Programa de los principios políticos que en México ha profesado el partido del progreso, y de la manera con que una sección de este partido pretendió hacerlos valor en la administración de 1833 a 1834
Cuanto se ha intentado, comenzado o concluido en la administración de 1833 a 1834 ha sido obra de convicciones íntimas y profundas de las necesidades del país y de un plan arreglado para satisfacerlas en todas sus partes. El programa de la administración Farías es el que abraza los principios siguientes: 1.º libertad absoluta de opiniones, y supresión de las leyes represivas de la prensa; 2.º abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia; 3.º supresión de las instituciones monásticas, y de todas las leyes que atribuyen al Clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc.; 4.º reconocimiento, clasificación y consolidación de la deuda pública, designación de fondos para pagar desde luego su renta, y de hipotecas para amortizarla más adelante; 5.º medidas para hacer cesar y reparar la bancarrota de la propiedad territorial, para aumentar el número de propietarios territoriales, fomentar la circulación de este ramo de la riqueza pública y facilitar medios de subsistir y adelantar a las clases indigentes, sin ofender ni tocar en nada al derecho de los particulares; 6.º mejora del estado moral de las clases populares, por la destrucción del monopolio del clero en la educación pública, por la difusión de los medios de aprender y la inculcación de los deberes sociales, por la formación de museos conservatorios de artes y bibliotecas públicas, y por la creación de establecimientos de enseñanza para la literatura clásica, de las ciencias y la moral; 7.º abolición de la pena capital para todos los delitos políticos, y aquellos que no tuviesen el carácter de un asesinato de hecho pensado; 8.º garantía de la integridad del territorio por la creación de colonias que tuviesen por base el idioma, usos y costumbres mexicanas. Estos principios son los que constituyen en México el símbolo político de todos los hombres que profesan el progreso, ardientes o moderados; solo resta que hacer patente contra los hombres del retroceso la necesidad de adoptarlos; y contra los moderados, la de hacerlo por medidas prontas y enérgicas, como se practicó de 1833 a 1834.
1.º Libertad absoluta de opiniones, y supresión de las leyes represivas de la prensa
La libertad de opiniones no debe confundirse con la tolerancia de cultos: la primera es hoy una necesidad real e indeclinable en el país, que demanda garantías para su seguridad; la segunda puede y debe diferirse indefinidamente en razón de que no habiendo Mexicanos que profesen otro culto que el católico romano, tampoco hay como en otros países hechos urgentes que funden la necesidad de garantirlos. Nadie es hoy reconvenido en México por la simple expresión de sus opiniones políticas o religiosas emitidas por la vía de la palabra; éste es un hecho general y consumado de algunos años atrás, que ha venido a establecer una posesión a la que no podía atentarse sin poner en riesgo el orden social. Pero contra esta posesión y contra el hecho que la funda existen leyes vigentes cuya ejecución se halla confiada al clero y a sus tribunales, que nadie desconocerá son los menos imparciales, previsivos y conocedores del estado moral de la nación. Algunos casos de este celo inconsiderado ocurridos en la administración Alamán que contribuyeron no poco a la revolución de 32 probaban la posibilidad de evocar estas leyes olvidadas, y la necesidad de revocarlas.
En cuanto a las leyes represivas de la libertad de la prensa en lo político, hoy es enteramente averiguado que si no es por casos raros y en circunstancias pasajeras son nocivas e ineficaces. Nocivas porque establecen principios favoritos que se erigen en dogmas políticos, y que suelen ser y de facto han sido muchas veces errores perniciosísimos; porque destruyen o desvirtúan el principio elemental del sistema representativo que es la censura de los principios y de los funcionarios públicos; y porque, no pudiendo dichas leyes someterse a conceptos precisos, es necesario ocurrir a términos vagos (de incitación directa o indirecta a la desobediencia; en primero, segundo o tercer grado), términos que dan lugar a la irritación de las pasiones, consecuencia precisa de la arbitrariedad a que exponen a los jueces. Dichas leyes son ineficaces porque aún no se ha logrado atinar con el medio de que tengan efecto; si un escrito es acusado, la defensa repite y amplifica su contenido, se imprime también, y la autoridad lejos de disminuir aumenta los motivos de sus temores; si el impreso es absuelto, el gobierno queda mal puesto, y si es condenado, no importa, otros muchos dirán lo mismo empezando por la defensa; además, hasta ahora no se ha hallado medio de acertar con el verdadero autor, y éste queda siempre en disposición de repetir sus ataques y eludir los golpes de autoridad con que se le amenaza.
