Cartas desde Cuba
eBook - ePub

Cartas desde Cuba

  1. 150 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Las Cartas desde Cuba de Fredrika Bremer fueron dirigidas a su hermana menor Ághate, tristemente fallecida de tuberculosis antes que Fredrika regresara a Estocolmo. Fredrika llegó a La Habana el 31 de enero de 1851 y de inmediato escribió la primera carta. En ellas retrata, en forma de diario, sus viajes por la isla de Cuba, toma apuntes sobre la vegetación, hace consideraciones sobre la vida de los cubanos y la arquitectura cubana. En definitiva, todo lo que ve, experimenta y conoce de este rincón de las Antillas se traduce en una prosa inteligente, sincera y arriesgada.Se cree que Fredrika Bremer fue la primera que escribió sobre la música gospel y las canciones de los esclavos que había escuchado a lo largo de este viaje. Sus Cartas desde Cuba contienen, además, todo tipo de críticas a las terribles condiciones que sufrían los esclavos en la isla de Cuba: …La situación de los esclavos en las plantaciones es aquí, generalmente, peor que en los Estados Unidos; viven peor, se alimentan peor, trabajan más duramente y carecen de toda enseñanza religiosa. Se les considera totalmente como ganado, y el comercio de esclavos con África se practica todavía, aunque en secreto.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Cartas desde Cuba de Fredrika Bremer, Matilde Goulard de Westberg en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Colecciones literarias. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788490074435
Carta XXXIII
Matanzas, 23 de febrero de 1851
¡Qué bello es esto, Agathe querida, y qué bien se está aquí! En este aire delicioso, lleno de brisas embalsamadas, en esta buena casa, clara y confortable en todos los aspectos —la casa del señor y la señora Baley—, donde estoy ahora, me siento renacer a la vida. Llevo aquí toda una semana, que ha pasado como un solo día bello y claro.
Me vino muy bien el abandonar la calurosa y polvorienta Habana, el lunes 16 por la mañana temprano. Y allí también abandoné mi dolor de cabeza. Me libré de él la noche anterior, cuando me fui a la cama y pude dormir bien. La amable señora Tolmé, profundamente buena, ya estaba en pie conmigo a las cinco de la mañana siguiente, y consiguió que de un restaurante nos sirvieran algo a ella y a mí, porque no quería despertar a sus esclavas tan temprano, y después de despedirme cordialmente de ella y de su esposo, me senté en su volanta, acompañada por uno de los hijos más jóvenes de la casa mi favorito entre todos: Frank Tolmé. El calesero hizo chasquear el látigo, y rápidamente partimos balanceándonos hacia la estación del ferrocarril. Me sentí muy contenta cuando, con la ayuda de mi joven acompañante, superé todas las dificultades y trámites en la estación del ferrocarril y me senté tranquilamente en un amplio vagón. Estaba construido a la manera americana, porque los americanos han trazado el ferrocarril y han construido los vagones en Cuba. Todas las ventanillas estaban bajadas, para permitir que el delicioso aire de la mañana entrase, y aunque todos los señores que iban en el vagón —en número de cuarenta o cincuenta— fumaban tabacos o cigarros, no se notaba el olor ni apenas se veía el humo. El aire de Cuba parece tener la virtud de aniquilar el humo. Yo era la única mujer viajera en el vagón, y estaba sentada en mi sofá, casi sola en aquella parte del coche. Por eso pude mirar a mi alrededor con mayor libertad y... ¡Ah! ¡Qué mañana aquélla, en que volé sobre la tierra nueva, bella como el Edén, a través de un aire paradisíaco, viendo a mi alrededor escenas y objetos nuevos y encantadores! ¡Tanto goce solamente se puede celebrar con un íntimo y profundo reconocimiento!
Había llovido por la noche, y bellos nubarrones cubrían la bóveda celeste y se amontonaban en el horizonte, agrupándose en formas fantásticas sobre las montañas azules. De pronto se levantaron sobre alas, en forma de pesados cortinajes, para dejar pasar al Sol naciente; luego, formaron un espléndido portal enmarcado en oro, y a través de él resplandecía un mar de luces rosadas. Brilló un rayo sobre la cumbre de la montaña, y... el Sol salió. Las fantásticas casitas azules y amarillas, con sus jardincitos llanos de brillantes flores y extrañas plantas, las chozas cubiertas de guano, las altas palmeras verdes sobre sus techos grises y amarillentos, las arboledas de mango, plátano o naranja, y los cocoteros, los verdes setos y los campos, todo brillaba con incomparable frescura y belleza en la mañana húmeda y suave, iluminado por el Sol. Por todas partes, cerca de la vía, me salían al encuentro objetos nuevos y bellos, en forma de flores, plantas, jardines y viviendas que me daban los buenos días al pasar volando. Pero un terreno sembrado de papas y otro de coles me saludaban como compatriotas y viejos amigos. El paisaje entero parecía un enorme jardín; bellas palmeras se alzaban por todas partes meciendo sus copas a la brisa matutina, y a lo largo del horizonte se elevaba una cadena de colinas de un azul oscuro.
