Por senderos que la maleza oculta
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Por senderos que la maleza oculta

Knut Hamsun, Kirsti Baggethun, Asunción Lorenzo

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Por senderos que la maleza oculta

Knut Hamsun, Kirsti Baggethun, Asunción Lorenzo

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Información del libro

En 1949, el mismo día en el que recibió la sentencia del tribunal noruego que le juzgaba por un supuesto delito de traición a la patria, Hamsun, un anciano de ochenta y nueve años que había pasado de ser el escritor más amado de su país al más odiado, escribió la frase final del manuscrito que se convertiría en su último libro, Por senderos que la maleza oculta: «San Juan 1948. Hoy el Tribunal Supremo ha dictado sentencia, y yo acabo mi escrito». Había comenzado a escribir en mayo de 1945, el mismo día en el que él y su esposa fueron arrestados.En este libro, mezcla de ficción y autobiografía, Hamsun, internado en un primer momento en una residencia de ancianos, y más adelante en la clínica psiquiátrica a la que fue trasladado en un intento de justificar sus hechos pasados mediante la locura, describe sus paseos, sus encuentros con la gente, sus recuerdos de infancia, así como reflexiones sobre su situación.Además de una muestra incuestionable de la gran potencia narrativa de Hamsun, la obra es un documento único para conocer los argumentos del escritor en aquel proceso al que se vio sometido por su apoyo al régimen de Quisling en la Noruega ocupada por los nazis desde 1942 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Una parte fundamental de la obra es su alegato de defensa ante el Tribunal.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726488999
Corre el año 1945.
El 26 de mayo llegó a Nørholm el comisario jefe de policía de Arendal para anunciarnos a mi esposa y a mí un arresto domiciliario de treinta días. No me habían avisado con antelación. A petición suya, mi mujer le entregó mis armas de fuego. Más tarde, me vi obligado a escribir al comisario para decirle que también tenía dos grandes pistolas de los últimos juegos olímpicos de París, podía venir a recogerlas cuando lo estimara oportuno. Al mismo tiempo le decía que suponía que lo del arresto domiciliario no era literal, pues tenía una granja agrícola con grandes extensiones de tierra alrededor, que requerían cuidados.
Al cabo de un tiempo se presentó el adjunto del comisario de Eide a recoger las dos pistolas.
*
El 14 de junio me trasladaron desde mi casa al hospital de Grimstad —a mi mujer habían venido a buscarla un par de días antes para llevarla a la cárcel de mujeres de Arendal—. Así pues, ya no se me permitía seguir teniendo el control de mi finca. Fue muy poco oportuno, ya que solo contaba con un chico joven, temporal, para administrarlo todo. Pero no se pudo hacer nada para impedirlo.
En el hospital, una joven enfermera me preguntó si quería acostarme enseguida, pues había leído en el periódico Aftenposten que «había sufrido un colapso y necesitaba cuidados». ¡Bendita sea usted, joven, dije, jamás ha llegado alguien más sano que yo a este hospital, lo único que me pasa es que estoy sordo! Puede que ella lo interpretara como una fanfarronería, y no quiso hablar conmigo. Así era, no quería hablar conmigo, y ese silencio adoptaron todas las enfermeras durante mi estancia en el hospital. La única excepción era la enfermera jefe, la hermana Marie.
*
Doy vueltas por el recinto del hospital. Un viejo edificio en un cerro y otro más nuevo abajo —que realmente es el hospital—. Yo me alojo en el cerro y estoy solo, en el primer piso viven tres enfermeras. Por lo demás, no hay nadie más en la casa.
Mientras camino voy observando. Por aquí se ven muchos robles grandes, pero también bastantes que fueron talados hace tiempo, y en los tocones ya solo crece una maleza que no llega a nada. Al oeste se ven muchas pequeñas granjas.
El policía que me trajo aquí me dijo que no debía moverme «fuera de esta salita». Supuse que eso tampoco debía entenderse literalmente, pero quería ser un arrestado a prueba obediente y no me atreví a alejarme ni siquiera dos pasos. Por cierto, resulta curioso pensar que yo, que jamás había tenido nada que ver con la policía en ningún país, a pesar de lo mucho que había vagado por el mundo, y que había puesto el pie en cuatro de los cinco continentes, ahora, de muy mayor, estuviera arrestado. Bueno, si había de suceder, tenía que suceder ya, antes de que muriera.
