Literatura de Santo Domingo
La isla de Santo Domingo —territorio dividido ahora entre dos naciones pequeñas, la República Dominicana, de idioma español, y la República de Haití, de idioma francés— antes del Descubrimiento estuvo poblada en su mayor parte por indios pacíficos que hablaban una de las muchas lenguas de la familia arahuaca, el taíno: solo habían alcanzado cultura rudimentaria; su lengua desapareció, legando unos centenares de palabras al castellano de las Antillas, y de su poesía solo quedan noticias. El «areíto» —palabra que los españoles pronunciaron después «areito»— era su danza cantada; a juzgar por las descripciones del padre Las Casas y de Oviedo, los había rituales, históricos, festivos.
En países como México, Guatemala, el Perú, la poesía, la música, la danza, las representaciones dramáticas de los indios sobrevivieron y a veces se mezclaron con las que trajo el español. Nada de eso sucedió —que sepamos— en Santo Domingo. Los comienzos de literatura de que puede ocuparse la historia hay que buscarlos en los escritos de descubridores y conquistadores. La literatura de idioma castellano comienza para Santo Domingo con el Diario del viaje de Colón, en el extracto del padre Las Casas, y con las cartas —a los Reyes Católicos y a Sánchez y Santángel— en que narra el Descubrimiento. Contienen descripciones vivaces. Entre 1493 y 1494, el médico andaluz Diego Álvarez Chanca, en carta al Cabildo de Sevilla, da las primeras descripciones de fauna y flora de América, con intento de precisión científica; poco después el jerónimo catalán fray Román Pané recoge observaciones sobre creencias religiosas de los indios.
En diez años, los españoles sojuzgan con poco esfuerzo a los indios, y para 1505 tienen fundadas diecisiete poblaciones de tipo europeo, sin contar las fortalezas: la Isla Española vino a ser el centro de la transplantada cultura occidental durante treinta años, y su principal ciudad, Santo Domingo, fundada en 1496, será la capital del Mar Caribe hasta mediados del siglo XVIII. Pronto se establece allí el gobierno general de América: de 1509 a 1526, Diego Colón, el hijo del Descubridor, es virrey de las Indias con asiento en Santo Domingo; después de su muerte, la corona de España suprime el virreinato y divide la administración de las nuevas tierras. Santo Domingo, con su Real Audiencia, ejercía jurisdicción sobre las islas del Mar Caribe y parte de la costa septentrional de la América del Sur. Jurisdicción semejante ejerce, en el orden eclesiástico, su arquidiócesis (obispado en 1503; arzobispado en 1545), primada de las Indias, y, en la cultura intelectual, su Universidad de Santo Tomás de Aquino, el antiguo colegio de los frailes dominicos, que desde 1538 adquiere categoría universitaria: junto a ella existió, con menor brillo, la de Santiago de la Paz, fundada en 1540. La ciudad se llamó Atenas del Nuevo Mundo. Albergó, a veces largo tiempo, a los grandes exploradores y conquistadores: Hernán Cortés —que fue escribano en la Villa de Azua—, Diego Velázquez de Cuéllar, Juan Ponce de León, Rodrigo de Bastidas, Alonso de Hojeda, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Alvarado, Francisco Pizarro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Hubo allí eminentes obispos y arzobispos, desde el humanista italiano Alessandro Geraldini (1455-1524), a quien debemos los primeros versos en latín escritos en el Nuevo Mundo, hasta fray Fernando de Carvajal y Rivera (1633-1701), buen prosador conceptista. El Convento de Predicadores tuvo vida gloriosa: dos de sus fundadores, fray Pedro de Córdoba y fray Antón de Montesinos, abrieron la campaña en favor de los indios; el episodio de los dos memorables sermones iniciales del padre Montesinos está contado en la Historia de las Indias, del padre Las Casas. De allí salieron los fundadores de multitud de conventos en América: entre ellos, fray Domingo de Betanzos, fray Tomás Ortiz, fray Tomás de Torre, fray Tomás de San Martín, fray Tomás de Berlanga, fray Pedro de Angulo. Allí se inicia en la predicación fray Alonso de Cabrera, uno de los grandes oradores del siglo XVI. Allí profesó fray Bartolomé de las Casas, que recogió como herencia la campaña de los fundadores. El Convento de la Merced dio albergue al creador de Don Juan, Tirso de Molina, que allí ejerció de maestro cerca de tres años (1616-1618). Hubo también erasmistas, como Lázaro Bejarano, y hasta protestantes.