Las leyes restrictivas de la prensa en lo religioso carecen absolutamente de objeto: hoy no se discuten dogmas en público, y cada cual vive y muere en los de su iglesia sin molestar a los demás; nadie se atrevería a iniciar una cuestión de esta clase porque se quedaría solo: unos verían con indiferencia y otros con desagrado semejante discusión, que en nada mejoraría el estado social y que ofendería hasta la delicadeza de una buena educación. Pasó el tiempo en que la masa del público se ocupaba de controversias; estas cuestiones se agitan entre un corto número de sabios y en libros que no lee la multitud porque no tiene gusto ni capacidad para ello. Lo dicho se entiende de impresos que versan sobre materias verdaderamente religiosas, y no de las que abusivamente se llaman tales, como la tolerancia y las reformas del clero en orden al fuero y bienes que goza por disposición de la ley civil. La libertad para discutir estas materias existe por las leyes vigentes y en orden a esto nada había que reformar.
Pero, se dice, el gobierno quedaría desarmado por la supresión de las leyes restrictivas de la libertad de la prensa en lo político, y los pueblos se alarMarían por la misma supresión en la parte religiosa: nada menos, y la experiencia es decisiva en contrario. Si algún gobierno se ha visto en grandes riesgos ha sido el del señor Farías; sin embargo se consolidó y mantuvo, a pesar de que se estableció por regla a que nunca se faltó el dejar imprimir cuanto se quiso, y el no denunciar ningún impreso de los muchos que en periódicos y folletos sueltos se publicaban todos los días contra la administración. En cuanto a lo religioso, don Vicente Rocafuerte en su impreso sobre tolerancia tocó algunas cuestiones de dogma en sentido equívoco; sin embargo el folleto fue absuelto, reimpreso, repartido y leído con avidez en medio de los reclamos del gobierno y del clero, y en el seno de la tranquilidad más perfecta.
Verdad es que como no hay cosa tan mala que no sirva de algo bueno, estas leyes restrictivas podrán producir algún efecto como va dicho en casos raros y circunstancias pasajeras, pero la administración de 1833 creyó que las leyes deben tener por materia y objeto las ocurrencias comunes y frecuentes y no las fortuitas y extraordinarias, fundada en la reflexión sencillísima de que el legislador no tiene por misión el arreglo de las posibilidades sino el de las probabilidades, o en otros términos, que no debe proceder por la excepción de la regla general sino por la regla misma. Estas consideraciones determinaron al gobierno de 1833 a prohibir a sus agentes toda especie de persecución de los impresos, e hicieron aparecer en las cámaras proposiciones que sin la violenta disolución del congreso habrían sido convertidas en leyes para la absoluta libertad de la prensa, sin otra excepción que la del derecho de los particulares para provocar el juicio de injurias.
2. Abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia
3.º Supresión de las instituciones monásticas, y de todas las leyes que atribuyen al Clero el conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc.
La abolición de los privilegios del Clero y de la Milicia era entonces como es hoy una necesidad real, ejecutiva y urgente; derivada del sistema adoptado en sus formas y principios; de los intereses que éste creó y que, lejos de disminuirse o de debilitarse, se han difundido y fortificado; y del último de los hechos ocurridos en aquellos días por el cual constaba que estas dos clases se hallaban resueltas a poner en acción todo su poder, no solo para la abolición de las formas federales sino para hacer desapareciesen con ellas las bases del sistema representativo. Este sistema había sido adoptado en México bajo la forma federal y no era justo, útil ni racional renunciar a él; así porque hoy ya no es materia de duda, que es el único que conviene a las naciones civilizadas y concilia de la manera más perfecta los intereses y goces sociales con el orden y seguridad pública; como porque, siendo la moda del siglo y hallándose ya medio-establecido en México, no podría hacerse desaparecer sin grandes trastornos, que nada dejarían establecido en contrario de sólido y duradero, y tendrían un resultado puramente dilatorio.