*
Me paso los días holgazaneando. Las tres jóvenes enfermeras —en realidad alumnas— se turnan para subir la cuesta, traerme la comida, dar media vuelta y desaparecer. ¡Muchas gracias!, grito tras ellas. Esto resulta un poco solitario, pero estoy acostumbrado a la soledad, tampoco en casa me hablan, porque estoy sordo y pesado. Cuando acabo de comer, saco la bandeja con los platos vacíos al pasillo, donde ellas la recogen.
Entonces puedo volver a salir o ponerme a hacer un solitario. No he podido traerme nada para leer y los periódicos aún no me han llegado. Al cabo de unos días pregunto a una de las jóvenes: He visto llegar al cartero, ¿no me ha traído ningún periódico?
Me alegra oír que me contesta, contesta en voz alta y comprensible, pero dice: ¡No se le permite leer periódicos!
¿Y quién lo ha dicho?
El comisario jefe de Arendal.
Ah sí. Muchas gracias.
Pero la enfermera jefe lo remedia dejándome mirar en un armario de periódicos y libros viejos. Son donaciones hechas al hospital por gente buena, libros de texto, revistas infantiles y juveniles, folletines de periódicos encuadernados, las revistas Para Pobre y Rico, El Santal, El Evangelista, y en medio de todo esto una joya: un libro de Topsøe.
Me propongo leer espaciadamente para que me dure, sobre todo tengo mucha fe en varios volúmenes del folletín del periódico Morgenbladet. Compruebo que han pertenecido a la biblioteca de Smith Petersen. El tal Smith Petersen vivió en Grimstad y era un ricachón.
Pero muy en contra de mi propósito de racionar la lectura, me lancé vorazmente sobre el libro de Topsøe y lo devoré de un bocado. Ese Topsøe, sobre el que Brandes se negaba a escribir. Y ahora los dos están muertos.
*
Un policía viene a hacerme una serie de preguntas y anota mis respuestas. No tiene ningún interés para mí. Al parecer, a las autoridades les resulta importante saber de mis bienes. Pues Morgenbladet había escrito sobre mi «gran fortuna». Declaré lo que tenía.
Luego hubo paz y tranquilidad unos días, con la excepción de un policía que vino a entregarme una «providencia sobre la gestión de bienes» y otro con una «declaración de acción pública».
Ojalá tuviera una bicicleta tan buena como la suya, le digo.
¿No quiere usted leer la declaración?, pregunta.
No, no hace falta, pero…
*
El 23 de junio vinieron a buscarme para llevarme ante el juez de instrucción.
Me recibió enseguida, medio riéndose: Usted tiene que tener más dinero del que ha declarado.
Me sentí algo perplejo y miré al hombre. Yo no he ocultado dinero, dije.
Ya, pero…
Mi fortuna es la que he declarado, unas veinticinco mil coronas en efectivo, doscientas acciones de la editorial Gyldendal y la finca Nørholm. Bien, de acuerdo. Pero ¿y los derechos de autor?
Bueno, si el juez puede aclararme algo sobre lo que pasa con ellos, se lo agradecería sobremanera. Al parecer, ya no debo albergar grandes expectativas sobre mi destino de escritor.
Dios mío, creo que lo decepcioné de verdad. Y decepcioné a todos los que esperaban poder hurgar en mi «gran fortuna». Aunque pensándolo bien, mi fortuna es suficientemente grande, demasiado grande. No me hace ninguna ilusión llevármela a la tumba.
El interrogatorio fue decoroso y nada concluyente. Respondí con evasivas a algunas de las preguntas del juez, con el fin de no irritar innecesariamente al bienintencionado señor. El juez Stabel siente un odio fanático hacia Alemania, y tiene una fe ciega en el noble y puro derecho de los aliados a destrozar la nación alemana y erradicarla de la faz de la tierra. Aparte de lo que ya se ha hecho público del interrogatorio, mencionaré un par de cosas.
Me pidió mi opinión sobre el círculo nacional socialista, del que yo había llegado a formar parte aquí en Grimstad.
Contesté que en ese círculo había personas mejores que yo. Pero me callé el hecho de que hubiera nada menos que cuatro médicos, por mencionar solo una categoría.
