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La literatura francesa. La Transición
Descripción del libro
La literatura francesa. La Transición. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
La Transición
I. Fin del romanticismo. Si hay un período que debe llamarse de transición. El orden cronológico y las individualidades. Carácter cosmopolita del romanticismo. Francia se reconoce y diferencia, concentrando, mediante la evolución hacia el realismo, su espíritu nacional. Influencias extranjeras. La novela como género-tipo de dos períodos
En la primera parte de esta obra traté del romanticismo en Francia a grandes rasgos, fijándome solo en las tendencias más marcadas, en las figuras más significativas y las corrientes más caudales. Necesario me fue omitir nombres y hechos que tienen valor, pero que darían a estos estudios proporciones exageradas. Claro es que en la selección de hechos y nombres influye poderosamente el criterio personal, y a él he obedecido, hablando más despacio de lo que a mi juicio revestía superior importancia; pero, a título de justificación de mis preferencias, ante quienes estén algo versados en las tres fases, germinal, expansiva y decadente, del movimiento romántico, alegaré que las figuras principales para mí fueron las que lo son para todos: Chateaubriand, madama de Staël, Lamartine, Alfredo de Musset, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Jorge Sand, Teófilo Gautier. En España suenan familiarmente tales nombres, aunque su biografía, su crítica y sus escritos sean harto menos conocidos de lo que suele afirmarse; aunque se les juzgue mucho de memoria y de oídas y su labor literaria no haya sido expresamente estudiada hasta el día, que yo sepa, por pluma española, a excepción de la de Menéndez y Pelayo (que consideró al romanticismo francés desde el punto de vista de las ideas estéticas), y aunque el olvido en que cae lo moderno (especialmente lo moderno, al parecer más accesible) vaya envolviendo, si no los nombres, los fastos y las glorias de esa gran generación tan vibrante, tan apasionada, que entre los accesos de su calentura acariciaba aquella ilusión magnífica que doró los albores del pasado siglo, ilusión de poesía y de libertad.
Entendí también que el movimiento romántico no se explicaría sin ciertos factores que a él concurrieron; por eso traté de la reacción religiosa, del neocatolicismo, representado por nombres tan claros como los de Chateaubriand, Veuillot, Bonald, de Maistre, Ozanam y Lamennais. La transformación de los estudios históricos por el advenimiento de la escuela pintoresca, a que dio vida el genio de Walter Scott, merecía capítulo aparte, y se lo consagré. Por último, cité la aparición de otra forma literaria, que, en rigor, es patrimonio del siglo XIX: la crítica, con su doble carácter objetivo e intuitivo, tema sobre el cual habrá que insistir, pues requiere mayor espacio, y cada día se impone con superiores títulos a la reflexión y hasta al sentimiento estético.
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European Literary CollectionsXI. El teatro. Los moralistas. Emilio Augier. Alejandro Dumas, hijo
Recordemos, una vez más, y no será la última, que hemos de prescindir de ajustarnos a un orden cronológico riguroso en estos estudios.
La mayor parte de las obras teatrales que nombraremos, se estrenaron después de 1850, fecha en que el advenimiento del realismo y casi del naturalismo es un hecho; y, sin embargo, no pertenecen al período naturalista; no se manifiestan contra él (lo cual las situaría dentro del mismo momento, como están unidos dos combatientes mientras combaten), sino fuera de él; y, rigurosamente, corresponden al periodo de transición.
Dijo con gran justeza un historiador literario que, «de 1825 a 1845, el romanticismo dota a Francia de una poesía y trata inútilmente de darle un teatro; y, de 1875 a 1895, el naturalismo, habiendo creado una forma nueva de novela, quiere implantarse en la escena, y se estrella, como le había sucedido al romanticismo. Los cuarenta años que separan a estas dos tentativas abortadas, pertenecen a Augier y a Dumas».
