IX. El día de un albañil. El amor, el deporte, el alcohol, el teatro y la democracia
He seguido, pie con pie, durante un día entero, la vida de un albañil. La he tomado a las siete de la mañana, en su vivienda del bulevar Pushkin. Esta se reduce a una sola y pequeña habitación, encajada en la casa número 8 de la calle. La casa es grande, de dos pisos, tres patios, muy vieja y asaz desvencijada, del Moscú milenario. En ella he penetrado con el pretexto de buscar a una persona imaginaria. Mientras hacía tal averiguación, he observado a mis anchas al obrero, que acaba de saltar de su cama. Está con su compañera, una joven correctora de pruebas de la Pravda. No tienen hijos ni son casados. Su unión data de un año. ¿Se aman? ¡El amor!... ¡Qué contenido tan distinto posee esta palabra en Rusia! Entre nosotros, el amor, en realidad, no existe sino muy raramente. Llamamos amor a una simple simpatía, hija directa de un interés económico o de cualquiera otra especie, pero que nada tiene que ver con el mundo afectivo. Una mujer concibe esa simpatía partiendo siempre de una cualidad del hombre, extraña a los valores determinantes del sentimiento. Lo propio acontece con el hombre respecto de la mujer. Esa cualidad puede ser la riqueza, la posición mundana o la simple posibilidad de obtener, tarde o temprano, una u otra cosa. Dentro de las relaciones burguesas, solo excepcionalmente nace esa simpatía fuera de estas perspectivas. Una persona que ama a otra, huérfana ésta de posición económica o social, pasa por una extravagante o insensata. Amar a un descamisado, a una persona que apenas gana para no perecer de hambre o que carece de nombre y brillo social, o que no llegará nunca a conseguirlos, ni a mejores entradas económicas, constituye una locura o un desplante. El acomodado o aristócrata va siempre a una acomodada o aristócrata, y el que no es ni una ni otra cosa, se esfuerza o es sensible a la tentación de amar a la que lo es. Las más de las veces, los sujetos de este «amor» no se dan cuenta exacta de estos verdaderos basamentos de sus relaciones. El hombre o la mujer, en estos casos, creen descubrir en la persona amada un conjunto de encantos y atractivos personales, y, al parecer, propios y entrañables de su contextura espiritual e íntima. «Yo no le amo —se dicen sinceramente a sí mismos— por su situación social o económica, sino por sus prendas morales. Si un día se quedase sin dinero o sin nombre mundano, yo le seguiría amando.» De ello están estos «amantes» convencidos. Pero estos «amantes» no saben que esas prendas de la persona amada proceden directamente de la posición económica o social. Y no lo saben, porque la relación de causa a efecto entre esta posición y aquellas prendas es más o menos mediata y oculta, aunque siempre directa e indiscutible.
Otras veces los sujetos de este «amor» se dan perfectamente cuenta del carácter social o económico y extra-afectivo de sus relaciones. Esto ocurre en las más altas esferas mundanas de la burguesía o de la nobleza, mientras que el caso del párrafo anterior ocurre en la pequeña y mediana burguesía.
¿Por qué se desfigura y se desnaturaliza así el amor en el mundo capitalista? Ello obedece posiblemente al individualismo desenfrenado de las gentes. Este individualismo ha engendrado un sinnúmero de apetitos y preocupaciones egoístas: el afán de distinguirse de los otros, aventajándolos a todo precio; la vanidad, la concupiscencia, el sibaritismo, la pereza con todos sus vicios y cobardías. Obedeciendo a estas preocupaciones, el amor —si así puede llamarse entre nosotros este apetito— es clasista, es decir, que el hombre y la mujer de una clase social se unen únicamente a la mujer y al hombre de su misma clase; nadie quiere descender de posición. Solo de cuando en cuando, repito, se salta de clase. Pero en este caso no es la persona de clase elevada la que desciende, sino que es la de clase inferior la que asciende. Lo que no quita que a la primera se la juzgue, como hemos dicho ya, como una insensata o amiga de lo raro. Por regla general, estos saltos de clase aparecen tan irregulares y locos a los ojos de todos, que los interesados prefieren sostener ocultas tales relaciones, como un crimen o algo vergonzoso e inconfesable. Tal es el caso de las pasiones entre el señor y su sierva, entre el patrón y su sirvienta, entre la señora y su cochero o entre el gerente de un banco y su dactilógrafa.
