Prólogo
Considerando lo que he peregrinado del mundo, con tantos méritos ganados y con tanto tiempo perdido, ya en España, ya en las Indias mexicanas, ya en la China, en el Japón, y por centro de todo esto en el primero del Perú que es Panamá, donde me ves encerrado, perdidas mis esperanzas; he sacado casi de la sepultura la pluma para referir mis tormentas en esos discursos, haciendo lo que el Predicador famoso, que de la letra del Evangelio, saca provecho a las gentes. De todo me hace tratar la esperanza. Coja el lector lo que le pareciera a su propósito, y no desestime lo demás; que los gustos son varios, y lo que desagrada a los unos, apetece a los otros. Y es cierto, que si hubiese yertos, no lo serán de la voluntad.
Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco —que se halló en diferentes cuadernos y papeles sueltos—, de lo que sucedió volviendo de gobernador y capitán general de las Filipinas, y de la arribada que tuvo en el Japón, donde se hallan cosas muy particulares, que por estar cualquiera ansioso, se empleará en leerla, suplicando pase de lo que no le pareciere muy posible, y si su curiosidad adelantare en quererlo averiguar, hallará muchos autores y libros que se lo acrediten, es lo que se sigue
El año de 1608, a 30 de septiembre, día del Glorioso San Jerónimo, se perdió la nao San Francisco, en la que yo salí de las Filipinas, habiendo servido allí a Vuestra majestad en el Gobierno de ellas, y aunque las tormentas y naufragios que hasta este punto se padecieron eran copiosas para hacer una larga relación, no sé si en sesenta y cinco días que duró la navegación, hasta que llegó esta desdichada hora, se han pasado en la mar del norte ni en la del sur, mayores desventuras. El fin de ellas y principio de otras fue hacerse pedazos la nao en unos arrecifes en la cabeza del Japón en 35° y medio de altura, con yerro de tan gran perjuicio en todas las cartas de marear por donde hasta allí se había navegado, que pintaban esta cabeza del Japón en 33° y medio: en suma, por esta razón o por la original y verdadera que fue cumpliese la voluntad de Dios, se perdió este galeón con dos millones de hacienda, y desde las diez de la noche que bajó en tierra, hasta otro día después de amanecido media hora, todos los que escapamos estuvimos colgados de la jarcias y cuerdas, porque la nao se fue partiendo en pedazos, y el más animoso expresaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar de entre los demás que nos libramos con tan gran misericordia de Dios, saliendo unos en maderos, otros en tablas, y los que se quedaron últimamente en un pedazo de la popa que fue el más fuerte, y por más rico alguno (que sacó), digo entre muchos, que sacó camisa, no sabiendo nadie si era isla despoblada, o en qué paraje caía, porque según la altura, los pilotos decían que no podía ser del Japón, mandé a dos marineros que subieran arriba y descubriesen algo de la tierra, y al poco rato volvieron pidiéndome albricias de que había sembrados de arroz. Pero caso que esto aseguraba la comida, no las vidas de los que allí íbamos sin armas ni defensa humana, si por desgracia la gente de la isla no fuerala que fue, que dentro de un cuarto de hora, parecieron japoneses, nueva de sumo gusto y alegría universal, pero particularmente para mí, porque siendo gobernador de las Filipinas, y hallando que la Real Audiencia que antes de mi llegada gobernaba, tenía presos doscientos japoneses con causa, que debían de justificarse cuando se prendieron, pero a la sazón tenía razones favorables de parte de ellos, con que me determiné, no solo a sacarlos de la cárcel, sino a darles embarcación y pasaje seguro para su tierra. De que el emperador se me había mostrado notablemente agradecido, hice seguro juicio de que no olvidaría esto, y siempre tuve las esforzadas esperanzas de su gratitud, que después vi cumplida. Llegaron cinco o seis japoneses de los que digo a nosotros, lastimándose por palabras y demostraciones mucho de vernos así, y mediante un Japón cristiano que se perdió conmigo, yo les pregunté dónde estábamos, y ellos en breves razones respondieron que en el Japón, y en un pueblo suyo llamado Yubanda, que caía legua y media de allí, para donde partimos con un aire delgado y frío, porque el de aquellas islas es riguroso en invierno, cuyo principio comenzaba ya, y con la poca ropa que llevamos llegamos al pueblo, una aldea de las postreras de aquella villa. Pienso que la más sola y pobre de todo el reino, porque no tenía más de trescientos vecinos vasallos del señor, fino de bondad. Que aunque en renta no de los prósperos de allá, señor de muchos vasallos y lugares, y de una fortaleza inexpugnable, de la que trataré más adelante.
