Estudios críticos sobre historia y política
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Estudios críticos sobre historia y política

  1. 192 páginas
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Estudios críticos sobre historia y política

Descripción del libro

Estudios críticos sobre historia y política, de Juan Valera, es un libro clave para entender la visión española de los movimientos de independencia americanos. He aquí un fragmento alusivo a esta cuestión: "¿qué diferencia puede haber ni hubo nunca entre un español de Cuba o un español, verbigracia, de Málaga, de Loja o de Logroño? Los que alternan en España en el Poder, con turno más o menos pacífico, los Narváez, los Cánovas y los Sagastas, ¿no pudieron ser cubanos? ¿Qué inferioridad hemos supuesto nunca, ni por ley ni por costumbre, que exista entre un español de por acá y un español de por allá? La igualdad más perfecta entre todos los españoles de la Península y de ultramar ha sido proclamada siempre en leyes, pragmáticas, ordenanzas y decretos. Felipe II la proclamó solemnemente con palabras citadas por el mismo señor Clarence King. Si esta unidad legal existió bajo un Poder absoluto, lo mismo era para los peninsulares que para los cubanos, y estos últimos no podían pretender entonces ser más libres que nosotros. Pero no bien hubo en España una Constitución liberal, en 1812, la Asamblea que formó esta Constitución declaró, adoptando la elevada idea de Felipe II, que la nación española es el conjunto de todos los españoles de ambos hemisferios. Las libertades de que desde entonces debieron gozar los peninsulares las debieron gozar también los cubanos".

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2012
ISBN del libro electrónico
9788498979527
La Atlántida
I
El ignorante, de poco o de nada se admira. Poco o nada despierta su curiosidad. El que sabe algo es quien siente el estímulo de saberlo todo. Y como no es posible que el hombre todo lo sepa, la admiración y la curiosidad persisten siempre y hasta van en aumento a par del progreso y difusión de la cultura.
Cada nuevo objeto que conocemos nos abre extensos horizontes y campos misteriosos donde se nos aparecen mil y mil enigmas, pidiendo a nuestro espíritu que los descifre.
No bien se supo que había un dilatadísimo continente, separado de las costas occidentales de Europa y África por un ancho océano, y del oriente de Asia por otro océano más ancho, la esfinge que tiene obsesas las almas pensadoras, el demonio tentador que nos excita a investigar y a discurrir, nos hizo esta pregunta: ¿Cómo se ha poblado América? Muchas respuestas se le han dado, sin que ninguna nos satisfaga y aquiete; pero como bastantes nos deleitan por ingeniosas, no me parece que esté mal exponerlas aquí en resumen.
Sin duda que, si imaginásemos y creyésemos que los hombres habían aparecido en diversos puntos de la Tierra, no sería necesario cavilar sobre cómo fueron peregrinando, a fin de poblarla toda; pero esto, según se dice, no puede aceptarse porque se opone a la fraternidad humana, dogma importantísimo en la religión que sirve de base a la civilización europea.
No me incumbe explicar en este sitio cómo el saber experimental o si se quiere, la opinión de los sabios más ilustres, coincide con el dogmatismo de la Iglesia en afirmar la unidad de origen de nuestro linaje. Lo que sí considero indiscutible es que en las edades pasadas, los pensadores no se detenían tanto como ahora en ver si sus asertos contradecían o no los de la fe. Estaba ésta tan arraigada y tan firme, que nada era bastante a conmoverla.
La imaginación daba por realidad todos sus ensueños, y cuando el ensueño no se apoyaba en la religión para pasar por realidad, rara vez la religión se oponía que pasase por realidad el ensueño. Al contrario: ¿qué es aquello que por inaudito y maravilloso no quepa dentro de la omnipotencia divina y no valga para ensalzarla? Lo posible, pues no tenía límites, y no había cosa que no se aceptase como verdad, candorosamente, para mayor alabanza y gloria del Creador de todo.
Esta predisposición de los espíritus prevaleció en la Edad Media y persistió en la época del Renacimiento, y aun, durante el siglo XVII, casi hasta nuestros días. La exploración de tierras y mares y el testimonio ocular de los viajeros no bastaron a acabar de súbito con los seres prodigiosos. Para darles albergue siempre quedaban inexploradas comarcas, insuperables cordilleras, islas remotas y selvas esquivas. Duró, pues, mucho tiempo la persuasión, apenas tildada de herética, de que hubo y hay tribus castas y naciones, que no deben proceder de Adán y de Eva, como no se suponga en nuestros primeros padres (y no faltó quien lo supusiese) una virtud generadora pasmosamente multiforme, o en los diversos climas cierto vigor irresistible para transformar la condición natural del hombre primitivo, o en éste rara afición en enlaces híbridos y la capacidad de hacerlos fecundos.
