Sublevación de Nápoles capitaneada por Masanielo
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Sublevación de Nápoles capitaneada por Masanielo

  1. 250 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Sublevación de Nápoles capitaneada por Masanielo

Descripción del libro

Sublevación de Nápoles capitaneada por Masanielo es un tratado de Ángel Saavedra, escrito a la manera de El Príncipe de Maquiavelo, sobre una devastadora sublevación que marcó la historia de Italia. Rivas fue embajador en Nápoles y Francia; conoció de primera mano la historia que cuenta en su libro.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN de la versión impresa
9788498160529
ISBN del libro electrónico
9788499534572
Categoría
Historia
Libro II
Toraldo. Annese. El duque de Guisa
Capítulo I
Muerto el hombre prodigioso, que de una manera tan extraordinaria había dado cuerpo y forma a la sublevación; conseguido el objeto de ella con la abolición de los impuestos y gabelas y con el restablecimiento de privilegios, que imposibilitaban toda exacción arbitraria; cansada la plebe de tantos días de fatiga y de movimiento, deseosa la ciudad de Nápoles de quietud y de reposo, horrorizada además de las sangrientas escenas de que había sido teatro y restablecida de hecho la autoridad real, con fuerzas disciplinadas a sus órdenes, con la nobleza a su devoción, ganados los más influyentes jefes populares, y con gran parte del pueblo sumiso y obediente de buena fe, parecía que iban ya a amanecer para aquel desventurado reino días bonancibles de orden y de reposo y de tranquilidad. Pero la mala estrella del duque de Arcos amontonaba nuevas borrascas sobre su frente, y preparaba otras escenas de sangre y de escándalo, y más serios y graves peligros para la dominación española.
Si las exequias del dictador popular manifestaron un síntoma no dudoso de que la sublevación no había muerto con su caudillo, los días siguientes patentizaron claramente su existencia, y que no era el perplejo virrey capaz de sujetarla y de destruirla. Ya un grupo del pueblo asaltaba impunemente una panadería, so pretexto de que había vendido el pan falto; ya otro repetía los asaltos sin estorbo alguno a las casas de los matadores de Masanielo, refugiados en Castelnovo, y las saqueaban y las incendiaban; ya en el Mercado o en algún otro sitio de concurrencia se armaba una disputa, que nadie trataba de calmar ni de impedir, y que concluía a puñaladas, llamándose unos a otros forajidos y partidarios de Maddalone; ya la plaza de palacio se llenaba de gente desharrapada, que con «mueras» y «vivas» presentaban mal fundadas quejas, que eran siempre acogidas con indigna debilidad; ya los soldados tudescos y españoles, que discurrían solos y desarmados por las calles, tenían que refugiarse a sus cuarteles o a los cuerpos de guardia más inmediatos, siempre apedreados, y a menudo heridos. Y no aparecía una medida vigorosa que asegurase a unos y que contuviese a otros; no se publicaba un bando con disposiciones tales que imposibilitaran aquellos desórdenes; no se hacía un escarmiento que arredrase a los díscolos, que amedrentase a los facinerosos; en fin, no había gobierno.
Si era tan triste el estado de la capital, no era más lisonjero el de las provincias del reino. Por todo él había cundido de un modo o de otro la sublevación, y en todas estaba roto el freno de la obediencia al poder legítimo. En las grandes ciudades se desarrolló el elemento popular; fueron arrojadas o asesinadas las autoridades, alzados todos los impuestos; repartiéronse armas al paisanaje, y se ejecutaron las más violentas rapiñas y las más atroces venganzas. En las villas y aldeas, en unas los barones, señores de la tierra, se fortificaron en sus palacios y castillos, para libertarse del furor de sus colonos, y ejercían sobre ellos la más dura tiranía, ayudados de bandidos que llamaron a sueldo; en otras, los colonos tomaron la delantera, incendiaron las casas fuertes y señoriales y se declararon de realengo. Solo donde las guarniciones españolas y tudescas eran bastante numerosas para tener en brida a los habitantes se conservaba una aparente tranquilidad, o, por mejor decir, una mal comprimida sublevación.