Me sentía bien; nadie podía sentirse mejor que yo. ¡Mi alma y mi cuerpo tenían alas! Volaba sobre la bella tierra resplandeciente.
Poco a poco desaparecieron las casas, y las plantaciones de caña de azúcar y de otros cultivos que no conozco dominaron el paisaje. Atravesamos bosques enteros de banano. Después, el campo tomó un aspecto más agreste, y se veían plantas parásitas sobre los árboles y las praderas. Pronto dominaron aquéllas, y parecía que ahogaban la vegetación. Muchas copas de árboles soportaban jardines enteros de plantas aéreas, orquídeas y áloes en sus ramas, lo cual tiene un aspecto más extraño que bello, aunque muchas de estas plantas parásitas tengan flores bastante hermosas. Pero en conjunto se ven pesadas y poco naturales. En cierto campo, no lejos de la vía, observé una alta ceiba medio muerta, en torno a cuyo gigantesco tronco la planta parásita llamada jagüey hembra (una higuera femenina) había entrelazado un centenar de ramas, como serpientes, en un abrazo inmenso, ciñendo el árbol desde la raíz a la cima hasta casi ahogarlo. Este duelo a muerte entre la ceiba y la planta parásita, que crece y se alimenta de su vida y finalmente la destruye, se ve a menudo en Cuba, y es un espectáculo extraordinario y verdaderamente terrible. Es una imagen de completa tragedia, que recuerda a Hércules y Deyanira, al rey Agne y Aslög.
La primera parte del día y del viaje estuvo llena de goces, entre los cuales tengo que contar unos bocadillos, hechos con una especie de anchoas y queso, que la buena señora Tolmé me había proporcionado, y algunos plátanos. Al comerlos pensé en ella, tan maternal, tan buena, tan preocupada por mí y por todos los que la necesitan. El agradecimiento y el placer que nos proporcionan las gentes es el mejor alimento del alma. Después, el día resultó muy caliente; y la tierra, demasiado cubierta de plantas trepadoras. Me sentí amodorrada y oprimida. En una estación de ferrocarril entraron en el vagón algunas mujeres con fisonomías españolas. Parecían gentes del campo, pero iban bien vestidas y con la cabeza descubierta. Un par de ellas eran muy bellas, tenían soberbias figuras de formas redondeadas y recibieron con magnífico orgullo y desdén a un par de galanteadores, que las habían seguido y les ofrecían en el último momento ramos de flores y gestos que no indicaban desesperación, sino más bien picardía, y que se retiraron sin haber conseguido ni una mirada de las bellas orgullosas. Este episodio me despertó un poco. Y totalmente despierta me mantuve durante la tarde, hasta cuando salimos de la región cubierta de matorrales y la perspectiva se abrió ampliamente, de pronto, sobre la ciudad de Matanzas. Vi entonces la soberbia bahía, en aquel momento de un azul purísimo; en el fondo, la elevada cadena montañosa del Pan de Matanzas, llamado así por su forma, y la abertura del valle de Yumurí.
Los soplos del viento más delicioso y fresco me recibieron aquí. En la estación del ferrocarril vinieron dos señores con suaves y agradables rostros a darme la bienvenida. Se trataba de mi joven compatriota, el señor Franke de Goteborg, establecido en Matanzas como primer empleado en una gran casa de comercio, y el señor J. Baley, que en su volanta me llevó a su casa. Allí me recibió alegre y amablemente su bella y joven esposa; una criolla, pero con un aspecto nórdico, rubio y fresco, que solamente necesitaba un casco en la cabeza para servir de modelo en la representación de una valkiria.
Con esta pareja joven he vivido una vida sumamente tranquila y me he recuperado en cuerpo y alma, en parte a causa de su agradable vivienda —mi joven anfitriona es hija de una angloamericana, y todo en la casa lleva el sello de la limpieza, del orden y del agrado que caracterizan a las amas de casa de esta raza—, y en parte a causa de mis paseos solitarios por parajes de los alrededores de la ciudad; aunque es tan poco usual que una dama —especialmente con sombrero en la cabeza— utilice sus propios medios de pasearse, en lugar de emplear el caballo o la volanta para salir de casa, que los negritos y las negritas corren detrás de mí gritando y riendo. Las personas mayores se detienen, estupefactas, y los caballos y los bueyes a veces se asustan. Pero ahora comienzan a acostumbrarse a mí y a verme salir. A no ser por muy buenas razones, no abandonaré mis solitarias caminatas de descubrimiento.
¿Quieres acompañarme en una de ellas, la primera y la más encantadora que he hecho, cuando visité, sola y por la mañana temprano, el valle de Yumurí? Que la mañana era hermosa lo comprenderás, pero hasta qué punto no lo puede comprender nadie que no haya saboreado, al despuntar el alba, la caricia del aliento del mar en la bahía de Matanzas. El valle de Yumurí está a unos doscientos pasos de Matanzas. Es una abertura entre dos altas rocas, y por esa abertura va a unirse con el mar un pequeño río claro entre dos orillas verdes. No digo que se arroja en él, porque es demasiado tranquilo para esto; es claro como el cristal y sosegado. Sigamos el arroyo por el paso de la montaña. Del otro lado se extiende el campo abierto y la amplia bahía azulada de Matanzas, con barcos de todos los países del mundo que la van cruzando o que ya están anclados muy, muy lejos.
