XIII
Una atmósfera de tristeza y de inquietud pesaba sobre la casa y los vecinos de la señorita Delamour. Los sucesos desarrollados últimamente les infundían apocamiento, sin dejarles, por esto rendidos definitivamente al terror. La lucha en el campo insurrecto no era tampoco tan feliz que pudiera inspirarles confianza ni entusiasmo. Para los que, como Magdalena, vivían de ensueños, era la existencia una zozobra insoportable.
Había algo de siniestro en el ambiente; ya no se cuchicheaba con la libertad de antes de vecino a vecino. En las caras había ceño y suspicacia. Al oído se había referido, en el vecindario, muy bajito, la acción de Magdalena en el cementerio; luego se había comentado la ida de Fernando a la guerra; se conocían al dedillo los insultos de don Antonio y la réplica soberbia de Magdalena; la intervención resuelta de la andaluza, salvando a la joven del brutal atropello; y estas mismas ocurrencias, aunque referidas con fruición por los mambises, les hacía cautelosos, recelando que la calma actual era una situación falsa que no había de tardar en convertirse en días de persecución y de peligro verdadero.
El ánimo de Magdalena, puesto a prueba dolorosamente, tiempo hacía, por la muerte tan simultánea de los suyos y por las alternativas desconsoladoras de la insurrección, tenía como ráfagas de energía seguidas de períodos de aniquilamiento. Acechada por la anemia, vivía sujeta a una debilidad abrumadora que, al adueñarse de su cuerpo, la postraban en una especie de inconsciencia durante días enteros, y esos sacudimientos solo servían para agravar su estado patológico.
Una enfermedad terrible e implacable, atisbando sus pulmones, había de clavar en ellos la garra, echar hondas raíces y no abandonarla ya más, y las conmociones, la deficiencia de alimentos adecuados, las incertidumbres, eran auxiliares al servicio del mal que seguía sin demora su obra de destrucción. Las visitas del doctor Hartmann, sus consejos y sus medicinas fueron impotentes para regular aquella existencia y para devolverle la salud perdida. Acostumbrado el doctor a ejercer su ministerio con gran piedad, dirigía su corazón totalmente espiritualista hacia el más allá cuando reconocía que sus esfuerzos profesionales resultaban ineficaces para retornar al individuo la salud comprometida, y entonces, con la dulzura del sabio, con la efusión de un alma santa, trataba de aliviar la intensidad del mal con predicaciones de un consuelo regenerador, y la enfermedad, soportada con paciencia, limitaba los dolores a su parte material, y parecía que, poco a poco, se desligaba el alma de la tierra para remontarse serena a los cielos.
No contradecía a los enfermos en sus caprichos; les aconsejaba y dirigía. Convencido de la incurabilidad del paciente, no eran sus palabras ni sus medicinas una mortificación; conocía cuántas rarezas abrigan los que sufren, y accedía a sus antojos en tanto no les causara recrudescencia y mayor dolor.
—A veces lo invisible llega hasta sanar —respondía sonriente cuando se le consultaba sobre viajes al campo, misas a santos y dedicación de exvotos a imágenes predilectas, y, tratando a sus enfermos como a niños ingenuos, les decía—: ¡Haced lo que pensáis, y ojalá que acertéis!
Magdalena, cuya alma estaba impregnada de unción religiosa, producto de las prácticas inculcadas por su madre, había ofrecido, tiempo hacía, una promesa a la Virgen de la Caridad, de idolátrica devoción entre los cubanos desde el primer día en que a su imagen se le consagró una ermita junto a las minas de cobre de la antigua villa de Santiago del Prado y se difundió la leyenda de su milagrosa aparición en la bahía de Nipe.
—Hay que cumplir la promesa —le decía a Susana—. Hay que hacer la peregrinación a pie. Lo tengo ofrecido.
—¿Y para volver? —advertía la fiel sirvienta, incapaz de resistir sino débilmente a los deseos de la enferma.
—Aprovecharé para ir uno de los tantos viajes de Chimbí al Cobre, y volveré en su misma carretilla.
No tardó mucho en realizarse el proyecto. Chimbí fue contratado por un panadero de aquella villa para acarrearle sacos de harina, en dos carretillas. El jueves próximo saldría el convoy, pues convoy sería. Cuatro movilizados y un cabo, armados de fusiles peabody, lo custodiarían, lo que hubiera querido evitar el carretillero, pues sin esa tropa estaba seguro de no sufrir percance alguno. Chimbí avisó oportunamente a Magdalena, y ésta, alborozada, se apresuró a difundir su regocijo; corrió a avisarle a María el día que estaba fijado para la excursión, y al mismo tiempo le pidió que le consiguiera el salvoconducto necesario —documento expedido por el gobierno— para ir y volver libremente ella, Ma-Chepa y Popot. Chimbí debía esperarles en el pueblo del Cobre para el regreso, pues venido a pie tardarían mediodía en llegar, y quizá más.
Atravesó la calle ágilmente, a saltos, acción que en la joven parecía imposible por su estado de abatimiento y debilidad; entró en casa de María, y para hallarla, tuvo que llegar hasta la alcoba, donde la sorprendió con la cara hundida en la almohada de la cama. Apenas la sintió, levantó María la cabeza con rapidez, preguntando:
—¿Qué dice mi hija?
Magdalena, al notar en el semblante de su vecina y amiga pintada la contrariedad, y que sus párpados enrojecidos indicaban que había llorado, alarmada, le dijo:
—María, usted ha llorado. ¿Qué le pasa?
—¡Sí, he llorado; pero de rabia, Magdalena!
No se atrevió la señorita Delamour a indagar el motivo, suponiendo que fuera alguna leve querella entre esposos y solo añadió:
—¡Y yo que venía a pedirle un favor!
—Pide, hija, que ello no ha de estorbarlo.
—Pues quisiera que don Francisco me consiguiera un salvoconducto para poder ir el jueves al Cobre a pagar mi promesa.
Miróla María con dulzura y con lástima, y le respondió:
—¡Qué imprudencia! —y después, sin darle lugar a inquirir el porqué de esa reflexión, arrepentida de su dicho añadió—: ¡Si te empeñas, lo tendrás!
—Es que quiero cumplir, madrecita —agregó con mimo la joven, y luego continuó tristemente—: a lo menos, siquiera haré mi voluntad antes de morir.
—¡Quién había de morir! ¡Anda, tontica ¡vete, vete a descansar, que tendrás lo que deseas!... ¡Siquiera sea por última vez! —repitió para sí misma la andaluza.
No se le escapó a Magdalena la frase, y replicó enseguida—: Y usted, sin que sea... por última vez... ¡y no me vuelva a llorar! —y la abrazó tiernamente.
Decidid...