Habiendo llegado a este lugarejo, el intérprete de su nación que conmigo iba, les dijo que yo era el gobernador de Luzón, que así se llamaban las Filipinas, y comenzó nuestro discurso desgraciado, del que ellos se enternecieron, y las mujeres lloraban, que son por ese extremo compasivas, y así nació de ellas el pedir a sus maridos que nos prestasen algunas ropas que llaman quimones, forradas de algodón, como lo hicieron liberalmente. A mí me las dieron, y el sustento de que ellos gozan, que es arroz, y algunas legumbres de rábanos y berenjenas, y aunque varias veces pescado, que en aquella costa se pesca dificultosamente. Luego dieron noticia al señor de su pueblo, que vivía a 6 leguas de allí, y éste mandó que me regalasen, pero que no me dejasen salir, ni a ninguno de los que conmigo venían. Y antes de comunicármelo hicieron una junta, y de ella salió determinado que nos pasasen a todos a cuchillo, de lo que me dio cuenta el huésped de mi posada. Dios, que nos había librado de mayores tempestades, aplacó también aquélla, y dentro de tres o cuatro días vino con grandísima autoridad a visitarme, señor de aquellas tierras, trayéndome delante de sí más de trescientos hombres, con insignias diferentes, como la del Dayre, rey del Japón, a cada uno de estos señores conforme a su calidad y estado: los más de estos hombres que le acompañaban, venían con lanzas y arcabuces, y unas que llaman nanguinatas, que parecen algo a las alabardas que acá veíamos, aunque son de acero y más fuerza y mejores. Envióme a decir antes de entrar en el lugar con un criado suyo que entró acompañado de más de treinta personas, que venía a verme, y habiéndole yo respondido el gusto que con su visita recibiría, salió a dar la respuesta a su amo. Al poco rato vino otro con más acompañamiento y mayor autoridad que el primero. Este entró a verme.
El recado que me dio fue que el Tono su Señor me besaba las manos. ¡Que ya estaba en el lugar!, ¡que mientras se iba acercando mayor contento tenía de haberme de ver! A mí me pareció que para cumplir con el uso de la tierra, estaba obligado a mandar un criado a visitarle, el cual le encontró cerca de mi posada. Habiéndole recibido muy amigable y amorosamente, le respondió como pudiera el mayor cortesano de Madrid. Apeóse de un caballo muy lindo que llevaba, y allí llamó otro criado, y éste entró con mayor autoridad que ninguno de los demás a decirme que venía. Salí a recibirle, y en viéndome, se paró, e hizo una cortesía con la mano y con la cabeza que es semejante a una reverencia de las que por acá se acostumbran.
Porfió gran rato conmigo sobre quién había de ir en mejor lugar; que así como entre los españoles es la mano derecha, en el Japón no, sino con la izquierda, porque dicen que aquél es el lado de la espada. Que a quien se fía, ha de ser mi grande amigo. Al fin me puso por fuerza en el mejor lugar, y al entrar por la puerta, siempre me la dio; que también tienen por mayor comedimiento quedarse a la postre, porque dicen que si no es de un grande amigo, no se puede nadie fiar a rostro vuelto. Llegando a sentarnos hizo lo mismo, mejorándome el asiento y comenzó a darme el pésame de mis penalidades, con tan discretas razones y tan buenos conceptos, que no me puso en poco cuidado de no responderle. Trájome de presente cuatro ropas, que como he dicho, se llaman quimones, forrados de algodón de damasco, y telas diferentes guarnecidas en oro y seda.
