Montevideo
Señor don Vicente F. López.
Montevideo, enero 25 de 1846.
¡Cuánto ha dilatado, mi buen amigo, esta carta tantas veces prometida, que se hace al mar al tiempo mismo que yo me abandono de nuevo a las ondas del Plata, para ganar el proceloso Atlántico en prosecución de mi viaje! Entre Chile y Montevideo media más que el Cabo de Hornos, que ningún obstáculo serio opone a la ciencia del navegante; media la incomunicación natural de los nuevos estados de América, que no ligará el proyectado Congreso Americano, por aquel secreto pero seguro instinto que lleva a los pueblos, como a las plantas, a volverse hacia el lado de donde la luz viene. Por lo que he podido traslucir de los resultados comerciales del cargamento de cereales de la Enriqueta, muchos miles hubiera ganado el comercio chileno, proveyendo de víveres esta plaza; pero el comercio allí no ha sabido que en las plazas sitiadas se come, cosa que no ignoraban por cierto los norteamericanos que le envían sus trigos.
Usted no ha estado en Montevideo, ni después de larga ausencia remontado el amarillento río, acercádose a la patria, divinizada siempre en el recuerdo de los proscritos. Suceden a veces cosas tan extrañas, que hicieran creer que hay relaciones misteriosas entre el mundo físico y el moral, justificando aquella tenaz persistencia del pueblo en los augurios, en los presentimientos y en los signos. Después de cansada y larga travesía, nos acercábamos a las costas argentinas. Habíamos dejado atrás las islas Malvinas, y el capitán cuidadoso tomaba por las estrellas la altura, por temor de dar de hocicos con el fatal Banco Inglés. Una tarde, en que los celajes y el barómetro amenazaban con el pampero, el mal espíritu de estas regiones, entramos en una zona de agua purpúrea que en sus orillas contrastaba perfectamente con el verde esmeralda del mar cerca de las costas. Era acaso algún enjambre de infusorios microscópicos, de aquellos a quienes Dios confió la creación de las rocas calcáreas con los depósitos de sus invisibles restos; pero el capitán que no entiende de estas cosas dijo, medio serio, medio burlándose: «estamos en el Río», y señalando la enrojecida agua, «esa es la sangre —añadió— de los que allá degüellan». Aquella broma zumbó en mis oídos como un sarcasmo verdaderamente sangriento. Por lo pronto permanecí enmudecido, triste, pensativo, humillado por la que fue mi patria, como se avergüenza el hijo del baldón de sus padres. ¿Creerá usted que tomé a mi cargo probar que eran infusorios, y no nuestra sangre la que teñía el malhadado río?
Sangrienta en efecto es su historia, gloriosa a la par que estéril. Naumaquia permanente que a una u otra ribera tiene, cual anfiteatros, dos ciudades espectadoras, que han tenido desde mucho tiempo la costumbre de lanzar de sus puertos naves cargadas de gladiadores para teñir sus aguas con inútiles combates. Montevideo y Buenos Aires conservan su arquitectura morisca, sus techos planos, y sus miradores que dominan hasta muy lejos la superficie de las aguas. La brisa de la tarde encuentra siempre en aquellos terraplenes elevados, dos, millares de cabezas de las damas del Plata, cuya beldad y gracia, han personificado los marineros ingleses llamando asía unas avecillas acuáticas que se asemejan a palomas pintadas; allí van a esperarla para que juegue con sus rizos flotantes, mientras, echando sobre las ondas caprichosas del río sus distraídas miradas, la fantasía se entrega a cavilaciones sin fin. Si la tempestad turba el ancho río, si las naves batidas por la borrasca no pueden ganar el difícil puerto, si la bandera o el cañón piden a la vecina costa socorro, si la escuadra enemiga asoma sus siniestras velas, Montevideo y Buenos Aires acuden alternativamente a sus atalayas y azoteas, a hartarse de emociones, a endurecer sus nervios con el espectáculo del peligro, la saña de los elementos o la violencia de los hombres. En 1826, la escuadra brasilera bloqueaba en numerosa comitiva las balisas de Buenos Aires. El pueblo tenía neumaquia todas las tardes, siguiendo con sus ojos desde lo alto de los planos de los edificios, las balas que se cruzaban entre su sutil, cuanto escasa escuadrilla, y los imperiales dominadores del río. Una tarde, como en las escenas de toros en España, el combate se prolongaba, y a la luz del Sol que se escondía tras los pajonales de la pampa, se sucedían los fogonazos de los cañones que iluminaban por momentos los mástiles y cascos indefinibles, de los buques próximos a abordarse. De repente una inmensa llamarada alumbra el espacio; un volcán lanza al cielo una columna de llamas bastante a iluminar de rojo las pálidas caras de aquella muchedumbre de pueblo ávido de emociones y de combates, y al fragor del cañoneo se sucede el silencio sepulcral del espanto de los combatientes mismos. Un buque había volado, incendiada la Santa Bárbara. ¿A cual de las dos escuadras pertenecía?... He aquí las emociones que educan a aquellos pueblos.