Figura Emilio Augier entre esa generación de literatos a quienes los Orleanes se complacieron en proteger y apadrinar, a quienes siguió distinguiendo Napoleón III, y que, durante el achatado reinado de Luis Felipe, y en la tarea de proscribir el romanticismo y preconizar la sensatez, habían contraído mezquindades y limitaciones. Cuando Augier se declaró admirador de Ponsard, y en la disputa de clásicos y románticos se inscribió en las filas de los secuaces del «buen sentido», fue prenda de su adhesión, no una tragedia, sino una comedia clásica, La Cicuta, que pasa por su obra maestra. En ella el moralista se vale de una fábula encantadora: el hastiado Clinias, que se apresta a morir bebiendo la verde papilla, renuncia a suicidarse y a su misantrópico aburrimiento, al rozarle con sus alas el verdadero amor de una esclava humilde. Esta idea la ha reproducido Sinkiewicz en un episodio de su novela más famosa. El personaje de Augier es réplica a los Renés y los Adolfos del romanticismo, por los cuales dijo Musset, en su Confesión de un hijo del siglo: «Semejante a la peste asiática exhalada por los vapores del Ganges, la horrenda desesperanza adelanta a pasos gigantescos. Chateaubriand, príncipe de la poesía, cobijando al espantoso ídolo bajo su manto de peregrino, lo había colocado en un altar de mármol, entre perfumes; y los hijos del siglo, llenos de inútil vigor, enderezaban las ociosas manos y bebían en copa estéril el emponzoñado brebaje». Esa ponzoña es la que Augier, en La Cicuta, les arranca para acercar a sus labios el manantial de amor. Amar, sentir, luchar y quizás sufrir, ahí está el remedio,
Después del fracaso de otra comedia, El hombre de bien, Augier permaneció tres años disponiéndose a probar fortuna con La aventurera. La aventurera no tiene el encanto de La Cicuta; su moraleja es vulgar, y se reduce, en sustancia, a que los viejos no deben enamorarse y menos de una buscona que sale no se sabe de dónde, y que les hace cara por su dinero, o, como la aventurera, por adquirir posición y respetabilidad mediante el matrimonio; pero la clase media, la gente seria y respetable, vio en la obra una censura de las malas costumbres, un panegírico de la vida de familia y de los hogares honrados, y no fue menester más: la fama de Augier, fundada con La Cicuta, quedó consagrada.
No he llegado a persuadirme, ciertamente, de que ni la clase media ni el justo medio fuesen mejores que otras clases y otros sistemas de gobierno; pero, representando también la transición en lo social, su exigencia era el orden, contra la anarquía romántica. Hay un género de hipocresía colectiva, que es espontánea, en que todos inciden, y que sirve de pantalla a vicios sin poesía y a corrupciones mansas, a la sombra de la ley. No se olvide que la sociedad bajo Luis Felipe (La aventurera es de 1848) es la misma que Balzac retrató de mano maestra y sin optimismo. Las sociedades, en la literatura, y más especialmente en el teatro, rara vez han querido aceptar la imagen real de sí propias, sino —como las viejas que se retocan y engalanan— de lo que desearían ser. Augier, el más burgués (a pesar de Scribe) de los autores dramáticos, cifra la moral en la familia, pero —según la acertada observación de mi ilustre amigo Doumic— no funda esa constitución y solidez de la familia en ninguna sanción religiosa. Es un ciudadano de 1840, que ha leído a Voltaire y desconfía de los jesuitas ocultos en la sombra, tramando contra el mundo moderno misteriosas conjuras. Quisiera transcribir el párrafo entero, por lo agudamente que analiza la mentalidad burguesa, cuya cristalización es el tantas veces proclamado buen sentido. En resumen, Augier, sumiéndose en esa corriente general, tenía que lograr adueñarse del público.
Gabriela, condenación del adulterio lírico que el romanticismo había puesto de moda y que tan admirablemente iba a disecar Flaubert en Madama Bovary, ayudó a sentar la fama de Augier. Los burgueses, en arte filisteos, molestados por la idea de que no eran poéticos, de que sus esposas les veían siempre con gorro de algodón encasquetado, agradecieron infinitamente saber que el padre de familia es un gran poeta y que la consorte, desengañada, se arroja a sus pies y proclama que le adora. Si no era Augier el dramaturgo del Concilio de Trento, no puede negarse que fue el del Código civil.
Las primeras obras de Augier estaban en verso, y sin que deba contársele entre los poetas de alto vuelo, se muestra agradable versificador. El verso, hasta entonces, dominaba en el teatro; en verso habían escrito clásicos y románticos; la transición y el drama burgués pedían prosa, y en eso como en todo ofrecía ejemplos Scribe. Envuelto en su rico manto bordado de parlamentos e imágenes, moría el teatro romántico y con él el verso... hasta que lo resucitase Rostand.