Parecía que yo era demasiado bueno para pertenecer al complot nazi.
También hay jueces, añadí.
Sí, por desgracia. ¿Y qué postura adoptaba frente a los actos terroristas cometidos por los alemanes en Noruega, que ya habían salido a la luz?
Como el comisario jefe me había prohibido leer periódicos, yo no sabía nada sobre ese tema.
¿No sabía nada de los asesinatos, del terror, de las torturas?
No. Apenas lo vi mencionado, justo antes de que me arrestaran.
Pues un joven llamado Terboven, bajo las órdenes directas de Hitler, había estado atemorizando y matando al pueblo noruego durante cinco años. Pero gracias a Dios, los demás aguantamos. ¿A usted le parece el alemán un pueblo culto?
No contesté.
Repitió la pregunta.
Lo miré y no contesté.
Si yo fuera el comisario, le permitiría leer todos los periódicos. Su juicio se aplaza hasta el 22 de septiembre.
*
Es decir, tres meses.
Leo, holgazaneo y hago solitarios.
Con el fin de ejercitar las piernas en mi estrecho campo medido, subo la colina haciendo un gran esfuerzo. Es muy empinada y por algunas partes tengo que agarrarme a un palo puntiagudo para no volver a resbalar hasta abajo. Y eso no es todo: también me siento tan vergonzosamente mareado que me entran ganas de vomitar, y tengo que tragar a la fuerza. He empezado demasiado tarde a escalar. Repito la excursión día tras día y voy progresando en la materia, pero me tiembla todo el cuerpo cuando llego arriba.
En lo alto de la colina hay una llanura. Me siento allí y veo un par de faros, la boca del puerto de Grimstad y unos veinte o treinta kilómetros hacia Skagerak. Al principio tengo que estarme quieto y no me atrevo a levantarme y hacerme el fuerte, pero mi cerebro se pasea y trabaja. Miro el reloj —pero bueno, no he tardado más que unos miserables minutos en la subida, y aquí estoy, sentado en la cima, disfrutando de mí mismo como si hubiera hecho realmente algo. Para que sea una excursión tengo que pensar en conseguir bajar por el otro lado de la ladera y volver a escondidas al hospital.
Lo consigo, bajo muy bien. Pero me encuentro un camino, no me atrevo a cogerlo y tal vez toparme con alguien. Y cuando miro el reloj aún no hay rastro de excursión, simplemente tengo que dar la vuelta y cruzar la ladera una vez más.
También eso me resultó fácil, aunque, tonto de mí, me caí y me apoyé en el brazo. Conseguí volver al hospital sentándome sobre una ramas llenas de hojas y dejándome deslizar.
He de decir que todo esto no estuvo tan mal planeado ni realizado por mi parte. No hice ningún cambio después en esas excursiones. Lo único que podía temer era que un policía fuera a buscarme al hospital durante mi ausencia.
Pero cuando tras días y semanas se me ocurrió pensar en lo provechoso de esas excursiones por la ladera, no me sentía muy satisfecho. No era el trabajo adecuado para mis músculos y miembros, me costaba demasiado esfuerzo, sudaba y me agotaba sin sentirme más ágil. Mis pies seguían marchitos debajo de mí. Por añadidura, mis zapatos no habían aguantado el suplicio, y se habían roto tanto por arriba como por abajo. Y no tenía otros.
A la enfermera jefe no se la ve mucho. Dispone de muy poca ayuda y tiene que cocinar ella misma. Cuando un día se dejó ver, me dijo que debía andar más. Señaló y me mostró un camino bastante largo hasta la mansión de Smith Petersen, destruida por un incendio, y me dijo que fuera hasta allí.
Lo que usted diga, enfermera jefe. Muchas gracias.
Fue de gran ayuda, podía ir deprisa o despacio, como quisiera. Y en una de las granjas había un perro pequeño que me esperaba siempre, y que me saludaba alegremente.
Ahora bien, tampoco quería abandonar del todo las excursiones por la ladera. Yo las había inventado, reconocía algunas piedras y árboles, y sabía que a mi alrededor se elevaba un amable susurro, aunque estaba sordo y no podía oírlo.