Y no es de ahora esta existencia guerrera del río. En 1807 Sir Samuel Achmuty rueda con sus naves en torno de la península montevideana, y después de arrojarla catorce días balas en su seno, encuentra la juntura de su coraza de peñascos y cañones y la toma por asalto. En 1808 Mont Elio desobedece al virrey de Buenos Aires y la lucha de ambas riberas se inicia por el sitio de Rondeau, de cuyas filas sale Artigas que levanta la bandera roja; y los suplicios atroces, perpetuados por la inquisición en el espíritu español, toman formas nuevas, extrañas, adaptadas a la vida pastoril.
En 1814 Alvear anunciaba a Buenos Aires la toma de la escuadra española en el puerto mismo de Montevideo con estas bellas palabras que habrían sentado bien en boca del vencedor de las Pirámides. «El Sol y la victoria se presentaron un tiempo en este memorable día.» 600 piezas de cañón 99 buques, una ciudad conquistada y los pertrechos de guerra de Gibraltar del sur, pasaban a la otra orilla para dar pábulo a la insolencia de los guerreros, y a la destrucción de que han quedado sembrados los restos en todo el continente hasta el otro lado de los Andes, al pie del Chimborazo. Las intrigas y las escuadras de la Princesa Carlota pasan un momento la esponja sobre esta conquista, hasta que en 1823, una barquilla arrojaba sobre las playas orientales del río treinta y tres guerreros, que debían agrandarse hasta producir la guerra imperial, y aquel eterno batallar sobre las aguas del río, y aquella caza dada en los canales sinuosos del Uruguay, que hizo por cuatro años, la ocupación y la gloria de Brown, y el diario entretenimiento de ambas ciudades riberanas y cuando los amos antiguos y los súbditos rebeldes, la capital y la provincia, el vecino imperio y la orgullosa república dejaron con la independencia de Montevideo de teñir con sangre las aguas del río, y de agitar con el estampido del cañón los ecos de la pampa, la Europa ha venido de nuevo a dar pretexto y objeto a esta normal existencia del Río guerrero. Los buques de Buenos Aires y Montevideo se acechaban y dan caza, si bien las inauditas y osadas empresas de Garibaldi no han podido nada contra el viejo tirano de estas aguas, Brown, cuyo nombre abraza la historia marítima de Buenos Aires desde 1812 hasta esto momento; y en el río y en la playa, en la ciudad y en el campo, en los cerros y en la llanura, el cañón suena siempre, remedando la tempestad de los cielos y la agitación periódica del pampero que echa el río sobre Montevideo, y aleja y persigue las naves del comercio.
¡Cuánto trabajo ha de costar desembrollar este caos de guerras, y señalar el demonio que las atiza, entre el clamoreo de los partidos que se denuestan, las pretensiones odiosas siempre de las ciudades capitales, el espíritu altanero de la provincia vuelta estado, los designios de la política, la máscara de la ambición, los intereses mercantiles, el odio español contra el extranjero, y el viento que echa la Europa sobre la América, trayéndonos sus artefactos, sus emigrantes, y haciéndonos entrar en su balanza de desenvolvimiento y de riqueza!
