III
A la mañana siguiente comenzaron a acaronar sus bestias para proseguir el viaje.
Enormes nubarrones oscuros manchaban por retazos el cielo azul, y en la playa reventaba el río con voz hasta entonces desconocida por los costeños.
—Tengan cuidado, el río está de avenida. Será mejor que se queden —les aconsejó el valluno, entre interesado y compasivo.
Los viajeros no hicieron caso. Desde el albergue de Choque se veía la playa, y por ella caminaban algunos viandantes.
Partieron.
Ya en la playa, les impresionó el aspecto de la corriente.
Las aguas, ahora lodosas, corrían vertiginosamente, chocando con los enormes pedrones de granito y alzándose en tumbos altos y de siniestro aspecto. En sitios parecían amansarse y se deslizaban formando ondulaciones; pero era imposible seguirlas en su precipitado curso, porque pronto se cansaban los ojos.
Los sunichos tomaron el partido de incorporarse a un grupo de viajeros vallunos que de la ciudad iban camino de sus pagos, y eran los solos que llevaban su ruta, porque los demás marchaban playa arriba, en opuesto sentido; pero bien pronto se quedaron los amigos sin compañía, porque los vallunos conducían mulas avezadas en esos caminos, y los menguados borricos de los puneños, acostumbrados a caminar por la pampa, no podían igualarles en el paso, aunque se había disminuido considerablemente el peso de su carga.
Al alejarse, uno de los vallunos se volvió hacia los puneños y les gritó, dominando el ruido de las aguas:
—Si se quedan, tengan cuidado. Puede cogerlos la mazamorra.
Serían, poco más o menos, las nueve de la mañana. El cielo se había limpiado de nubes y el Sol lucía con extraordinario esplendor sobre la osamenta rocosa de esos cerros, que tan pronto caían escarpados sobre la playa, estrechando al río en angostos callejones, como se abrían indolentes, presentando sus flancos fecundos al brazo del hombre, que los había cubierto con viñedos y huertas de árboles frutales.
Llegaron a un vado. El río mostrábase dividido en diversos brazos, reunidos entre sí por la huella de los viajeros, húmeda todavía, y fácil les fue a los sunichos atravesar los primeros, mas en el último, uno de los asnos fue cogido por una piedra y cayó al agua. Manuno corrió a levantarlo antes de que lo arrastrase la corriente que a los pocos metros volvía a juntarse, y, tras largos esfuerzos, pudo ponerlo en pie y ayudarle a ganar la orilla.
Andaba apenas el borriquillo: la piedra le había desgarrado la piel del corvejón, y el hueso blanqueaba entre el rojizo pelaje.
Le quitaron la carga y se la repartieron entre Quilco y Agiali. Manuno les dijo:
—Sigan caminando. Yo me quedaré a vendarle y déjenme los burros cansados. Si no los alcanzo de pronto, me esperan. Ustedes no conocen esto y pueden caer en algún mal paso.
Así lo hicieron, y a la media legua se les reunió un valluno.
Era un hombre entrado en edad, alto, seco, de nariz afilada, labios delgados y airoso continente. Vestía con cierta elegancia y sus ropas hablaban del buen estado de su bolsa.
Al ver a los costeños, detuvo el paso y los saludó con inusitada cortesanía.
—Buenos días, tatai —respondieron humildemente los sunichos, con esa humildad del indio cuando se encuentra lejos de su comarca.
—¿Dónde?
—A Usi.
—¿Y de dónde?
—Del lago.
—Dicen que allá no andan bien las cosechas.
—Hace tres años. En éste creo que ni las semillas hemos de sacar. ¿Y por aquí?
—¡Psh! Las heladas cayeron a destiempo y secaron las flores primerizas; pero hubo algo. Son los pájaros, que nos ocasionan mayores daños. En ese mundo también hay hambre.
—Lo mismo que allá arriba; los gusanos se lo comen todo.
—¿Y han de tardar mucho?
—Según. Si no encontramos granos en Usi, pasamos a Cohoni.
—Van lejos. Seguramente llevarán carnes saladas y quesos para cambiar.
—Un poco de pescado y charqui y casi nada de chalonas. Este año tampoco hubo ganado para degollar: el muyumuyu ha acabado con él.
—Dicen que es un mal terrible. Felizmente, no lo conocemos por acá.
—Es contagioso y ataca en grupo. A lo mejor, las ovejas comienzan a girar sobre las patas, dan algunas vueltas y caen como fulminadas.
—Será alguna maldición.
—Seguro. Por eso no comemos su carne; pero... ¡ja, ja, ja!... los otros, no.
Los «otros» eran los blancos, y así lo comprendió el valluno.
Ahora seguían por un angosto sendero que caracoleaba entre peñascos de granito, blancos y rojos, y aspirando el áspero perfume de unas plantas de hoja clara y flor amarilla.
El valluno, que dijo llamarse Cisco (Francisco), abrió su bolsa, cogió algunas hojas de coca, quitóles de un pellizco el rabo, hizo con ellas la señal de la cruz sobre su boca y las mordió, haciendo crujir sus dientes blanquísimos, agudos y limpios como los de un perro joven. Luego cascó un retazo de lejía, y sosteniendo con ambas manos la bolsa abierta, presentó su ofrenda a sus compañeros.
—Luego ¿no conocen estos parajes? —inquirió cerrando la bolsa y colgándosela de la faja.
—Nosotros, no; pero sí Manuno —repuso Agiali.
—¿Y dónde está ese Manuno?
—Se ha quedado atrás, con los burros cansados. No tardará en darnos encuentro.
—¡Hum! Burro que se cansa, no corre ni apura en playas. Yo les aconsejo no adelantarse mucho.
—¿Por qué?
—Porque estos caminos no son como los de allá arriba. Allá todo es parejo, limpio, claro. El cielo se extiende a lo lejos y caso de venir la tempestad, se la esquiva o se la soporta, pero sin riesgo. Acá, no; hay que aguantarla. En la pampa, cuando se tropieza con una ciénaga o un mal paso, se rodea, se busca otro camino; acá hay uno solo que corre junto a las aguas, y éstas lo borran cuando vienen un poco gruesas, y entonces hay que abrírselo por entre las peñas y los troncos secos. Esto no es como aquello. Es más difícil... Pero vayan a atajar la recua; me parece que el vado no está practicable.
Agiali corrió y detuvo a los asnos al borde de las aguas.
Corrían tumultuosas y ...