XXIX
¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.
Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abrirase vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.
Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía: minaba. Era preciso desbaratar el suelo nacional para conquistarlo. Medio Coso era suyo, y España destrozada se retiró a la acera de enfrente. Por las Tenerías, por el arrabal de la izquierda, habían alcanzado también ventajas, y sus hornillos no descansaban un instante.
Al fin ¡parece mentira!, nos acostumbramos a las voladuras, como antes nos habíamos acostumbrado al bombardeo. A lo mejor se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento o iglesia que ya no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo y bajo cada planta se abría un cráter. Y sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortalezas, habían servido los conventos; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. Todavía había algunas paredes.
Ya no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la muerte de un momento a otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras y la epidemia había tomado carácter fulminante. Tenía uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Ya no había parientes ni amigos; menos aún: ya los hombres no se conocían unos a otros, y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se preguntaban: «¿quién eres tú? ¿Quién es usted?»
Ya las campanas no tocaban a alarma, porque no había campaneros: ya no se oían pregones, porque no se publicaban proclamas; ya no se decía misa, porque faltaban sacerdotes; ya no se cantaba la jota, y las voces iban expirando en las gargantas a medida que iba muriendo gente. De hora en hora el fúnebre silencio iba conquistando la ciudad. Solo hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos naciones no se entretenían diciéndose insultos. Más que de rabia, las almas empezaban a llenarse de tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera en voces importunas.
La necesidad de la rendición era una idea general; pero nadie la manifestaba, guardándola en el fondo de su conciencia, como se guarda la idea de la culpa que se va a cometer. ¡Rendirse! Esto parecía una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era más fácil.
Pasó un día después de la explosión de San Francisco; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan solo en el reino engañoso de la imaginación.
Yo había estado en la calle de las Arcadas poco antes de que la mayor parte de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso a cumplir una comisión que se me encargó y recuerdo que la pesada e infecta atmósfera de la ciudad me ahogaba, de tal modo que apenas podía andar. Por el camino encontré el mismo niño que algunos días antes vi llorando y solo en el barrio de las Tenerías. También entonces iba solo y llorando, y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto nadie le hacía caso. Yo también pasé con indiferencia por su lado; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví atrás y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan. Cumplida mi comisión, corrí a la plazuela de San Felipe, donde después de lo de las Arcadas, estaban los pocos hombres que aun subsistían de mi batallón. Era ya de noche, y aunque en el Coso había gran fuego entre una y otra acera, los míos fueron dejados en reserva para el día siguiente, porque estaban muertos de cansancio.
Al llegar vi un hombre que envuelto en su capote paseaba de largo a largo sin hacer caso de nada ni de nadie. Era Agustín Montoria.
—¡Agustín! ¿Eres tú? —le dije acercándome—. ¡Qué pálido y demudado estás! ¿Te han herido?
—Déjame —me contestó agriamente—, no quiero compañías importunas.
—¿Estás loco? ¿Qué te pasa?
—Déjame, te digo —añadió, repeliéndome con fuerza—. Te digo que quiero estar solo. No quiero ver a nadie.
—Amigo —exclamé, comprendiendo que algún terrible pesar perturbaba el alma de mi compañero—, si te ocurre algo desagradable dímelo y tomaré para mí una parte de tu desgracia.
—¿Pues no lo sabes?
—No sé nada. Ya sabes que me mandaron con veinte hombres a la calle de las Arcadas. Desde ayer, desde la explosión de San Francisco, no nos hemos visto.
—Es verdad —repuso—. Gabriel, he buscado la muerte en esa barricada del Coso y la muerte no ha querido venir. Innumerables compañeros míos cayeron a mi lado y no ha habido una bala para mí. Gabriel, amigo mío querido, pon el cañón de una de tus pistolas en mi sien y arráncame la vida. ¿Lo creerás? Hace poco intenté matarme... No sé... parece que vino una mano invisible y me apartó el arma de las sienes. Después, otra mano suave y tibia pasó por mi frente.
—Cálmate, Agustín, y cuéntame lo que tienes.
—¡Lo que tengo! ¿Qué hora es?
—Las nueve.
—Falta una hora —exclamó con nervioso estremecimiento—. ¡Sesenta minutos! Puede ser que los franceses hayan minado esta plazuela de San Felipe donde estamos, y tal vez dentro de un instante la tierra, saltando bajo nuestros pies, abra una horrible sima en que todos quedemos sepultados, todos, la víctima y los verdugos.
—¿Qué víctima es esa?
—¿No lo sabes? El desgraciado Candiola. Está encerrado en la Torre Nueva.
En la puerta de la Torre Nueva había algunos soldados, y una macilenta luz alumbraba la entrada.
—En efecto —dije—, sé que ese infame viejo fue cogido prisionero con algunos franceses en la huerta de San Diego.
—Su crimen es indudable. Enseñó a los enemigos el paso desde Santa R...