*
Estoy sentado en un cruce de caminos con una postal en la mano, he escrito a casa, a Nørholm, en la postal pido que intenten buscarme unos zapatos, y ahora estoy esperando a que pase alguien que vaya a la ciudad y pueda echarla a un buzón.
El primero que llega es un chico de unos dieciséis años, tiene el rostro sombrío y poco atractivo, pero yo me levanto, le alargo la postal y le digo: ¿Me haría usted el favor de echar esta postal a un buzón?
El chico se estremece, se le descoloca toda la cara, y mucho antes de acabar de hablar, oigo un murmullo y veo que prosigue su camino.
A lo mejor no va usted a la ciudad, grito tras él.
No contesta, se limita a seguir andando.
Como el primer ruego me ha salido tan mal, no me atrevo a dirigirme a nadie más, y vuelvo al hospital.
*
No cabe duda de que aquel joven me conocía. Sabía muy bien que estaba arrestado y quería mostrar su orgullosa postura ante un ser como yo sobre la tierra.
Ya tenemos en Noruega el arrestado político. Antes de nuestros días, el preso político era solo una especie de cuento en las novelas rusas, no existía para nosotros, no lo conocíamos. Thranerøra, Kristian Lofthus, Hans Nielsen Hauge no cuentan. Pero hoy ya tenemos uno que cuenta, se pasea a montones por el país noruego, existe en cuarenta, cincuenta, sesenta mil ejemplares, se dice. Y tal vez en muchos miles más.
Que sea lo que quiera.
La gente relaciona al preso político con algo criminal, alguien que va por ahí con ametralladora, ojo con su navaja, sobre todo deben tener cuidado jóvenes y niños. Lo he notado durante estas semanas y meses, ha sido conmovedor observarlo. ¿Qué le habría importado a ese joven mostrarse amable y llevarse mi postal? A mí no me importa, es verdad. Pero me resulta muy difícil mandar una postal. Al parecer las jóvenes enfermeras desean estar libres cuando van a la ciudad. Y el cartero tampoco se la lleva.
Leo, holgazaneo y hago solitarios.
*
A propósito de la navaja: Me han traído una navaja que no entiendo de dónde viene. Una navaja magnífica, con virolas grabadas en alpaca y vaina de cuero. Pregunto al hombre que barre el patio, pero no es suya. Tendré que preguntárselo a la enfermera jefe.
Un señor vestido con traje de verano gris entra en mi cuarto, me saluda con la cabeza y no dice nada. A lo mejor da por sentado que lo conozco, pero no es el caso. Me parecer oírle murmurar que es médico, y dice su nombre. No oigo nada y tengo que preguntarle de nuevo. ¿Erichsen? Pero solo conozco a un doctor Erichsen y he oído que está arrestado. El desconocido doctor busca algo en su cartera, tal vez su tarjeta, no la encuentra y desiste. Allí estamos.
¿Quiere usted algo de mí?, le pregunto.
Niega con un movimiento de la cabeza y entiendo que simplemente quiere saludarme.
Le doy las gracias. Es amable por su parte. Últimamente trato casi solo con la policía, estoy preso, ¿sabe usted? Traidor a la patria…
¿Cómo se encuentra aquí?, pregunta.
Perfectamente.
Al poco rato se marchó. Era muy amable, pero no hablaba lo bastante alto como para que pudiera oírle.
*
Por cierto, no falta gente que me muestre amabilidad. Hay por aquí un atajo, un sendero hasta mi colina, y muchos eligen ese sendero en lugar de pasar por el hospital. De vez en cuando me siento allí porque es un buen sitio para quedarse embobado, observar a las hormigas y volverse sabio. La gente pasa por delante de mí, y algunos me saludan. Saben la razón por la que estoy aquí, pero me saludan.
Un día, una señora mayor se para y me mira. Me levanto y me quito el sombrero. Ella empieza a hablar, le digo que no oigo, pero ella sigue hablando. Señala hacia el cielo y yo asiento con la cabeza. Una y otra vez señala hacia el cielo, como si también para mí pudiera haber alguna solución, y yo asiento. Para a otra señora que pasa por allí, y las dos se ponen de acuerdo en darme la mano al marcharse. Todo amabilidad.
Y yo, insensato de mí, ¡no les di mi postal para que se la llevaran!
Muevo la cabeza para mí mismo y subo la cu...

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