Seguimos el río Yumurí a través del paso entre las rocas, y allí, en el interior, se abre un maravilloso valle lleno de palmeras y arbustos frondosos sobre la tierra verde, y cerrado a ambos lados por altas laderas. La sombra de las montañas, fresca y oscura, se proyecta sobre la parte del valle donde avanza el camino. ¡Qué bien se está aquí en la sombra fresca! A la izquierda corre el río cristalino, que comienza a ocultarse de nuestras miradas en una extensión de mangles; éstos son una especie de arbustos que crecen en el agua y que se multiplican lanzando sus ramas hacia las profundidades, donde echan raíces y resurgen como nuevos arbustos verdes. Al otro lado del río se alza, con laderas abruptas pero cúspides suavemente onduladas, el Pan de Matanzas; del lado de acá, a lo largo del camino, algo más inclinadas, están las alturas de La Cumbre. Algunas rocas forman en las alturas atrevidas columnas; otras se abren formando grutas, pórticos y arcos misteriosos, que solamente los pájaros que cruzan la bóveda celeste pueden visitar. Las palmeras coronan las onduladas alturas, y frondosas guirnaldas de plantas trepadoras, desconocidas para mí, cuelgan de ellas. Abajo, a sus pies, la vegetación es aún más exuberante; es un lecho turgente de bellos árboles, arbustos y flores, entre los cuales me pierdo, encantada e ignorante. De algunos conozco el nombre popular. Allí arde la flor de la fiebre, oro y fuego, en su indescriptible esplendor; allí está el heliotropo silvestre, frondoso, pero modesto en color y forma, como nuestros heliotropos nórdicos de invernadero; allí está la bella flor, blanca como la nieve, del mangle, con un cáliz en forma mitad de campana y mitad de lirio, y un delicioso olor; y allí, a lo largo del camino, a nuestros pies, se puede ver una pequeña mata, llena de brillantes florecitas rojas con centenares de boquitas o piquitos abiertos sobre sus tallos, hacia arriba cuando son jóvenes y más tarde inclinados hacia la tierra, sobre la cual caen al fin, todavía completamente rojos y frescos, cuando han envejecido. Y mira cómo los pequeños colibríes, de un verde aterciopelado, revolotean a su alrededor: observa qué enamorados están de ellas, qué poco temerosos de nosotras, cómo sumergen sus largos picos en los picos de las flores, mientras agitan las alas —el mundo de los animales y el de las plantas se besan aquí—: ¡es de lo más encantador! Estas plantas, con sus flores rojas que caen, se llaman lágrimas de Cupido, Lacrimas Cupido. Pero las lágrimas de Cupido no son de ninguna manera las pálidas lágrimas del dolor; son las lágrimas ardientes de un corazón henchido, feliz. El corazón de la naturaleza las llora, y amantes alados absorben su dulzura.
Todavía se extiende el valle ante nosotros, encastillado en su profundidad. Las laderas onduladas de la montaña nos cierran la vista. Pero el camino tuerce rápidamente a la derecha y el valle se abre. Ante nosotras, en el seno de la montaña, en el más delicioso bosquecillo de palmeras, se halla una pequeña casita de campo cubana con techo de guano, y nuestro camino atraviesa un grupo de cocoteros cargados de frutos. Aquí hay una pequeña cuesta y, a la derecha de ella, a poca distancia del camino, los restos de un muro de piedra junto a un pozo. Alrededor crecen, en pintoresco desorden, cocoteros, zapotes, mameyes y mangos, cipreses de Ceilán, ceibas y otros árboles desconocidos para mí. Pero todavía no queremos descansar; tenemos que ver más cosas del valle aún. Bajemos la pequeña cuesta hacia la casa de campo; pero, inmediatamente debajo de ella, el camino tuerce hacia la izquierda y atraviesa derecho el interior del valle. Éste se abre ante nosotras como un bello y grande bosque de palmeras, rodeado por el marco elíptico de las cumbres bien apretadas. Avanzamos otro poco por el camino; el valle se ensancha, el suelo ondula suavemente, y adondequiera que miremos vemos solamente palmeras, palmeras y palmeras; bajo tales árboles y en tales bosques pudieran caminar hermosos seres inmortales.
Allí hay una pequeña finca con una casa de techo de guano y chozas de ramajes, no lejos del camino; una gran adelfa en flor luce entre ellas. Nos acercaremos para echar un vistazo; pediremos agua. La campesina, una mujer de ojos oscuros, delgada y seca, parece que quisiera darnos todo lo que posee; aunque no nos entiende y tampoco nosotras l...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Carta XXXI
  4. Carta XXXIII
  5. Carta XXXIV
  6. Carta XXXV
  7. Carta XXXVI
  8. Libros a la carta