Estábamos ya por fin en las aguas del Plata, y estos misterios podían, si no explicárseme, ofrecerse al menos a mi vista. La tarde del cuadragésimo octavo día de mar, el Sol empezaba a ponerse, como he dicho, entro nubarrones torvos; y no bien se había ocultado tras el ancho lomo de las aguas, por todos los extremos del horizonte asomaban lentamente densas masas de nubes preñadas de tempestades. ¡Oh! La tempestad eléctrica, para quien ha habitado largos años las calladas costas chilenas, tiene encantos mágicos cuando el estampido del trueno ha sacudido nuestros oídos desde la cuna. Había iluminación en los cielos aquella noche; los refusilos del horizonte ocupaban los entreactos del rayo que surcaba el espacio; nuestra frágil barca tenía empavezados de fuegos de santelmo sus mástiles, y la sucesión de luz solar, y de noche oscura, encandilaba los ojos fijos en algún punto de las nubes, anhelando sorprender la súbita iluminación fulgente. Muy tarde aún de la noche permanecíamos unos cuantos en las banquetas de proa, gozando del espectáculo, conmovidos nuestros nervios acaso por la superabundancia de electricidad; y no bien habíamos cobrado sueño cuando hubimos más tarde ganado nuestros camarotes, el estampido de un rayo cercano nos echó de la cama a todos, a los ayes y gemidos del timonel a quien suponíamos herido; pero la celeste batería había errado esta vez su tiro, y nave y timonel escaparon sanos y salvos. El día siguiente era el de la entrada, puesto que estábamos ya en las aguas amarillas. Señaláronse sucesivamente los promontorios de ambas costas; descubrióse la mentida isla de Flores, tarda en dejarse pasar, animando la marina algunas naves que buscaban la alta mar. No ha mucho que la hermosa farola estuvo apagada por orden de Oribe. Estas fechorías me parecen semejantes a las de aquellos que en los caminos de hierro en Europa suelen poner un atolladero para hacer fracasar los vagones. Veíase, por fin, el río cubierto de naves ancladas en distintos puntos, como el gaucho amarra su caballo en donde le sorprende la noche, o halla pasto abundante en la pampa solitaria; y a lo lejos un vistoso grupo de torres y miradores, señalaba, aparentemente a la sombra del cerro que le dio nombre, la presencia de Montevideo. La ciudad en tanto se presentaba a nuestro escrutinio con una coquetería que pocas pueden ostentar. Rueda el buque en torno de ella buscando desde el lado del Océano el ancladero que guardan la ciudad y el Cerro, y en aquellas viradas de bordo que la barca describe como los giros del ave acuática que se dispone a posarse sobre las aguas, van presentándose las calles que cruzan la población, y caen de punta bajo el ojo, primero de norte a sur, después de poniente a naciente, y todavía de norte a sur, con su variedad infinita de grupos y de trajes, de carruajes y de jinetes, interrumpiendo la perspectiva las ondulaciones del terreno que lo asemejan a espuma del río petrificada. Dan realce a esta vista el material de los edificios, de cal y canto todos, sin aquellas pesadas techumbres de las colonias del Pacífico que matan la calle, e infunden desaliento y tristeza perenne en los ánimos. En Montevideo las líneas rectas, puras del estilo doméstico morisco, viven en santa paz y buena armonía con las construcciones del moderno gusto inglés; la azotea con verja de fierro, a más de dar transparencia y ligereza al remate, hace el efecto de jardines, de cuyo seno se elevara el cuadrangular, esbelto y blanco mirador, que a esta hora de la tarde está engalanado, vivificado, con grupos de gente que esparcen su vista y aspiran la brisa pura del río.
A las emociones del viaje se sucedían las del puerto, el paisaje, el muelle, la multitud de velas latinas con que los italianos han ...