Recompensada Gabriela con el premio Montyon, Augier tenía señalada su ruta. La mayoría no anhelaba solamente que se vindicase y consolidase a instituciones sociales como el matrimonio y la familia, sino que las instituciones políticas afianzasen el orden, constantemente amenazado por las asonadas y las predicaciones sediciosas. No era posible restaurar a los Borbones, porque la burguesía estaba infiltrada de liberalismo, y en cuanto a los Orleanes, acababan de ser arrojados del trono entre escenas punto menos atroces y sanguinarias que las que precedieron a la caída de Luis XVI. Con la desaparición de la Monarquía de julio, la burguesía quedaba vencida, derrotada en su régimen favorito, y presa de los temores que justificaba la fermentación obrera y aquel riesgo anunciado por Tocqueville; que las pasiones, de políticas, se habían transformado en sociales, y las ideas y doctrinas propagadas no iban contra determinado gobierno, sino contra la sociedad en su base misma. Se deseaba el «escobazo», y se confiaba en que lo administrase el príncipe Presidente Luis Napoleón. Quizás no se definía bien la aspiración al segundo Imperio, aunque la soñasen los elementos bonapartistas; quizás se hubiese conformado la burguesía con que la segunda República entrase por la senda de la estabilidad, sin peligro demagógico. Sin embargo, el Imperio tenía preparado el terreno, y el golpe de Estado tranquilizó; fue una sedación y un alivio. La sociedad del segundo Imperio, la más notada de corrupción, causa de la mala reputación de París y de Francia en general, poseída de la fiebre de las especulaciones equívocas, minada por el lujo excéntrico, ofrecía al moralista ancho campo. Nunca mejor ocasión para la sátira de costumbres.
En este momento colabora con Emilio Augier Julio Sandeau. Augier no descuella por la inventiva, y necesita que le sugieran ideas; él las desenvolverá. Sus mejores obras las escribe en colaboración. El yerno del señor Poirier no es todavía un dardo contra la sociedad del Imperio; es la antigua cuestión, hija del movimiento revolucionario de 1793, el combate de talegas contra blasones. Si a alguien satiriza Augier, es a los burgueses vanidosos, y el señor de Poirier es trasunto del divertido héroe molieresco. Desde este punto de vista, la comedia, una de las mejores en su género, vuelve a la tradición clásica, al fondo humano, y censura una flaqueza de todos los tiempos, la vanidad (hoy diríamos el esnobismo). Poirier, el burgués enriquecido, quisiera ser diputado y par de Francia; para lograrlo, casa a su hija con un noble arruinado, pero de gran familia territorial, y el pugilato entre el suegro y el yerno tiene verdadero sabor cómico, de buena ley, y la lección es sabia; la sátira del dramaturgo burgués, esta vez, alcanza a los burgueses; verdad que la idea era, lo sabemos, de Sandeau, a quien se ha calificado de «un poco chuan».
En La boda de Olimpia aparece una vez más la cuestión de la redención de la cortesana.
Como Barriére, como Feuillet, Augier vota en contra: la cortesana no es redimible. Ni otra cosa pudiera decir el apologista de la familia. De esta vez no se trata de la romántica redención por el amor, la de Marion Delorme y Margarita Gautier, sino de la rehabilitación por el matrimonio, el decoro y la respetabilidad: la aspiración de la baronesa de Ange en El semi-mundo. No es de creer, por lo tanto, que La boda de Olimpia sea una impugnación de La dama de las camelias; la cuestión se sitúa en terreno bien distinto.
Desde luego, la tesis pesimista de Augier ofrece más garantías; pero no todas las cortesanas lo son por gusto, ni sienten irresistiblemente la atracción del vicio, «la nostalgia del cieno». El desenlace de la obra, el pistoletazo que suprime a Olimpia, presagia el célebre «mátala» de La mujer de Claudio.
