eternidad. Hoy la cabeza donde ardía la llama divina cae como una inerte piedra sobre las tablas de un ataúd oscuro, y el cuerpo que sustentara con sus espaldas la Francia y la República se desploma y se derrumba, confundiéndose, como los gusanos que habrán de devorarle, con la humilde tierra.
¡Oh! No pasa, no, un ilustre mortal así de pensamiento a polvo. La vida que ha latido en su seno y que ha derramado tantas ideas inmortales en el seno de la humanidad, no se desvanece como la niebla de la mañana o como el arrebol de la tarde. Cual queda su memoria viva en el tiempo, sube su esencia incomunicable a la eternidad. Todas las convenciones de sectas más o menos materialistas concluyen por estrellarse contra un misterio tan sublime como el misterio de la muerte. Al ver los labios que despedían el verbo divino, mudos, involuntariamente se convierten los ojos al cielo y adivinan por intuiciones sobrenaturales, sumergiéndose allá en la luz eterna, que así como no se explica todo por nuestra razón propia, no se concluye todo en nuestro mísero planeta. Quien ha dado tantas alas al espíritu, no se las dio para que se troncharan en el vacío; quien sembró de ideas la conciencia como de mundos el espacio, no las sembró para que fueran una sombra más añadida por el hado a las sombras del sepulcro. El aire vital y el calor eterno circundan nuestro globo, y el alma no puede, no, estar circuida de la nada. Los átomos van a continuar la circulación misteriosa de la vida, y el pensamiento no puede ir a sumarse, no, a las frías cenizas de un cementerio. Cuando se ven seres oscuros, nacidos en las ínfimas clases sociales, sin más fuerza que la voluntad, sin más guía que su vocación, huérfanos de todo amparo, destituidos de toda fortuna, saber subir con esfuerzo, entre la indiferencia de unos y el odio de otros, contrastados aquí, aborrecidos allí, calumniados en sus móviles, y llegar a las cimas de los Estados para disponer en la tribuna del alma de una generación y en el gobierno de la suerte de un pueblo, ejercitando un ministerio de que no se dan cuenta ellos mismos, y cumpliendo un fin para ellos mismos incomprensible, unas veces levantados a las alturas y otras veces hundidos en las profundidades por inexplicables encrespamientos, persuádese ¡oh! el alma menos reflexiva fácilmente a creer que hay en las sociedades como en el Universo una finalidad providencial y que rige a los hombres como rige a los mundos una ley dimanada indudablemente de la suprema y divina inteligencia, la cual advierte más y enseña más a quien menos la reconoce y la proclama.
Los que columbramos y advertimos el ministerio providencial de Gambetta, cuando solo sus condiscípulos más allegados le conocían en Francia; al considerar su vida, heroica verdaderamente, rompiendo con la pólvora de sus altas pasiones todos los obstáculos; su muerte, sobrevenida después de cumplir los destinos con que soñara en su buhardilla de mísero estudiante, nos confirmamos en dos ideas capitales de nuestro ser en la inmortalidad del alma espiritual y en la existencia de nuestro próvido Criador.
No había más que ver a Gambetta para descubrir en él su complexión verdadera, la complexión del combatiente. Naturaleza lo había forjado para las batallas. Su elocuencia misma fulminó más que iluminó. El exceso de sangre prestábale ardores continuos de guerra. El cuello grueso, las espaldas amplias, los brazos nervudos, los pulmones resonantes, la voz fragorosa, la melena desordenada, el ojo ardentísimo, el talante imperioso, el aire soberbio, acusaban el atleta cargado de frases tan cortantes como armas de una campaña perdurable. La hirviente sangre servíale para la tenaz y activa acción como sirven al movimiento de la máquina los hervores e impulsos del vapor. Alguna vez se le subía de súbito a la cabeza y le causaba vértigos increíbles de rabia y arrebatos cuasi dementes de odio. Pero, serenándose pronto, recobraba un fondo de dulzura inalterable, propio de aquel natural exaltadísimo, necesitado de un frecuente reposo. Así, lo mismo sus discursos que sus actos, inclinábanse, por una propensión de toda su naturaleza, incontrastablemente al combate. Su vida pública fue una guerra tenaz. Tres luchas homéricas la constituyen: primera, la lucha con el Imperio y sus cortesanos; segunda, la lucha con el extranjero y sus irrupciones; tercera, la lucha con los reaccionarios y sus maniobras. En el Cuerpo Legislativo, en el Hôtel de Ville, en la prefectura de Tours y en las elecciones subsiguientes de 16 de mayo, Gambetta, como Aquiles, empleó la eterna pasión del guerrero, empleó la cólera. De modo que Dios no había hecho, no, al grande hombre infeliz, ni para la victoria, ni para el reposo; lo había hecho para el combate; y en cuanto el combate concluyera se durmió en el eterno sueño y entró en la inmortalidad, como un ser que ha cumplido todo su ministerio providencial y ha realizado toda su épica obra.
