Carta atenagórica
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Sor Juana Inés de la Cruz

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Sor Juana Inés de la Cruz

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LaCarta Atenagóricafue escrita en noviembre de 1690 por sor Juana Inés de la Cruz. Es un ejercicio de reflexión, elaborado a partir de la lectura de un sermón del padre Antonio Vieira, S. J.La carta fue enviada al obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz. Este la publicó en 1690 sin que se conozcan los motivos que lo llevaron a ello.En el prólogo a tal obra, firmada como «Sor Filotea de la Cruz» (el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz), aparte de los elogios de rigor, también le hacía un reproche a Sor Juana: el de no dedicar su talento a la teología, en vez de limitarse a obras literarias más o menos profanas.Como defensa ante las reacciones y ataques originados por la publicación de laCarta atenagórica, sor Juana se apresuró a escribir suRespuesta a Sor Filotea de la Cruz(1691).De la Respuesta a Sor Filotea, interesa destacar tresaspectos que la convierten en una obra singular: - es autobiográfica (se describe la trayectoria intelectual de la autora, con sus progresos, problemas y obstáculos que ha tenido que vencer por ser mujer y la defensa de la educación de las mujeres y su derecho a comentar e interpretar cualquier texto religioso)- es polémica (se defiende de los ataques)- y es erudita (abundan las referencias y citas, como no podía ser menos, de autoridades clásicas y cristianas).SegúnOctavio Pazen su ensayoSor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe(1982): «la preeminencia alcanzada por sor Juana ofendía a muchos prelados; todos ellos eran sus superiores y casi todos presumían de teólogos, literatos y poetas. La monja encarnaba una excepción doble e insoportable: la de su sexo y la de su superioridad intelectual».