Pocos hombres, aun entre los más estudiosos e ilustrados, llegan hasta el extremo de esceptismo de negar la existencia de los gigantes. Luis Vives habla de un colmillo de san Cristóbal que era tan grueso como su puño; y el padre Fuente de la Peña tuvo en la mano una muela de otro gigante, la cual pesaba siete libras. Pero todo ello era pequeñez comparándolo con la enormidad de otro gigante del tiempo de Moisés, de quien el citado padre nos habla; porque «siendo Moisés —dice— de estatura de diez codos, y teniendo en su mano una pica de otros diez codos, y dando un salto de otros diez codos, solo alcanzó a herir a dicho gigante en el tobillo, de que se puede rastrear la longitud que tendría». «Y aun considerando corta la ponderación —añade el padre—, apoyado en texto del Abulense, que, años después, cierto cazador perseguía a un ciervo que se entró por la canilla de una pierna de dicho gigante, y, el tal cazador, a caballo, siguió al ciervo y corrió en su alcance seis horas por la canilla.» Verdad es que el padre y el mismo Abulense tienen sus dudas acerca de la exactitud de esto último, aunque no lo juzgan imposible.
Despojada de tamañas exageraciones, la existencia de los gigantes siguió como verdad indudable, demostrada por el testimonio de navegantes y viajeros. El capitán Juan Pérez de Maldonado halló a uno dormido cuyo báculo era como el palo mayor de una gran nave, y logró matarle de dos descargas de la mosquetería de sus soldados, volviéndose a embarcar luego con su tropa, por haber conocido que se hallaba en tierra de gigantes y por temer algún trabajo. Más circunstancias traen aún de los gigantes, llamados patagones: así, micer Antonio Pigafeta, compañero de Magallanes, como el clérigo don Juan de Areizaga, citado por Oviedo, el cual clérigo acompañó a fray García Jofre de Loaysa en su poco feliz expedición. Decía este don Juan de Areizaga que se vieron muy apurados él y sus compatriotas cuando, en muestra de amistad, tuvieron que abrazar a los gigantes, pues, como afirma Oviedo, «no llegaban con las cabezas a..., cuando los abrazaron, y este padre no era pequeño hombre, sino de buena estatura de cuerpo». El comer y el beber de tales gigantes estaba muy en proporción de su talla. De cada bocado se engullían dos libras de carne cruda y se bebían una y aun dos arrobas de agua de un solo trago.
En los pigmeos se siguió creyendo también, y refiriéndose de ellos estupendos casos, Homero hablaba de las guerras exterminadoras que los pigmeos tenían con las grullas; pero las grullas no lograron destruirlos. Aún hay pigmeos, si hemos de creer a Argensola, que los pone en cierta isla que es toda ella una mina de oro; o a Jovio, que los pone más allá del Japón; o al capitán Maldonado, el mismo que mató al gigante, el cual capitán asegura haberlos visto en las cumbres andinas.
Sin duda, hubo entre los pigmeos tribus de hermoso aspecto y de grandes bríos y habilidad para disparar flechas, cuando en Tiro, según cuenta Ezequiel, los tenían para guarnición de las murallas y como complemento de hermosura.
Respecto al tamaño de los pigmeos, se ha disertado con mucha variedad. Para el padre Fuente de la Peña, fundándose en autoridades de santo Tomás y de Aristóteles, no repugna que los haya de la corpulencia de una abeja y hasta de la de un mosquito; pero la más común afirmación es que tienen un codo de alto, sobre poco más o menos. La vida de los pigmeos es corta y en proporción de la estatura; a los tres o cuatro años es la mujer viripotente, etc. Los hombres son buenos jinetes y montan en cabras. En suma: se cuentan de ellos mil particularidades, que pueden leerse en El ente dilucidado, en el Anthropodemus plutonicus, de Juan Praetorio, y en otras obras curiosas por el estilo.
Cuando el padre Francisco Álvarez, de vuelta de Abisinia, escribió y publicó su Verdadera información de las tierras del preste Juan de las Indias que se tradujo del portugués en las principales lenguas de Europa, se desvaneció un poco la ilusión de los pigmeos, ya que el padre, en los mismos lugares en que los pone Aristóteles, no vio hombres sino de forma y tamaño regulares.
De esta suerte, por las relaciones de los viajeros menos ponderativos y más resueltos a desautorizar el refrán que dice De luengas vías, luengas mentiras, fueron poco a poco desapareciendo de la mente de los doctos las especies fantásticas de hombres o semihombres, y dejó de creerse en las castas de aquellos que tienen cabeza de perro y, en vez de hablar, ladran; de los que solo tienen una pierna; de los que solo tienen un ojo, como los cíclopes y arimaspos; de los que tienen pies de cabra o de caballo; de los que no tienen cabeza y llevan en el pecho boca y ojos; de los que viven sin boca y se alimentan de aires y de aromas, y de otros pueblos monstruosos, de que hablan los citados autores, y de que trae también muy eruditas noticias el Ensayo sobre los errores populares de los antiguos, que Leopardi compuso.