Y, sin embargo, este hombre, tan ardoroso y valiente, dio a la democracia francesa con empeño tenacísimo el carácter legal que tuvo en los años próximos a su victoria, y que tanto le valió luego para gobernarse con calma en medio de los mayores peligros y reponerse pronto, sin apelar a la guerra civil, de los hipócritas atentados dirigidos contra su derecho por los últimos esfuerzos de la reacción espirante. Después de haber puesto en la frente del césar la marca del réprobo con su arenga indignada sobre el martirio de Baudin, como las muchedumbres, ansiosas de un pronto y súbito cambio, le pidieran que las acaudillara, no tanto en los comicios como en los combates, contestóles Gambetta que habían pasado los tiempos heroicos de la democracia francesa, y que precisaba esperarlo todo, primero, de los errores del enemigo, y después, de la fuerza del tiempo y del concurso de las circunstancias. Advenido al Congreso de su nación por el voto de colegios tan ardientes como los colegios de Marsella y de París, explicó a los suyos la naturaleza pacífica de un mandato recibido para pelear en la tribuna y no en las barricadas. Inútilmente las agitaciones crecían; los discursos de Flourens y de Rochefort tronaban; los funerales de Víctor Noir, asesinado por un príncipe de la familia imperial, sobrevenían como la coyuntura propicia de una revolución formidable; Gambetta mantenía su serenidad olímpica y conjuraba con esfuerzo a los suyos para que perseveraran firmes en ir a las discusiones del Parlamento y esquivar los combates de las calles. Se necesita subir con el pensamiento a tales tiempos y evocarlos y repetirlos con la memoria para estimar todo el valor que había Gambetta menester en aquellas ocasiones solemnes de furia revolucionaria.
¡Las calles! Nada tiene que hacer un diputado en las calles. Su mandato es legal; su oficio, de discusión, de ideas; su arma, la palabra y el voto; su barricada, la tribuna. Estos hábitos revolucionarios nos han perdido siempre y han malogrado nuestras más preciadas conquistas y nuestros días más propicios. Enseñándole al pueblo la perspectiva de una revolución, la cima de una barricada, se le acostumbra a esperarlo todo de la fuerza y a no librar nada, absolutamente nada, en el derecho. Y no hay necesidad de aguijonearlos para que vayan a la pelea a estos pueblos latinos, más prontos a buscar en un minuto la muerte por la libertad que a consagrar a la libertad toda la vida. Tienen el heroísmo de un momento, que improvisa soluciones brillantes, pero frágiles, verdaderos seres efímeros, y no tienen aquella perseverancia de los sajones, aquella tenacidad de los suizos, que trabajan medio siglo por conquistar una idea, por implantar una reforma; que mil veces vencidos vuelven a luchar en los comicios y en los Parlamentos, cual si nada hubiera pasado; y que no están jamás seguros de su victoria cuando ven triunfar sus ideas, sino cuando las ven aceptadas por la conciencia pública, queridas por la voluntad general, puestas bajo el amparo de todos los poderes públicos y por el concurso de todos los medios legítimos en el altar sacrosanto de las leyes. Luego, ¿a qué vais a prometer revoluciones a los pueblos en un día señalado, a una hora fija? ¿Tenéis en vuestras manos las fuerzas sociales? ¿Imagináis que se puede mover el mundo con la palanca de la voluntad individual, y que se pueden calcular los eclipses de la pública autoridad como se calculan los eclipses del Sol y de la Luna? Los tribunos, los escritores no tienen, como tenía