Éstas son verdades conocidas de todo el mundo, confirmadas por la experiencia y que no necesitan demostrarse. ¿De qué han servido las resistencias que a su establecimiento han opuesto en Europa las clases privilegiadas? ¿De qué las proscripciones de Fernando VII en España y de don Miguel en Portugal? De nada, ciertamente, sino de enardecer los ánimos, de que se empeñe una lucha desastrosa que al fin y en último resultado no viene a terminar sino por el triunfo de la causa detestada, y de que los resultados sangrientos vengan a establecer aunque tarde la convicción de la ineficacia de los esfuerzos opuestos por la resistencia. De todos los pueblos que han emprendido establecer el sistema representativo se ha dicho que no estaban dispuestos para recibirlo, que sus hábitos modelados a antiguas instituciones no podían conformarse con las nuevas, que era necesario dejar los cambios al tiempo, que la masa no los deseaba ni conocía sus ventajas, y otras cosas por este estilo: éste es textualmente el lenguaje de las resistencias que han aparecido en cada pueblo a las épocas mencionadas. Y ¿qué ha sucedido? Échense una ojeada sobre la Europa y América, considérense los cambios ocurridos en una y otra de medio siglo a esta parte, y dígase de buena fe si han acertado los que se expresaban de la manera dicha y los que aunque en confuso pronosticaban los sucesos ocurridos y que han venido a quedar en la clase de perfectos, completos y acabados.
Estas consideraciones afirmaban en los hombres 33 la resolución de mantener a toda costa el sistema representativo y la forma federal sin disimularse las dificultades con que tenían que luchar y que consistían en los hábitos creados por la antigua constitución del país. Entre éstos figuraba y ha figurado como uno de los principales el espíritu de cuerpo difundido por todas las clases de la sociedad, y que debilita notablemente o destruye el espíritu nacional. Sea designio premeditado, o sea el resultado imprevisto de causas desconocidas y puestas en acción, en el estado civil de la antigua España había una tendencia marcada a crear corporaciones; a acumular sobre ellas privilegios y exenciones del fuero común; a enriquecerlas por donaciones entre vivos o legados testamentarios; a acordarles, en fin, cuanto puede conducir a formar un cuerpo perfecto en su espíritu, completo en su organización e independiente por su fuero privilegiado, y por los medios de subsistir que se le asignaban y ponían a su disposición. En esto había más o menos, no todos los cuerpos contaban con iguales privilegios, pero muy raro era el que no tenía los suficientes para bastarse a sí mismo. No solo el clero y la milicia tenían fueros generales, que se subdividían en los de frailes y monjas en el primero, y en los de artillería, ingenieros y marina en el segundo: la Inquisición, la Universidad, la Casa de Moneda, el Marquesado del Valle, los Mayorazgos, las Cofradías y hasta los Gremios tenían sus privilegios y sus bienes, en una palabra, su existencia separada. Los resultados de esta complicación eran muchos, y todos fatales al espíritu nacional, a la moral pública, a la independencia y libertad personal, al orden judicial y gubernativo, a la riqueza y prosperidad nacional, y a la tranquilidad pública.
Si la independencia se hubiera efectuado hace cuarenta años, un hombre nacido o radicado en el territorio en nada habría estimado el título de mexicano, y se habría considerado solo y aislado en el mundo, si no contaba sino con él. Para un tal hombre el título de oidor, de canónigo y hasta el de cofrade habría sido más apreciable y es necesario convenir en que habría tenido razón, puesto que significaba una cosa más positiva. Entrar en materia con él sobre los intereses nacionales habría sido hablarle en hebreo: él no conocía ni podía conocer otros que los del cuerpo o cuerpos a que pertenecía, y habría sacrificado por sostenerlos los del resto de la sociedad, aunque más numerosos e importantes; habría hecho lo que hoy hacen los clérigos y militares, rebelarse contra el gobierno o contra las leyes que no están en armonía con las tendencias e intereses de su clase por más que el uno y las otras estén conformes con los intereses sociales. Si entonces se hubiera reunido un congreso, ¿quién duda que los diputados habrían sido nombrados por los cuerpos y no por las juntas electorales, que cada uno se habría considerado como representante de ellos y no de la nación, y que habría habido cien mil disputas sobre fueros, privilegios, etc., y nadie se habría ocupado de lo que podía interesar a la masa? ¿No vemos mucho de esto hoy, a pesar de que las elecciones se hacen de otra manera y se repite sin cesar que los diputados representan a la nación? He aquí el espíritu de cuerpo destruyendo al espíritu público.
