Episodios nacionales II. El terror de 1824
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Episodios nacionales II. El terror de 1824

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Episodios nacionales II. El terror de 1824

Descripción del libro

El terror de 1824 es la séptima novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.La novela hace referencia a los meses inmediatamente posteriores al triunfo del absolutismo tras el periodo conocido como Trienio Liberal. La maquinaria represiva del rey Fernando VII se pone en marcha. Su objetivo: no dejar títere con cabeza.El terror de 1824 tiene dos protagonistas: el maestro Sarmiento, inflamado liberal en pleno tiempo de dominio y represalias absolutistas, y Sola, esa chica huérfana protegida por Salvador Monsalud, el cual, actualmente, se encuentra en Londres, exiliado. Sarmiento, un nuevo Quijote enloquecido ante el fracaso de las ideas liberales, el cual ha perdido a su hijo en la guerra, es cuidado por Sola, hija de un antiguo antagonista político del maestro, y, ambos, se encontrarán envueltos en una conspiración liberal con la que no tienen nada que ver. Condenados a muerte, Sola será salvada in extremis por su rival amorosa, Genara, mientras que Sarmiento acabará muriendo ahorcado. Pérez Galdós perfila una espléndida evolución del personaje, desde el ridículo más sangriento hasta la lúcida dignidad ante la inmerecida muerte, y nos ofrece una auténtica defensa de la libertad constitucional y un ataque a la monarquía del período posterior al Trienio Liberal.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788490072516
Categoría
Literatura
XXVIII
Poniendo sobre todas las cosas su anhelante deseo de llegar pronto al fin de la jornada vital, que era el comienzo de su triunfo, Sarmiento deploraba que la justicia de aquellos tiempos hubiese fijado en cuarenta y ocho horas el plazo de la preparación religiosa. Con diez o doce horas había bastante, según él. Los dos frailes que le asistían aprovecharon la ocasión de su soledad para hablarle recio en el negocio de la salvación, logrando que don Patricio atendiese a él, y consintiera en oír el trasnochado sermoncillo que preparado traía el padre Salmón. Después de comer, cuando Sola vencida por el cansancio había cedido al sueño y dormitaba sentada, el padre Alelí logró hacerse oír de Sarmiento con mayor interés. Por la noche pareció que el espíritu del buen viejo se recogía y como que se amilanaba algún tanto, mostrándose además en su rostro y cuerpo cierto desmayo o fatiga. El patriota no permanecía ya en pie, sino recostado con abandono en el sillón, fijando la vista en el suelo cual si cayera en meditación taciturna. Silencio profundísimo reinaba en la cárcel; las velas se habían consumido mucho y ardían en el último cabo de ellas, elevando entre la vacilante luz el negro pábilo caduco, y derramando cera amarilla en grandes chorros sobre los candeleros y sobre el altar. El Crucifijo y la Dolorosa parecían entregados a un sopor misterioso. Nunca, como en aquella tristísima hora, había parecido la capilla lúgubre y conmovedora. Su ambiente de panteón daba frío, su luz tenue convidaba a morirse y enterrarse. Era la madrugada del último día.
No fue insensible el espíritu de Sarmiento a esta influencia externa, y conociéndolo Alelí, le dijo que ya le quedaban pocas horas; que viese lo que hacía si no deseaba arder perpetuamente en los infiernos. Al oír esto, mirole Sarmiento con desdén y levantándose del sillón, se puso de rodillas.
—Puesto que Su Paternidad quiere que confiese, confesaré —dijo lacónicamente.
—No es preciso que se arrodille usted, hermano mío —indicó el buen fraile levantándole—. En estos casos permitimos al penitente que haga la confesión sentado para evitarle cansancio.
—Yo prefiero estar de rodillas, porque no soy de alfeñique —dijo el reo volviéndose a hincar—. Ahora, si Vuestra Paternidad tiene oídos, oiga... Yo amo a Dios sobre todas las cosas. ¿Cómo no amarle, si es fuente de todo bien, manantial de toda idea, origen de toda vida? Él dio la idea moral al mundo, y el mundo, después de mil luchas, disputas y sangre, aceptó la ley moral que felizmente lo rige. Después le dio la idea política, es decir, la libertad, para que se gobernase, y todavía el mundo no la ha aceptado en su totalidad. Estamos en la época de la predicación, del martirio...