el Júpiter antiguo, siempre el rayo hirviendo y centelleando a su lado; no tienen la revolución a su arbitrio. Ideas escapadas de muchas conciencias; efluvios esparcidos por muchas indomables aspiraciones; el trabajo lento de los tiempos; las combinaciones providenciales de los sucesos; algo que se escapa a la voluntad de los individuos y que entra en la categoría de los grandes elementos sociales, decide un cambio radical, una revolución, casi siempre alcanzada antes por la fuerza de las ideas y las cosas, que por las conjuraciones y los combates de los partidos políticos. El estallido de la revolución es un momento en el tiempo. Pero la condensación de las revoluciones exige largos años, a veces largos siglos. Sobre todo, se necesita una generación pronta al sacrificio y dispuesta por las generaciones anteriores. El hombre que se compromete a hacer una revolución en día dado por su esfuerzo solitario, por su propio ímpetu, por su fanatismo, su ambición o su despecho, es como los césares, semidioses de los antiguos, un verdadero insensato, que cree personificar él toda la sociedad.
Rochefort y Flourens la prometían; Gambetta la dejaba, con previsión, a los tiempos y a las circunstancias. Él y aquellos políticos, o menos fanfarrones, o más previsores, que no prometían la revolución para un momento dado, para un día fijo, caían de la estima del partido republicano en impopularidad verdaderamente triste, verdaderamente aflictiva, porque indicaba con qué asombrosa rapidez cambian las opiniones de los pueblos y los ánimos se pervierten. Una de aquellas noches del mes de noviembre de 1869, mes de ardor revolucionario, fue Gambetta, ídolo del pueblo en el mes de abril, a una de estas tempestuosas reuniones, y, como parecía natural a cuantos le rodeaban que subiera a la presidencia, subió. ¡Nunca lo hubiera hecho! La reunión protestó con estrépito, y el orador se vio obligado a decir con franqueza que no quería imponerse al pueblo y que esperaba la confirmación de su cargo. Le confirmaron; pero la elección de los individuos restantes de la Mesa produjo verdadero tumulto. Uno de los que más gritaban, de los más desaforados, de los más intransigentes; uno de esos que, no pudiendo llamar sobre si la atención por sus méritos, la llaman por sus extravagancias, y que a grito herido se decía enemigo de la propiedad individual y partidario de la política anárquica; demagogo de temperamento, comunista de tradición, fue nombrado de la Mesa, pero no tomó asiento, porque no quería mancharse con el contacto de un Gambetta, con el contacto de un traidor. A un republicano que sostenía el principio de que los diputados se nombran para el Parlamento y no para las calles, para las discusiones y no para los combates, le interrumpieron a injurias y le ahogaron el discurso en la garganta con los gritos y las vociferaciones de «¡viva Rochefort!», el expendedor y repartidor de revoluciones en día fijo, hora precisa y a domicilio. En cambio fue acogido con espasmos de frenético delirio un orador que, levantándose con las manos crispadas, los ojos centelleantes, la melena esparcida, ronca la voz, trémulo el acento de ira, preguntó a Gambetta qué respondía al epíteto de traidor. «El desprecio», debió decir el insigne repúblico. Pero en una de esas frases, tan admirables por su concisión como por su energía, dijo:
—No quiero contestar, porque no quiero ser presidente y acusado. No rebajaré la majestad del sufragio universal hasta defenderme contra el órgano de una minoría usurpadora.