Nada más inmoral que ocultar, paliar, disculpar, dejar impunes y defender contra los esfuerzos de la autoridad pública, los delincuentes y perpetradores de crímenes o delitos comunes, y perseguir como criminales a los que solo faltan a obligaciones creadas por los reglamentos de las corporaciones. La razón de esto es muy clara: la sociedad no puede estar segura sin el castigo de un delincuente ordinario que ataca las bases fundamentales del orden público, y no queda ni es ofendida por la infracción de reglamentos de cuerpos que a lo más interesan a ellos solos, y sin los cuales puede pasarse. Sin embargo, el espíritu de cuerpo produce y sostiene esta inversión de principios a la cual no se sabe qué nombre dar: el cuerpo se cree ofendido y deshonrado cuando uno de sus miembros aparece delincuente, y de aquí el empeño en ocultar el delito o salvar al reo, en sustraerlo de las manos de la autoridad o en impedir su castigo. Pero falte el miembro a las obligaciones peculiares de su clase, y aunque éstas no interesen poco ni mucho a la sociedad se levanta una polvareda que muchas veces la autoridad pública no puede disipar. ¿Cuántas de estas cosas no se han visto en las corporaciones ya extinguidas? ¿Cuántas no se ven en las que todavía existen? ¿No es cosa tan extraña como absurda que se cierren los ojos sobre faltas graves, algunas de ellas vergonzosas, cometidas por los individuos del Clero, y se esté pendiente de que porten el hábito clerical? ¿Que se toleren todos los excesos a que se entrega el soldado con el paisano desarmado, y los abusos de poder que contra los funcionarios civiles cometen los oficiales y comandantes generales o particulares, y se les castigue severamente porque faltaron a la revista, porque profirieron una expresión menos comedida contra algún jefe, y otras cosas por este estilo? ¿Y quién, que haya visto a México, podrá disimularse que así se hace y se ha hecho siempre? Esto ha pervertido completamente los principios de la moral pública creando obligaciones que no debían existir, dándoles la importancia que no les corresponde; y desconociendo en muchos casos, con demasiada frecuencia, y respecto de determinadas personas, las que por su naturaleza son esenciales e indispensables a toda sociedad humana. He aquí de nuevo el espíritu de cuerpo desvirtuando la moral pública y extraviando las ideas que de ella deben tenerse.
Que todo hombre deba ser libre de toda violencia en el ejercicio de su razón para examinar los objetos y formar juicio de ellos, que pueda explicar este juicio sin temor de ser molestado, y que pueda obrar con arreglo a él en todo aquello que no ofenda el interés de tercero, ni turbe el orden público; son otros tantos principios de derecho social y de sistema representativo de muy difícil combinación con el espíritu de cuerpo. Los cuerpos ejercen una especie de tiranía mental y de acción sobre sus miembros, y tienen tendencias bien marcadas a monopolizar el influjo y la opinión, por el símbolo de doctrina que profesan, por los compromisos que exigen y por las obligaciones que imponen. Esto hace que los hombres filiados en semejantes instituciones adquieran ciertos errores que en ellas se inspiran, carezcan cuando los reconocen de la libertad suficiente para pedir sean removidas las causas que los producen, o se vean impedidos ellos mismos para reformar ciertos abusos cuando las circunstancias los pongan en el caso de hacerlo.
Ningún cuerpo perdona a sus miembros la censura de sus faltas o ...