En Rusia, el amor ha dejado de ser clasista, desde el momento en que han desaparecido las clases sociales. Social y económicamente, todos son iguales. El individualismo y sus apetitos derivados tienen un freno dentro de un nuevo equilibrio colectivo y dentro de un nuevo orden jurídico y moral. El trabajo es obligatorio. No hay tiempo para el ocio ni gusto por los refinamientos. A la vanidad ha sucedido el orgullo, en la acepción colectiva de la palabra. El hombre y la mujer, por consiguiente, están liberados de toda preocupación o perspectiva económica y social para elegir a la compañera o al compañero. El punto de partida y de inspiración del amor radica por entero en otra parte: en el mundo afectivo. Dentro de este mundo, la libertad de elección sentimental es absoluta e inalienable. Cuando un hombre está unido a una mujer, se supone que lo está por el amor, puesto que no hay otra cosa o interés que pueda unirlos. Prueba de la base exclusivamente sentimental de esta unión son las innumerables parejas de un gran escritor y una cobradora de tranvía, de un director de sindicato y una portera de hotel o de una periodista y un picapedrero. Y estas uniones no son ocultas ni vergonzosas, sino francas, y muchas de ellas legales. De esta manera, es el amor el que también contribuye a borrar definitivamente las diferencias o barreras morales creadas arbitrariamente en régimen burgués por las clases dominantes entre los diversos géneros de trabajo. En Rusia, ante el amor, todos los trabajos, oficios y profesiones son iguales y dignos.
El albañil que habita en esta estrecha pieza con la periodista de la Pravda, debe, pues, amarla y ser por ella amado. De otro modo, no puedo concebir que vivan juntos y compartan un mismo lecho diariamente. ¿Qué otro vínculo puede haber entre ellos? ¿Una simple simpatía fisiológica? Acaso. Pero para durar un año, esta simpatía fisiológica debe ser, sin duda, fuerte, sana, profunda. De otro lado se siente en sus palabras y maneras que hay una gran fraternidad entre ellos. Ella le habla y obra espontáneamente. El se muestra un tanto paternal. Ambos son alegres, ágiles, infantiles. Ríen y juegan mientras se lavan y visten para ir al trabajo.
Mi intérprete y yo nos hemos sentado a verles. El ruso soviético es más cordial que el ruso de antes. Se da al desconocido inmediatamente y sin reservas. Algunos periodistas extranjeros aluden a la atmósfera secreta, cohibida y de cuartel en que se vive bajo la dictadura proletaria. Por mi parte, yo no he hallado dicha atmósfera en ninguno de mis viajes a Rusia. Al contrario, por todas partes las gentes, particulares y oficiales, se brindan al recién llegado con una franca y alegre espontaneidad. La habitación del albañil tiene pocos muebles. Es modesta, aunque alegre. Está situada en el segundo patio de la casa y en el piso bajo. Comunica, a izquierda y a derecha, con el resto de la casa, donde habitan otras familias o parejas. La cama es un diván muy bajo y rústico. Hay, además, una mesita pegada a la pared, con libros y revistas en ruso y en alemán. Al frente, una burda silla de madera y una caja, que parece un baúl o un banco para sentarse. Sobre los muros blanqueados, fotografías de Lenin, Stalin, Vorochilov, Rikof, en tarjetas postales y en recortes de revistas. El albañil y su compañera han salido a lavarse al patio y vuelven secándose y canturreando.
—¿No tienen baño? —les pregunto.
—En la casa, no. Es una casa vieja y completamente incómoda, herencia del zarismo. Pero el baño lo tomamos donde trabajamos, a las cuatro de la tarde, antes del almuerzo.
—¿Y el desayuno?
—En la cooperativa de la esquina.
Ella toma un libro de la mesa: El leninismo teórico y práctico, de Stalin, y se dispone a salir. Sus ropas de vestir son ligeras. Se las ha puesto casi todas ante nosotros. La falda es tan corta como la de cualquier midinette de la rue Saint-Honoré. Colores vivos y contrapuestos. Medias blancas de algodón. Calzado negro con tacón de deporte inglés. Cabellera corta, bajo una boina azul y de bordes estrechos. Un escote cuadrado, hasta el nacimiento de los senos. Después, un abrigo gris y delgado, sin piel. Y ningún maquillaje. De talle mediano, fornida, vivaz, el cutis rosado, los ademanes rotundos y hondamente femeninos, la cabeza echada atrás con gracia casi campesina, la mujer del albañil está ya lista para salir. No cesa de hablar y de reír. Hojea el libro y dice a la intérprete con firmeza y entusiasmo:
—¿Has leído ayer el artículo del compañero Stalin en la Isveztia?
—No —le contesta la rusa no bolchevique.
—¡Muy notable! Ahí habla de los teorizantes marxistas y sus defectos escolásticos.
Un ardiente diálogo se entabla entre las dos mujeres. El albañil está también ya listo. Su traje es aún más esquemático que el de su compañera. Un pantalón, una pelliza con cuello de astracán y una burda camisa amarilla. Va sin sombrero. Este no es ciertamente el uniforme proletario de las edificaciones de Chicago, con su blusa standard, sus bolsillos standard y su gorra standard. Tampoco son éstas las prendas de vestir que las fábricas de zapatos, de blusas, de camisas y de gorras yanquis obsequian a las compañías constructoras para sus obreros, con la sola condición de que luzcan estos artículos las iniciales o letreros de publicidad en colores de dichos almacenes. El traje del albañil es apenas un objeto de confección de los sindicatos soviéticos, pero no es un uniforme. Y no lo...