¡Traidor! He aquí otra de las manías de los partidos revolucionarios en Europa; desacreditar a sus jefes, maldecir de ellos, ofenderlos, desautorizarlos, desoír sus consejos leales, burlarse de sus lecciones aprendidas en larga experiencia, ponerlos a los ojos de sus enemigos como vendidos al poder, como traidores a la causa del pueblo, que es su propia causa; y luego, cuando merced a todas estas faltas que son verdaderos crímenes, llega la hora de las desventuras y de las derrotas, fácilmente evitables con solo oír la voz del patriotismo y de la autoridad ganada en largos años, echar sobre ellos, los demolidos, los acusados, los puestos en la picota del ridículo, los abandonados de todos, el abrumador peso y la tremenda responsabilidad de las desgracias que han previsto, de las consecuencias que han anunciado, de los males que han querido a toda costa evitar a los suyos y de que son las primeras víctimas sin haber sido en ellos ni cómplices ni reos.
En medio de tantas dificultades, aunque asediado a la continua por el grito atronador de los intransigentes, Gambetta organizaba su partido, y de una manera muy sólida y muy firme, dentro de las leyes. La nueva era por el emperador Napoleón abierta con la designación del demócrata Ollivier para el gobierno y con la restauración del régimen parlamentario en las Cámaras, no bastó a desfruncir su altivo ceño ni a modificar su constante política. Irreconciliable con el Imperio, de quien desdeñaba con desdén verdadero hasta la devolución graciosa de los derechos arrebatados en la noche del 2 de diciembre, no quería salir, ni en imaginación, del camino de la legalidad. Esta resolución suya le obligaba con su complicado carácter a reprimir toda veleidad revolucionaria en las suyas y a descargar golpe sobre golpe con dureza sobre el Emperador y el Imperio. Los funerales de Víctor Noir, víctima de la familia imperial, no habían traído a París una revolución, como Rochefort esperara; mas habían traído a Rochefort un proceso. Periodista éste y diputado, se desquitaba con su graciosa y ligera pluma de las deficiencias de su torpe y pesadísima lengua. Y asesinado uno de sus redactores por la pistola de un príncipe de la sangre, asestó a toda la dinastía el rayo de su indignación. El artículo fue denunciado, y pedida naturalmente al Parlamento la indispensable autorización para intentar el proceso; demanda que dio coyuntura oportuna y brillante a Gambetta para esgrimir su hercúlea y atronadora elocuencia. La discusión de las autorizaciones fue tormentosísima. Los grandes oradores de la izquierda demostraron de la manera más evidente y más palmaria que aquel proceso era un trascendental error político. Hasta en los mismos grupos de la mayoría hubo un corazón bastante generoso y una palabra bastante levantada para pedir que se respetara en el diputado de la nación el principio de la soberanía nacional. Tanto honor cupo al honrado marqués de Piré, el cual pedía que se pusiera sobre la silla de la Presidencia el retrato de Borssy d’Anglas, aquel Presidente de la Convención, tranquilo cuando los fusiles apuntaban a su cabeza y a su pecho; tranquilo cuando las injurias más soeces y las amenazas más homicidas sonaban en sus oídos; tranquilo, al presentarle en una pica la cabeza del diputado Ferand, e inclinándose profundamente para saludar, bajo el sable de sus verdugos todavía teñido en sangre humeante, al mártir de las leyes. Estas palabras fueron tomadas por una extravagancia y desatendidas lo mismo de la mayoría que del Gobierno.