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN
9788499539027
Carta atenagórica
Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz, religiosa del convento de San Jerónimo de la ciudad de México, en que hace juicio de un sermón del Mandato que predicó el Reverendísimo padre Antonio de Vieyra, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de Lisboa.
Muy Señor Mío: De las bachillerías de una conversación, que en la merced que Vuestra majestad me hace pasaron plaza de vivezas, nació en Vuestra majestad el deseo de ver por escrito algunos discursos que allí hice de repente sobre los sermones de un excelente orador, alabando algunas veces sus fundamentos, otras disintiendo, y siempre admirándome de su sin igual ingenio, que aun sobresale más en lo segundo que en lo primero, porque sobre sólidas basas no es tanto de admirar la hermosura de una fábrica, como la de la que sobre flacos fundamentos se ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones de este sutilísimo talento, que es tal su suavidad, su viveza y energía, que al mismo que disiente, enamora con la belleza de la oración, suspende con la dulzura y hechiza con la gracia, y eleva, admira y encanta con el todo. De esto hablamos, y vuestra majestad gustó (como ya dije) ver esto escrito; y porque conozca que le obedezco en lo más difícil, no solo de parte del entendimiento en asunto tan arduo como notar proposiciones de tan gran sujeto, sino de parte de mi genio, repugnante a todo lo que parece impugnar a nadie, lo hago; aunque modificado este inconveniente, en que así de lo uno como de lo otro, será vuestra majestad solo el testigo, en quien la propia autoridad de su precepto honestará los errores de mi obediencia, que a otros ojos pareciera desproporcionada soberbia, y más cayendo en sexo tan desacreditado en materia de letras con la común acepción de todo el mundo.
Y para que vuestra majestad vea cuán purificado va de toda pasión mi sentir, propongo tres razones que en este insigne varón concurren de especial amor y reverencia mía. La primera es el cordialísimo y filial cariño a su Sagrada Religión, de quien, en el afecto, no soy menos hija que dicho sujeto. La segunda, la grande afición que este admirable pasmo de los ingenios me ha siempre debido, en tanto grado que suelo decir (y lo siento así), que si Dios me diera a escoger talentos, no eligiera otro que el suyo. La tercera, el que a su generosa nación tengo oculta simpatía. Que juntas a la general de no tener espíritu de contradicción sobraban para callar (como lo hiciera a no tener contrario precepto); pero no bastarán a que el entendimiento humano, potencia libre y que asiente o disiente necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda por lisonjear el comedimiento de la voluntad.
En cuya suposición, digo que esto no es replicar, sino referir simplemente mi sentir; y éste, tan ajeno de creer de sí lo que del suyo pensó dicho orador diciendo que nadie le adelantaría (proposición en que habló más su nación, que su profesión y entendimiento), que desde luego llevo pensado y creído que cualquiera adelantará mis discursos con infinitos grados.
Y no puedo dejar de decir que a éste, que parece atrevimiento, abrió él mismo camino, y holló él primero las intactas sendas, dejando no solo ejemplificadas, pero fáciles las menores osadías, a vista de su mayor arrojo. Pues si sintió vigor en su pluma para adelantar en uno de sus sermones (que será solo el asunto de este papel) tres plumas, sobre doctas, canonizadas, ¿qué mucho que haya quien intente adelantar la suya, no ya canonizada, aunque tan docta? Si hay un Tulio moderno que se atreva a adelantar a un Agustino, a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué mucho que haya quien ose responder a este Tulio? Si hay quien ose combatir en el ingenio con tres más que hombres, ¿qué mucho es que haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre? Y más si se acompaña y ampara de aquellos tres gigantes, pues mi asunto es defender las razones de los tres Santos Padres. Mal dije. Mi asunto es defenderme con las razones de los tres Santos Padres. (Ahora creo que acerté.)
Y entrando en él, digo que seguiré en la respuesta el método mismo que siguió el orador en el sermón citado, que es del Mandato; y es en esta forma:
Habla de las finezas de Cristo en el fin de su vida: in finem dilexit (Ioan. 13 cap.); y propone el sentir de tres Santos Padres, que son Agustino, Tomás y Crisóstomo, con tan generosa osadía, que dice: “El estilo que he de guardar en este discurso será éste: referiré primero las opiniones de los Santos, y después diré también la mía; mas con esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los Santos, a que yo no dé otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale”. Éstas son sus formales palabras, ésta su proposición, y ésta la que motiva la respuesta.
La opinión primera es de Agustino, que siente que la mayor fineza de Cristo fue morir, probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis. (Ioan. 15 cap. I.)
Dice este orador que mayor fineza fue en Cristo ausentarse que morir. Pruébalo por discurso: porque Cristo amaba más a los hombres que a su vida, pues da la vida por ellos; luego más fineza es ausentarse que morir. Pruébalo con el texto de la Magdalena, que llora en el Sepulcro y no al pie de la Cruz; porque aquí ve a Cristo muerto y allí ausente, y es mayor dolor la ausencia que la muerte. Pruébalo más, con que Cristo no hace demostraciones de sentimiento en la Cruz cuando muere: Inclinato capite emisit spiritum y las hace en el Huerto, porque se aparta: factus in agonia, porque le es más sensible la ausencia que la muerte. Pruébalo con que, pudiendo Cristo resucitar al segundo instante que murió y sacramentarse después de la Resurrección —que lo primero era el remedio de la muerte y lo segundo de la ausencia—, dilata el remedio de la muerte hasta el tercero día, y el de la ausencia no solo no lo dilata, sino que le anticipa, sacramentándose el día antes de morir; luego siente más Cristo la ausencia que la muerte. Prueba más. Dice que Cristo murió una vez y se ausentó una vez; pero que a la muerte no le dio más que un remedio, resucitando una vez, mas que a la ausencia le buscó infinitos, sacramentándose. Y así, a la muerte dio una resurrección por remedio; pero por una ausencia multiplica infinitas presencias. Luego siente más la ausencia que la muerte. Dice más: ...

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