De los muchos escritores europeos que allí vivieron, los más unidos a la isla, los que más largamente escribieron sobre ella, fueron fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), con su Historia de las Indias y su Apologética historia y Gonzalo Fernández de Oviedo (1479-1557), con su Historia general y natural de las Indias y el Sumario que la precedió (1526).
Desde el siglo XVI la isla produce escritores: los principales, fray Alonso de Espinosa, de quien solo sabemos que comentó el salmo Eructauit cor meum...; el canónigo Cristóbal de Liendo (1527-1584), hijo del arquitecto montañés Rodrigo Gil de Liendo; el predicador fray Alonso Pacheco, provincial de los agustinos en el Perú; el mercedario erasmista fray Diego Ramírez; el padre Cristóbal de Llerena, de quien nos queda un agudo entremés, que fue representado en la Catedral (1588) y contiene acerbas críticas de la vida pública de la colonia; las más antiguas poetisas de América, doña Elvira de Mendoza y Sor Leonor de Ovando (escribía desde antes de 1580; vivía aún en 1609), que sabía ascender hasta el más afinado conceptismo devoto:
Y sé que por mí sola padeciera
y a mí sola me hubiera redimido
si sola en este mundo me criara
Del siglo XVII conservamos pocos escritos, pero muchos nombres de escritores: entre ellos, Tomás Rodríguez de Sosa, Luis Jerónimo de Alcocer, fray Diego Martínez, Baltasar Fernández de Castro, Tomasina de Leiva y Mosquera. Según Isaiah Thomas, el bibliógrafo norteamericano, entonces se introdujo allí la imprenta; pero solo se conocen impresos dominicanos muy posteriores.
En el siglo XVIII se distinguen Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768), autor del primer bosquejo, escrito en rica prosa, de Historia de la isla y Catedral de Cuba, donde fue obispo y tuvo valerosa actitud, bien recordada ante los ingleses que invadieron La Habana en 1762; el padre Antonio Sánchez Valverde (1729-1790) que, en su tratado El Predicador (Madrid 1782) intenta corregir los entonces frecuentes abusos de la oratoria sagrada (eran los tiempos de «fray Gerundio»), y que en su Idea del valor de la Isla Española (Madrid, 1785) aboga en favor de su tierra, descuidada por la metrópoli; Jacobo de Villaurrutia (1757-1833), polígrafo a quien interesaron muchas de las grandes y de las pequeñas cuestiones humanas y la situación de los obreros hasta el progreso del teatro y de la prensa: sus variadas publicaciones abarcan desde una selección de pensamientos de Marco Aurelio (Madrid, 1786), hasta la traducción de una novela inglesa de Frances Sheridan (Alcalá de Henares, 1792); con Carlos María de Bustamante fundó el primer Diario de México (1805).
De 1795 a 1844 la isla sufre graves trastornos. Consecuencias: la porción francesa, Saint-Domingue, se hace independiente bajo el nombre de Haití (1804); la porción española, Santo Domingo, se hace independiente en 1821, la invaden los haitianos, recobra la independencia en 1844, y toma el nombre de República Dominicana. Durante esos cincuenta años de convulsión hubo emigraciones numerosas, principalmente a Cuba, adonde los dominicanos llevaron la cultura entonces superior de Santo Domingo: «para el Camagüey y Oriente —dice el escritor cubano Manuel de la Cruz— fueron verdaderos civilizadores». De las familias emigrantes proceden José María Heredia, el gran poeta de Cuba (y después su primo y homónimo el poeta cubano-francés) y Domingo del Monte, que presidió durante años, con su cultura amplísima, la vida literaria de Cuba. Nativos de Santo Domingo eran, entre los muchos hombres de letras que pasaron la mayor parte de su vida fuera de su patria, José Francisco Heredia (1776-1829), cuyas Memorias sobre las revoluciones de Venezuela (1810-1815) cuentan entre los mejores libros históricos del período de luchas en favor de la independencia de América (era el padre del «Cantor del Niágara»); Antonio del Monte y Tejada (1783-1861), que escribió con elegante estilo una Historia de Santo Domingo (I, La Habana, 1853; completa, Santo Domingo, 1890-1892); Esteban Pichardo (1799-c. 1880), geógrafo y lexicógrafo, autor del primero —y uno de los mejores— entre los diccionarios de regionalismos de América; Francisco Muñoz Del Monte (1800-c. 1865), poeta y ensayista de buena cultura filosófica; el naturalista Manuel de Monteverde (1795-1871), según el ilustre cubano Varona «hombre de estupendo talento y saber enciclopédico», que entre otras cosas escribió unas deliciosas cartas sobre el cultivo de las flores; Francisco Javier Foxá (1816-c...