Los altos señores feudales hacían, por su parte, esfuerzos para contener el desorden, demostrar fidelidad al rey y ayudar a la autoridad legítima; conociendo harto que, no siéndoles posible amalgamarse con el pueblo, no les quedaba otra tabla de salvación en tan deshecha borrasca. Pero la autoridad legítima, o porque aún desconfiaba de la ayuda de los potentados, o porque no quería combatir, les mandó derramar y despedir las fuerzas que a su costa levantaban y mantenían, perdiendo así un elemento de represión muy ejecutivo, y un medio seguro de mantener en el dominio de España aquel importantísimo Estado.
Las ciudades, villas, aldeas y campiñas que circundan la capital obedecieron a Masanielo, cuyos tenientes, con pelotones napolitanos, las recorrían y alarmaban. En las provincias más distantes no fue nunca tan absoluto el dominio del pescadero, pero se alzaron y seguían los movimientos y progresos de la insurrección. En la de Otranto fueron muy graves los conflictos. En la de Lecce las rivalidades entre los funcionarios públicos Anolini y Boccapianola, sobre quién debía dar cumplimiento a las órdenes del virrey suprimiendo las gabelas, dio margen a asesinatos, incendios y escenas de ferocidad inaudita. La ciudad de Aquila fue teatro de horrorosos desórdenes. La de Nardo, feudo del conde de Conversano, se declaró de realengo; acudió aquél a sujetarla con fuerza considerable de bandidos, y fue rechazado; pero por interposición del obispo monseñor Pappacoda hubo advenimiento, entregándose de nuevo la ciudad, con ciertas condiciones, a su señor, quien, en cuanto entró en ella, olvidándolas todas y hallándolas sin miramiento, se entregó a las más sangrientas venganzas. En Chietti, cuidad del Abruzzo, comprada poco antes a la corona por don Ferrante Caracciolo, se levantaron los nobles para sacudir el moderno yugo feudal; asesinaron a los empleados, jueces y administradores del señor, y se declararon de nuevo vasallos del rey. En Foggia, un tiro que casualmente se escapó a un centinela fue origen de una sublevación espantosa, en que hubo gran derramamiento de sangre. La provincia de Basilicata estaba sometida a la dominación de Hipólito Postrena, que se apoderó de Salerno. Mateo Caivano, hombre oscurísimo, había levantado con buen éxito el estandarte popular en Tarento. La tierra de Bari estaba toda en fermentación. Ambos Abruzzos en el mayor desorden, presa de la más espantosa anarquía. Y las dos Calabrias, agitadas por Toraldo y Marota, comisionados del pueblo de Nápoles, eran campo miserable de los excesos revolucionarios y de las atrocidades de los bandidos, que o servían a los señores de la tierra, o se aprovechaban de la fuga de las tropas y de la ausencia de las autoridades para saquear las villas en desorden y los lugares sin defensa. Ni los respetables monasterios de la Cava y de Monte Casino se vieron libres de la invasión de los revoltosos, y corrieron gran riesgo aquellos ricos archivos, depósito y refugio en los siglos bárbaros de todo el saber humano, de ser reducidos a cenizas. Es muy curiosa la declaración que arrancó el abad del monasterio de la Cava al jefe popular que fue a atacarlo, documento que tenemos a la vista.
En fin, llegó a tal punto el vértigo de insurrección y desorden, que se difundía con la atmósfera y que se comunicaba como un contagio pestilencial, invadiendo todos los pechos, acalorando todas las cabezas, que en la aldea de Schiavoni, compuesta de unas treinta chozas, se reunieron un domingo los habitantes para hacer también su insurrección. Y como se encontrasen que eran todos parientes y amigos, que no había autoridad contra quien rebelarse, ni riquezas que saquear, ni gabelas que abolir, quedaron muy desconcertados y mohínos, cuando uno de ellos dijo, como si fuese inspirado: «Venid e incendiad mi choza, que nada me importa con tal que hagamos algo, y que no se diga que somos cobardes y malos patriotas». Y la choza de este héroe, que así se inmolaba en las aras de la reputación de su aldea, fue inmediatamente reducida a cenizas, con grandes alaridos, y procurando aquellos inocentes rústicos contrahacer, lo mejor que supieron, los furores que habían oído contar de Nápoles y de otras ciudades de importancia. En Tuturano, aldea inmediata a Brindis, por hacer algo, prendieron fuego a la taberna. Y en un casal de Calabria, las mujeres se rebelaron contra los maridos y quemaron a dos de ellos con sus hijos, incendiando un pajar en que se habían refugiado.