La crítica efectiva de la sociedad del Imperio empieza con Las elegantes pobres. La novedad y fuerza de la comedia, consiste en que, lejos de presentar la conocida antítesis del hogar puro y santo y el mundo del pecado, donde se agitan las cortesanas destructoras del matrimonio, es en el mismo seno del hogar, al amparo del santuario burgués, donde el caso infeccioso aparece Solo Asmodeo, que levanta las tejas para sorprender el secreto de la vida doméstica, pudiera decir cuanto encierra de verdad terrible la tesis de Las elegantes pobres. Augier, en esa comedia, puso el dedo en una llaga social auténtica, quizás antigua, pero que, bajo el Imperio, se descubre sin recato, justamente porque, triunfante la burguesía y establecida una igualdad imposible; desarrollado el gusto del lujo, el problema tenía que surgir. El antiguo hogar en que se hilaba, no existe. A la aristocracia se le han quitado sus privilegios; y ya toda mujer quiere vestirse y vivir como las duquesas de antaño o las millonarias actuales. Y llegan las Serafinas, las lionnes sin dinero, que lo buscan en el bolsillo del amante, mientras el marido, extasiado, admira la habilidad de su mujercita para lucir gastando poco. Que el daño no se concretó a la sociedad del Imperio; que, bajo la tercer república, la gangrena sigue avanzando, nos lo demostraría, si demostración necesitase, una obra de Bernstein bien conocida en España, El ladrón. Como sabemos, la protagonista de El ladrón no es una entretenida, pero es una elegante pobre en toda regla, que, en competencia y roce con amigos ricos, roba para sostener su lujo, para encajes y trapos. La censura de Augier, de Dumas en La mujer de Claudio, de todo moralista que ve el riesgo en ese continuo culto a la moda costosa, insensata, niveladora de clases y fortunas, esa adoración del pingo y del bibelot, que fomentará la industria, pero, no cabe dudarlo, desquicia la conciencia, poco o nada ha conseguido atajar el daño, hoy extendido a toda Europa y supongo que también al Nuevo Continente, en sus mayores focos de civilización.
Con menos talento, pero con mayor habilidad que Augier, había de tocar esta misma cuestión Sardou, años después, en La familia Benoîton: el lujo del París imperial, en vez de caracterizarse en el sentido de ...
Índice
- Créditos
- Brevísima presentación
- Al conde de Romanones, en prenda de gratitud y afecto,
- I. Fin del romanticismo. Si hay un período que debe llamarse de transición. El orden cronológico y las individualidades. Carácter cosmopolita del romanticismo. Francia se reconoce y diferencia, concentrando, mediante la evolución hacia el realismo, su espíritu nacional. Influencias extranjeras. La novela como género-tipo de dos períodos
- II. La novela. Stendhal. La glorificación de la energía. Fama póstuma. Rojo y negro. El análisis. La cristalización
- III. La novela. Próspero Mérimée. Doble corriente épica: el historiador, el novelista, el cuentista. El realismo local. La novela regional en Mérimée
- IV. La novela. El lirismo evoluciona y predomina el elemento épico, histórico y social. El mundo que ha de retratar Balzac. Balzac. Su temperamento. Su vida
- V. La novela. Balzac. La «Comedia humana»
- VI. La novela. Balzac. La personalidad literaria
- VII. La novela. Balzac. Sus ideas políticas, sociales y religiosas. Su influencia
- VIII. La novela social durante la transición. Del lirismo anárquico al humanitarismo: Jorge Sand. El pesimismo socialista: Soulié. Eugenio Sue. La sátira y el buen sentido: Reybaud
- IX. La novela. El idealismo sano y sentimental. Como se deriva del romanticismo. Lamartine. Saintine. Julio Sandeau. Octavio Feuillet. Cherbuliez
- X. El teatro. La resurrección de la tragedia: Ponsard. El advenimiento de la comedia: Scribe. El lirismo y la fantasía. Alfredo de Musset. La sátira de las costumbres: Feuillet, Barrere, Sandeau. Restos de romanticismo: Jorge Sand
- XI. El teatro. Los moralistas. Emilio Augier. Alejandro Dumas, hijo
- XII. La poesía lírica durante la transición. Teófilo Gautier y el arte por el arte. La forma y el lenguaje. Mal del siglo e influencia española. Lamartine: su segunda y última época de poeta lírico. La política: Víctor Hugo en el destierro. El romanticismo, vencido en la escena, se defiende y sobrevive en la poesía lírica. Los Castigos y las Contemplaciones
- XIII. La crítica: su importancia creciente. Teófilo Gautier: orígenes del impresionismo. Sainte Beuve: su servidumbre y emancipación. Su elasticidad.Influencia de Vinet. Sainte Beuve impopular. La política. El método de Sainte Beuve
- XIV. La crítica. Los discípulos de Gautier: Pablo de San Víctor, Montégut, Schérer. Una influencia general: Francisco Sarcey. Hipólito Taine: el momento; los primeros «intelectuales»; la invasión de la ciencia. El sistema de Taine. Digresión. Objeciones. Personalidad de Taine. Juicio de Sainte Beuve. Taine filósofo. Sus mejores obras. Renán. ¿Es un crítico?
- Epílogo
- Libros a la carta