Del cuerpo eléctrico a los oscuros circuitos del deseo: Literatura queer transnacional de las Américas
Agnieska Soltysik
Este ensayo pretende ser una invitación a reflexionar acerca de la historia no escrita de la literatura queer panamericana. La cadena de conexiones que me propongo trazar representa solo uno de los muchos circuitos de influencia dispersos, como una gran red transnacional, en todo el continente americano. Muchos más esperan en la oscuridad la corriente eléctrica de la docta curiosidad. Para empezar, planteo algunas cuestiones metodológicas implícitas en la noción de la genealogía literaria queer; luego investigo las complicidades literarias entre varios escritores, empezando por Walt Whitman, introducido en la América hispanohablante por el escritor cubano José Martí. A pesar de que Whitman es más conocido como el locuaz profeta de la fraternidad democrática panamericana, esta imagen mítica está inextricablemente vinculada no solo a su celebración del «cuerpo eléctrico», sino también, más específicamente, a su política queer del «amor de los camaradas». De este modo, para varias generaciones de poetas latinoamericanos y norteamericanos, Whitman ha sido un pionero del erotismo literario queer. La genealogía literaria que esbozaré, desde Whitman hasta el presente, zigzaguea a través del continente e incluye a Hart Crane, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Xavier Villaurrutia, Allen Ginsberg y Adrienne Rich.
En primer lugar, me gustaría explicar brevemente la elección del término queer, en vez del de homosexual, más neutro, o gay y lesbiana, más familiares. Estoy consciente del hecho de que esta palabra puede parecer una exportación angloamericana de moda, que podría conducir a interpretaciones erróneas de las circunstancias específicas del género y la sexualidad en América Latina, cuyas culturas nacionales y regionales son tan variadas. Sin embargo, como el propio término América Latina, queer serviría precisamente por su carácter extranjero: su distancia y su capacidad pueden contribuir a su utilidad. Recordemos que el concepto de una «América Latina» surgió de los fallidos proyectos franceses en México, pero el término se popularizó porque supone un sustrato cultural común entre las culturas lingüísticas derivadas del «latín» e identifica a un bloque que contrarresta con la América del Norte de habla inglesa. Del mismo modo, la palabra queer se ha convertido en el término que mejor abarca los significados de la voz médica homosexual y del monolítico «gay y «lesbiana». En vez de especificar una identidad estable o una categoría, queer funciona más como un término relativo que se opone a lo que Adrienne Rich llamaba la «heterosexualidad obligatoria», o a lo que también se conoce con el nombre de «hetero-normatividad», o sea, la ideología y las prácticas sociales que imponen la heterosexualidad como norma establecida. Queer no intenta describir una categoría de personas, sino que hace referencia a actividades, comportamientos y textos que desafían la suposición de que la heterosexualidad, la reproducción y el matrimonio son las únicas ocasiones legítimas en las que puede tener lugar la sexualidad.
Tal y como afirma Amy Kaminsky en «The Queering of Latin American Studies», «las sexualidades gay y lesbiana son dos formas de la condición de queer, pero hay otras» (Kaminsky, 2001: 209). El uso del plural sexualidades remite en esta oración al proyecto básico de los estudios queer, tal y como surge a partir de los estudios gay y lésbicos (Gay and Lesbian Studies) para cuestionar la supuesta coherencia ontológica y la definición monolítica de la homosexualidad y de la heterosexualidad. Si los estudios gay y lésbicos trataban de demostrar que las voces homosexuales existían, los estudios queer, por su parte, analizan cómo están constituidas, producidas y representadas estas voces. Aquí la cuestión de si se puede verificar biográficamente la homosexualidad de los escritores es menos importante que la de cómo ellos inscriben el deseo y la sensibilidad no-hetero-normativa en su escritura. Así, mientras que los estudios gay y lésbicos prestaban especial atención a la voz homosexual que hablaba sobre temas homosexuales, los queers han afinado su oído para escuchar los silencios, las dudas, los recursos estilísticos, las alusiones sutiles y las figuras que caracterizan la naturaleza, a menudo muy codificada, de la escritura queer.
Además, al seguir planteando la identidad sexual y de género como temas de investigación, en lugar de considerarlos como hechos conocidos, la teoría queer inaugura un espacio teórico dispuesto a interrogar el contacto intercultural y el intercambio literario que, a su vez, facilitan el traspaso crítico de fronteras. La primera frontera que estos estudios cruzan sin ninguna reticencia es la de las literaturas nacionales. Con ello no significa que ignoren o subestimen las diferencias culturales. Por el contrario, los investigadores prestan particular atención a la manera en que el género y la sexualidad se conceptualizan en diferentes contextos culturales. También están en consonancia con la manera en que clase social, raza, región y una multitud de factores culturales dentro de cualquier situación sociohistórica modulan los discursos sobre el sexo y los paradigmas de género.
Superficialmente podría parecer, por ejemplo, que el surrealismo nocturno y mórbido de Villaurrutia no posee ningún punto en común con los expansivos y vigorosos panegíricos de Whitman sobre América. Sin embargo, una lectura de ambos a través del oscuro erotismo de Neruda y de García Lorca revela vibrantes hilos de continuidad. De acuerdo con los paradigmas convencionales de la cultura y la tradición literarias, el hecho de que Lorca sea español podría suponer asimismo un problema para la elaboración de esta genealogía. No obstante, precisamente este tipo de modelos cerrados de la historia literaria, arraigado en modelos nacionalistas del patrimonio literario y al servicio de intereses nacionales más que literarios o humanos, deben ser reexaminados.
Durante las últimas décadas, el estudio de la influencia literaria ha estado, singularmente, demasiado influido por un modelo determinado: el de Harold Bloom. En La angustia de la influencia (The Anxiety of Influence, 1973) y Un mapa de malas lecturas (A Map of Misreading, 1975), Bloom desarrolló una teoría de la influencia literaria basada, de cierta manera, en el concepto freudiano del complejo de Edipo, e imaginó la relación entre escritores como una lucha de poder entre padres e hijos literarios. Dado el tropo filial que lo sustenta, este modelo puede aplicarse solo a los escritores más canónicos dentro de una misma tradición nacional. El impacto del argumento de Bloom es aún más sorprendente si se considera que su teoría no es acerca de la «influencia» en un sentido ordinario o familiar: «Por “influencia poética” no me refiero a la transmisión de ideas e imágenes de poetas anteriores a los más recientes. Esto es sin duda “algo que ocurre” [...y es] para los cazadores de fuentes y biógrafos, y [tiene] poco que ver con mi preocupación» (Bloom, 1973: 17. Traducción mía).
Lo que quiere decir Bloom por «influencia» (definida como «el estudio del ciclo de la vida del poeta como poeta») es menos claro que lo que su teoría de la influencia logra hacer; a saber, atraer la atención hacia un grupo muy exclusivo de poetas angloamericanos en el preciso momento en que este canon estaba siendo desafiado por el feminismo, los estudios afroamericanos y una naciente teoría poscolonial.
En resumen, el modelo de este académico presenta todas las características de una violenta reacción contra las transformaciones radicales que los estudios literarios estaban empezando a experimentar en las universidades estadounidenses a principios de los años setenta. Mientras tanto, cada una de estas nuevas disciplinas desarrollaba otras maneras de pensar la historia literaria y los tipos de influencia específicos entre escritoras, escritores marcados por su origen racial y escritores pos...