Sentimos no haber encontrado bastantes materiales para escribir con más detención sobre estos acontecimientos, cuyas particularidades darían una exacta idea del carácter de la época y del estado en que llegó a ponerse el reino de Nápoles. Pero no existen documentos de aquel tiempo en los archivos públicos, y los escritores de entonces, dedicando toda su atención a las ocurrencias de la capital, solo hacen leves indicaciones de lo acaecido en las provincias, y alusiones a casos particulares ocurridos en ellas, que no han llegado hasta nosotros. Mas lo que dejamos ligeramente apuntado, siguiendo a los más graves autores contemporáneos, basta para dar a conocer que el país todo estaba hondamente conmovido, aunque, por fortuna de España, sin un pensamiento nacional unánime, sin un objeto fijo, sin una dirección determinada, sin un caudillo solo a quien todos obedecieran. En fin, andaba revuelta la tierra, estaban amotinados los pueblos, reinaba una desconcertada y feroz anarquía; pero en el reino de Nápoles no había hasta entonces «rebelión». Ésta apareció al cabo, porque hasta debía suceder, como no tardaremos en referir.
Capítulo II
En Nápoles cada instante asomaban nuevas pruebas de que continuaba, como antes, la sublevación. El día 19 de julio se alteró la ciudad, volviendo a ponerse en armas el populacho, porque se esparció la falsa nueva de haber sido asesinado por los españoles el electo del pueblo. Y el día 20 hubo un serio alboroto, porque los aduaneros empezaron a exigir, como antes, los impuestos abolidos por la capitulación. El furor popular quiso dirigirse, desde luego, contra el virrey; pero Julio Genovino, deseoso de mostrar su celo por el legítimo gobierno, para no ver retardada la posesión de la presidencia del tribunal de la sumaria, que le estaba ofrecida, consiguió con su maña y sagacidad calmar al pueblo y persuadirle que llevase sus quejas al arzobispo, el cual se entendería mejor con el duque de Arcos, sin cuyo conocimiento, osó asegurar, se estaba cometiendo aquella tropelía por los empleados subalternos. Y, efectivamente, fue dirigida al cardenal una respetuosa representación por escrito.
Corrió en aquella ocasión gran riesgo un caballero español, llamado don Miguel Sanfelices, porque, encontrando en la calle una de las turbas, dijo imprudentemente: «Gritad, gritad, que pronto comeréis piedras.» A la ligereza de un poderoso caballo en que iba montado debió la vida, huyendo a esconderse donde no pudieron dar con él. Pero tomó con este accidente tanto cuerpo la asonada, que tuvo el virrey, para calmarla, que poner a talla la cabeza del fugitivo, como si fuese la del mayor traidor o facineroso.
Al mediodía, y cuando todo estaba ya tranquilo, alborotaron de nuevo la ciudad los habitantes de Milito, casal inmediato, entrando armados y con gran gritería por las calles de Nápoles, buscando, para matarlo, a su señor, el consejero Francisco Antonio Moscettola. Estaba éste muy descuidado comiendo con su familia, cuando vio invadida su casa por aquella furibunda turba de rústicos, seguida de gran número de curiosos, que aumentaban la confusión. Alterado y sorprendido, huyó con su mujer y logró esconderse, abandonando la casa con las muchas riquezas que contenía, y una preciosa biblioteca, al furor y codicia de sus rebeldes vasallos, que quemando, destruyendo y robándolo todo, sin que nadie lo impidiese, volvieron a su aldea satisfechos y triunfantes, pero pesarosos de no haberse llevado consigo la cabeza de su señor.