—Basta —dijo Alelí con enfado—. Está usted profanando el nombre de Dios con absurdas afirmaciones. Poco adelantamos por ese camino, hermano querido. Confiese usted su amor a Dios, sin mezcla de extravagancia alguna. Me basta con eso por ahora, y adelante.
—Confieso —añadió el penitente—, que con frecuencia he jurado su santo nombre en vano, y además que he usado votos y ternos raros, pues adquirí tiempo ha la pícara costumbre de sacar a todo el Chilindrón y la Chilindraina; pero, con perdón de Vuestra Reverencia, creo que pecados como este no llevan a casa de Pedro Botero. Tampoco he santificado las fiestas como está mandado... Desidia, pura desidia y abandono. En el cuarto, ¿qué he de decir sino que jamás he faltado a él ni en pensamiento? Pues en lo de matar, si alguien perdió por mí la vida fue en leal acción de guerra y cuando el honor de mi bandera me lo mandaba así. No obstante, un pecado grave tengo en lo tocante a este mandamiento, y ese lo voy a confesar aquí con la boca y con el corazón, porque ha tiempo pesa sobre mi conciencia, y aunque estoy muy arrepentido, paréceme que jamás logro echar de mí la mancha y peso que me dejó. Hallándose preso y encadenado un vecino mío, padre de esta joven que me acompaña, pidió un vaso de agua y se lo negué. ¡Qué infame bellaquería! Pero válgame mi contrición sincera y el cariño ardiente que después he puesto en la bendita hija de aquel desgraciado.
—Adelante —murmuró Alelí satisfecho de que hubiese algún pecado evidente que justificase su ministerio.
—Del sexto no diré más sino que después de la muerte de mi Refugio, que acaeció hace veintidós años, he observado castidad absoluta, a pesar de ser solicitado para faltar a aquella preciosa virtud por más de una hembra que no debió de mirarme cual saco de paja. Tampoco he robado jamás a nadie ni el valor de un alfiler, y en el ramo de mentir si alguna vez falté a la verdad fue en negocios baladís y de poca monta.
—Alto, alto —dijo Alelí con interés sumo, viendo llegado el tema que abordar quería—. Usted ha mentido, y ha mentido gravemente por sistema sosteniendo un papel engañoso con la terquedad del hombre más perverso. Es opinión general que usted se finge demente, poseyendo en realidad un claro juicio; es público y notorio, y así consta en la causa, que todos esos disparates con que ha divertido a Madrid son obra del talento más astuto, para poder vivir en una sociedad que proscribe a los revolucionarios. Vamos a ver, hermano mío, repare usted delante de quién está, mire esa imagen sacratísima, considere que le restan pocas horas de vida, considere que ya no es posible la mentira, y ábrame su corazón y arroje la máscara y dígame si en efecto este hombre exaltado que vemos es un hábil histrión. ¡Ah! hermano mío, aseguran que usted sostiene su papel, esperando que le indulten por tonto... ¡error, error, porque no es ese el camino del indulto! Más fácil le sería conseguirlo con una confesión franca de su pecado... Al menos haciéndolo así, tendrá el perdón de Dios y la gloria eterna.
—¡Yo farsante, yo histrión, yo...! ¡yo! —exclamó Sarmiento clavando ambas manos, como garras, en su pecho.
Miraba al padre Alelí con los ojos encendidos y con expresión de sorpresa, que bien pronto se tornó en amargo desdén.
—Usted no me comprende... —dijo levantándose—. Vaya usted a confesar colegiales, señor padre Alelí. Me confesaré solo.
Y arrodillándose delante del altar, alzó las manos y sin quitar los ojos del Crucifijo, habló así:
—Señor, Tú que me conoces no necesitas oír de mi boca lo que siente mi corazón, que pronto dará su último latido dejándome libre. Sabes que te adoro, que te reverencio, y que ejecuto puntualmente la misión que me señalaste en el mundo. Sabes que la idea de la libertad enviada por Ti para que la difundiéramos, fue mi norte y mi guía. Sabes que por ella vivo y por ella muero. Sabes que si cometí faltas, me he arrepentido de ellas con grandísima congoja. Sabes que perdono de todo corazón a mis enemigos, y que me dispongo a rogar por ellos, cuando mi espíritu pueda hablar sin boca y ver sin necesidad de ojos. Mi confesión está hecha públicamente. Óigala todo el que tiene oídos.
Y después volviéndose al fraile que enfrente y absorto le miraba, díjole:
—Ahora, padre Alelí, espero que no tendrá Vuestra Paternidad reverendísima inconveniente alguno en darme el pan Eucarístico. Bien se ve que puedo recibir a Dios dentro de mí. Estoy puro de toda mancha: soy como los ángeles.
Entonces viose una cosa extraña, que por lo extraña ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. Libros a la carta