El reconocimiento casi completo del planeta, realizado por españoles y portugueses, apenas dejó lugar a las fábulas, o las desterró a algún rincón inhospitable y remoto.
La poesía poco perdió con esto. Tales fábulas eran menos poéticas que grotescas y pueriles. En cambio, bien puede asegurarse que con los descubrimientos que empezó Colón y que terminó casi Elcano se disiparon las tinieblas, se iluminó y abrió el mundo a nuestra vista y se apercibió todo para que se lograse la certidumbre de la unidad del linaje humano y viniesen a ser factibles la convivencia y trato de las naciones todas y la solidaridad y fraternidad de ellas.
La hazaña que vertió tan clara luz en los entendimientos es por muchos historiadores más celebrada que la de Colón y merecería serlo si no se reflexionase que, si bien la magnífica cúpula de un soberbio edificio resplandece más que lo restante de él, todavía, sin echar sólidos cimientos, jamás la cúpula se levanta en el aire.
Como quiera que sea, la gloria de la hazaña de Magallanes es inmensa, así por el esfuerzo hecho para llevarla a cabo como por la trascendencia que tuvo. Uno de los autores que más ferozmente odian a España es, tal vez, el que con mayor elocuencia y entusiasmo, entre los modernos, celebran empresa tan grande. «En toda la historia —dice— de las empresas de los hombres, nada hay que exceda y tal vez nada hay que se pueda igualar a este viaje de Magallanes. Comparado con él, el de Colón se oscurece. Es muestra y alarde de valor sobrehumano, de sobrehumana perseverancia y de tenacidad que no ceja ni se aparta de su propósito por ningún motivo ni padecimiento, sino que inflexiblemente persiste hasta su fin.» Magallanes tuvo, sin duda, la voluntad de hierro, y más duras que el pedernal las entrañas. Su heroísmo hubo de ser cruel: necesitó entrar al abordaje en los bajeles sublevados y matar a puñaladas a los rebeldes; se extremó en descuartizarlos y en colgar sus miembros de las entenas, y los llevó a ver a sus compañeros morir de escorbuto, de sed y de hambre; a alimentarse y a alimentarlos de cueros cocidos en agua del mar y de otras sustancias malsanas; a pasar tres meses y veinte días en el Pacífico, sin ver más que mar y cielo; a navegar doce mil millas por este, al parecer, interminable océano, y a perseverar en la certidumbre, e infundirla en el ánimo de su gente, de que no iban por una líquida llanura sin fin, sino de que llegarían al extremo oriental de Asia porque la Tierra es redonda, según él había visto su sombra proyectada en la Luna.
Así logró Magallanes su propósito, dando por ello la vida. «El cambio —añade Draper— fue, no obstante, envidiable. Doblemente inmortal y tres veces dichoso, Magallanes puso cima al hecho más grande en la historia de la raza humana, e inscribió su nombre con signos indelebles en la tierra y en el cielo, en el estrecho que une los dos océanos y en las nubes de mundos que en la bóveda estrellada del hemisferio austral se columbran.»
Pero todavía es más bella y encarecida alabanza del mismo suceso, porque la realza el sencillo candor del estilo, la que hace contemporáneo del héroe portugués, la que hace Oviedo, que conoció y trató a Elcano. Hablando de la nao Victoria, dice: «Fue el camino que esta nao hizo el mayor y más nueva cosa que desde que Dios crió al primer hombre y compuso el mundo hasta nuestro tiempo se ha visto, y no se ha oído ni escripto cosa más de notar en todas las navegaciones, después de aquella del patriarca Noé; ni aquella nao o arca, en que él e su mujer e hijos e nueras se salvaron del universal diluvio, navegó tanto como ésta, ni fue para este efeto, sino para restaurar la generación humana por la misericordia divina».
Así se supo, en suma, con plena certidumbre que en toda la extensión de América había hombres como nosotros, los cuales no podían menos de proceder de Noé y de sus hijos; pero ...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. El centenario
  4. La Atlántida
  5. Sobre dos tremendas acusaciones sobre España del angloamericano Draper
  6. Los Estados Unidos contra España
  7. Las alianzas
  8. Quejas de los rebeldes de Cuba
  9. A una señora cubana
  10. Mérito y fortuna
  11. Fe en la patria
  12. Las dos rebeliones
  13. El país de la castañeta
  14. La paz deseada
  15. La mediación de los Estados Unidos
  16. Letras y armas
  17. Libros a la carta