Pocos debates dan una idea tan clara de la genial elocuencia de Gambetta como este debate. Gravísimo incidente sobrevino. Emilio Ollivier añadió en el extracto oficial de un discurso dirigido a Leon Gambetta, cierta palabra no pronunciada en la sesión. El Ministro había dicho en la tribuna, dirigiéndose al Diputado: «necesitaríais un relámpago de patriotismo», y añadió en el extracto: «necesitaríais un relámpago de patriotismo y de conciencia». Gambetta se volvió airado contra tal adición, diciendo que no reconocía en nadie el derecho de calificar su conciencia, y mucho menos en quien la tenía tan cambiante y movediza. Las reclamaciones fueron ruidosas. Ollivier le dijo que se creía fuera del alcance de esos ataques, pensando que si la conciencia de monsieur Gambetta no hubiera estado por la pasión perturbada, jamás tratara de agraviarlo con aquellas injurias. «No os he dirigido ninguna injuria, decía Gambeta; os he recordado que no tenéis derecho para atacar mi conciencia. Os he dicho y os repito que no reconozco en una conciencia tan movediza como la vuestra, jurisdicción alguna sobre la mía, que es firmísima. No os disputo el derecho a cambiar de opinión; pero hay algo que no explicaréis jamás satisfactoriamente, y es el haber coincidido vuestro cambio con vuestra fortuna.» Magullado y maltrecho, el Ministro se limitó a responder, como quien sale del paso y burla el cuerpo, que no había necesidad de defender su entereza de carácter y su consecuencia política. Gambetta, cada vez más irritado, y cebándose en su presa con verdadero furor, le replicó: «Vuestros electores os han declarado indigno». «El ejercicio del poder, dijo Emilio Ollivier, es una carga pesada de conciencia.» «No, le replicó Gambetta, no es una carga de conciencia, es un cargo de corte.» «Desde 1857, solo he tenido un pensamiento, exclamó Ollivier, la libertad.» Gambetta le dijo: «Pero os habéis llamado republicano». «Yo, añadió Olivier, he cumplido mi juramento. En mil ochocientos sesenta y uno dije al Emperador que diera la libertad, y yo, aunque republicano, le seguiría y admiraría. La ha dado, y le sigo y le admiro. He cumplido mi promesa.» Después de estas palabras del Ministro, la mayoría pugnaba y gritaba para que se cerrase el debate. Gambetta no quería dejarle sin respuesta y hablaba en medio del tumulto. El Presidente pronunció estas palabras: «Llamo a M. Gambetta al orden». «Señor Presidente, está bien, dijo Gambetta; pero llamad antes a ese Ministro a la honra.»
En esto sobrevino una demostración práctica de que, obediente a su origen, el Imperio usa del Parlamento para caer en el plebiscito. La tribuna resonante, las Cámaras abiertas a una discusión continua, los partidos organizados ya y con sus jefes a la cabeza, los ministros cuasi responsables, la presidencia del Ministerio con una especie de autonomía peculiar, todas estas graves trasformaciones iban dando al régimen napoleónico todo el carácter de una república parlamentaria, cuando menos, de una monarquía representativa, y Napoleón III, metido mal de su grado en aquellas sirtes, comprendía que acababa el Imperio si desistía de su origen y dejaba en manos de los parlamentarios el carácter y la complexión de dictadura plebeya. No podía, no, llamarse nadie ya entonces a engaño. Napoleón revelaba todo el móvil de su política y todo el secreto de su plebiscito en las siguientes palabras: «Dadme nueva prueba de confianza, depositando en la urna un voto afirmativo, y conjuraréis las amenazas de la revolución, y asentaréis sobre sólidas bases la libertad, y haréis más fácil en lo porvenir la transmisión de la corona a mi hijo». En efecto, el asegurar la dinastía era todo el empeño de la política, todo el móvil de lo...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Capítulo I. Antecedentes necesarios
  4. Capítulo II. Serie lógica de las principales cuestiones Europeas
  5. Capítulo III. Leon Gambetta
  6. Capítulo IV. Los pretendientes al trono francés y otras cuestiones europeas
  7. Capítulo V. Las agitaciones socialistas y el gobierno republicano en Francia
  8. Capítulo VI. Los demagogos de Francia y los fenianos de Irlanda
  9. Capítulo VII. Las dos naciones ibéricas
  10. Capítulo VIII. El mes de mayo con sus muertos y con sus problemas
  11. Capítulo IX. La coronación del zar
  12. Capítulo X. Las postrimerías de Chamboard
  13. Capítulo XI. La muerte de Chambord
  14. Capítulo XII. La insurrección de Badajoz
  15. Capítulo XIII. Complicaciones europeas
  16. Capítulo XIV. Los viajes regios
  17. Capítulo XV. Cambios trascendentales en la política francesa
  18. Capítulo XVI. Satisfacciones a Inglaterra
  19. Capítulo XVII. Sucesos últimos del año 1883
  20. Libros a la carta