También hubo dos distintas asonadas harto cómicas. Las mujeres del populacho más soez se reunieron, recorrieron armadas y voceando las calles y plazas, y se dirigieron al Monte de Piedad, para exigir que se aboliesen ciertos artículos del reglamento que, siendo favorables a las ropas buenas y a las joyas que empeñaban los ricos, perjudicaban a los harapos y miserias que empeñaban los pobres; y pedían, a favor de estos efectos de ningún valor, la preferencia. El director del establecimiento, hombre sagaz y de sangre fría, les abrió las puertas y las calmó con buenas razones, y con oferta de servirlas, con lo que se retiraron muy ufanas y contentas, cantando victoria y celebrando su soñado triunfo. La otra asonada la hicieron los mendigos de la ciudad contra los frailes cartujos. Repartía aquel monasterio a su puerta, un día de la semana, ciertas limosnas de una obra pía, fundada por la famosa reina Juana; y los que la recibían, no queriendo incomodarse en subir por ella a la cartuja, fundada en un cerro junto al castillo de San Telmo, exigieron que se les diese en la Plaza del Mercado. Resistiendo los cartujos esta inconsiderada exigencia, los interesados trataron, sin más ni más, de hacerla efectiva por la vía de las armas. Y se vieron aquel día trepar por aquellos agrios recuestos a más de mil pobres ciegos, cojos, mancos y tullidos, armados de garrotes y de algunas alabardas y arcabuces, amenazando incendiar el monasterio y pasar a cuchillo a los monjes. Y eran tales sus bravatas y ademanes resueltos, que los religiosos cerraron las puertas y pidieron socorro al vecino castillo. Mas tomó tanto cuerpo el ataque con los valedores y amigos de aquella inmunda canalla, que tuvieron que salir los monjes con buenas razones y prudentes ofertas a calmar a los amotinados, volviendo éstos a la ciudad muy contentos con la muestra de su valentía.
Pero cuando volvió a aparecer la sublevación en toda su fuerza, y amenazadora y terrible, fue el 29 de julio. Atravesando a primera mañana la Plaza del Mercado el electo del pueblo Francisco Arpaya, fue llamado aparte con gran recato por Jenaro Annese, que ya empezaba a darse tono de sucesor de Masanielo, y por un tal Vanno Panariello, jefe popular de mucha valía. Y le dijeron que el pueblo había sido completamente engañado, porque al leerle las capitulaciones juradas habían dejado en silencio muchas frases do los artículos, cual aparecían impresos, y que echaban abajo o anulaban las disposiciones más importantes. Que, por fortuna, hasta entonces nadie había reparado en ello; pero que si no se remediaba pronto tan insigne mala fe, ellos serían los primeros en publicar la indigna superchería y en excitar a los napolitanos a hacerse por sí mismos pronta y cumplida justicia. Hízose de nuevas el electo, respondiéndoles que no encontraba motivo para aquella desconfianza, y Annese y Panariello le mostraron un ejemplar impreso de la capitulación, y en el artículo que disponía la abolición total de las gabelas y contribuciones, no existentes el tiempo del emperador Carlos V, la cláusula siguiente: «...exceptuándose aquellas que estuviesen arrendadas a particulares» con lo que, ciertamente, estándolo todas, quedaba inválido y sin efecto lo pactado en tan importante artículo. Desconcertóse el electo, y aseguró que era yerro de imprenta. Y que faltaba un «no», que había, sin duda, en el original, antes de la palabra «exceptuándose». Fueron los tres incontinenti a la imprenta para asegurarse, y el impresor, con los manuscritos a la vista, demostró que había estampado con toda exactitud. Arpaya entonces ofreció hablar al instante al virrey, para que se deshiciese la equivocación, y rogó a Annese y a Panariello que no lo divulgasen. Sobrevino en esto a hablar del mismo asunto un clérigo revoltoso, llamado don Onofre Jacutio, el que, cuando los otros se apartaron aparentemente satisfechos, y se vio solo con el electo, le exigió que se le diesen reservadamente 2.000 cequíes por guardar el secreto. Rechazó aquél la proposición sin agraviar al clérigo, y fue a dar parte de todo al duque; no dudando de que la noticia iba muy pronto a difundirse por el pueblo y a producir funestísimos resultados.
Perplejo, como siempre, el virrey, y desconociendo, a pesar de tan repetidos escarmientos, que cuando es forzoso hacer concesiones al pueblo alborotado es mejor hacerlas en los primeros momentos, cuando aún las pide de rodillas y como gracia que después cuando las exige con las armas en la mano y como derecho, entró en consultas dilatorias y evasivas, diciendo «que no podía arruinar así, de una plumada, a más de cincuenta mil familias, interesadas de antiguo en los arriendos de impuestos y gabelas». La razón era, ciertamente, poderosa; pero no aquél el momento oportuno de darle valor. Pues aunque es un principio de justicia que todos los derechos adquiridos son respetables, y que si están acaso fundados en abusos que necesitan de reforma debe ésta hacerse poco a poco y con mucho pulso, cuidando de indemnizar a los poseedores de buena fe y de subsanar intereses creados bajo el amparo de leyes buen...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Al excelentísimo señor don Francisco Javier de Istúriz
  4. Prólogo
  5. Introducción
  6. Libro I
  7. Libro II
  8. Libros a la carta