Muy curiosas y galanas según su modo y traje. También me dio una espada que llaman castrana, y una vaca y unas gallinas, y frutas de su tierra, que son extremadas; y vino de arroz, que después del que se hace de uvas, no sé que haya otro que le llegase. Aunque este presente no fue pequeño, hizo una grandeza digna de contarse, que mandó que hasta que el emperador diese orden en lo que debía de hacerse de mí, de trescientos hombres que era los que allí estábamos, nos dieron de comer a todos a su costa, como lo hicieron durante treinta y siete días que duró el estar en su pueblo. Diome licencia para mandar dos personas al príncipe y al emperador con la nueva de mi suceso, como lo hice, despachando al alférez Antón Pequeño y al capitán Cevicos, con cartas, dándoles cuenta de ello. Y aunque la corte del príncipe, estaba a 40 leguas de allí, en la ciudad de Sendo, de ella a la de Surunga, donde reside su padre el emperador, hay otras 40, y materia tan nueva no podía dejar subió conmigo otros cuarenta o cincuenta pasos donde comenzaba el palacio y casa del Tono, el cual me estaba esperando fuera, y habiéndome hablado y dicho que fuese bienvenido a su casa, se adelantó y pasó cinco o seis salas y piezas más adelante, dejando algunos criados que me fueron guiando. Estos aposentos eran todos de madera, porque en los que duermen y habitan de ordinario los grandes señores en el Japón, temiendo los temblores, no los hacen de piedra, pero los labran con gran primor, y tienen tan diversos matices de oro, plata y colores, no solo en el techo pero desde el suelo hasta arriba, que siempre halla la vista en qué ocuparse. Llegué a una pieza donde el Tono estaba, y después de habernos sentado y parlado un rato, me mostró su armería que parecía más de rey que de caballero particular. Luego se hizo hora de comer y él se levantó y me trajo el primer plato, costumbre muy recibida en Japón, en que muestran el amor que tienen a sus huéspedes. Hubo de carne, pescado y fruta, abundancia de todos regalos. Habiéndose alzado la mesa, y descansado un rato, yo me despedí para ir, a dormir a 2 leguas de allí, y él me dio un caballo de paso regulado. Y desde este día hasta que después volviendo a la corte del príncipe seis meses más adelante le vi en ella, siempre me escribió y continuó el trato de amistad con que había comenzado.
En 30 leguas, pocas más o menos que caminé hasta la ciudad de Sendo, que como he dicho, es la corte del príncipe, no hallé cosa notable que poder escribir, que aunque los lugares eran mayores y la multitud de la gente, de manera que nos ponía admiración como después veréis, tanto más de esto puédese bien pasar entre renglones, en todas partes nos hospedaron, agasajaron y regalaron con el amor que pudieran al más estimado de su rey y reino. El día que hube de entrar en la corte y famosa ciudad de Sendo, salieron muchos caballeros a pedirme que fuese su huésped, y no pude hacer esta elección, porque por orden del príncipe me tenían posada, a la cual llegué a las cinco de la tarde, tan acompañado de gente que salió a recibirme de la ciudad, que con la novedad de los forasteros, personas y trajes que otra vez, no habían visto, iba infinita, de suerte que fue menester detenerlos y hacer fuerza en las calles con ser más bien anchas, para pasar adelante. Corrió la voz de manera de los recién llegados, que en ocho días que la primera vez que estuve en esta ciudad, no me dejaban sosegar un momento, y aunque las visitas de gente principa...