Execración contra los judíos (1633)
Execración contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrílegos y heréticos, aconsejando el remedio que ataje lo que, sucedido, en este mundo con todos los tormentos aún no se puede empezar a castigar. (1633).
Escríbela don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Secretario de su Majestad.
A la Majestad Católica del Rey Nuestro Señor don Felipe IV desde nombre.
«Deus, iudicium tuum regi da, et iustitiam tuam filio regis.» (Salmos, 71, 2).
Señor:
Si el sentimiento pudiera ser consuelo al horror de que toda España está poseída en este sacrilegio, al que vuestra majestad ha mostrado, lleno de religión y celo católico, se debiera este remedio. Mas las circunstancias de tal delito a Vuestros buenos vasallos niegan el consuelo en Vuestro dolor, y a Vos, Señor, el que tuviérades en consolar su dolor con el Vuestro. Yo, como Job, «hablaré en la amargura de mi alma» por ser fiel, y nada callaré por ser leal, pretendiendo no ser reo a entrambas majestades: a la eterna, como su criatura; a la Vuestra, como Vuestro criado que reverencia el juramento que al servicio de vuestra majestad ha hecho.
De dos maneras ha castigado Dios Nuestro Señor siempre y de entrambas nos castiga: la una es castigar los pecados; la otra, castigar con los pecados. No sé si acierto en temer la postrera por mayor, pues cuanto es peor el pecado que el castigo, tanto es peor castigo el pecado. Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas; lo que se vio en dos fiestas de toros en la Plaza, adonde, en la primera, quemándose de noche hasta los cimientos una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiéndose una madera, murieron miserablemente tantas personas. Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras mercancías y las anclas de nuestros navíos sus huracanes. Da a los rebeldes las plazas en Flandes. Da la flota, sin resistencia nuestra ni gasto de pólvora, a los herejes. Entrégales en el Brasil los lugares y puertos y las islas. Ábreles paso a Italia. Dales victorias en Alemania y socorros. Castigos son de Su mano, satisfacciones son de Su ira grandes y dolorosas. Mas, permitir que en la corte de vuestra majestad azoten y quemen un crucifijo, que repetidamente fijen en los lugares públicos y sagrados carteles contra Su Ley sacrosanta y solamente verdadera, esto es castigar con los pecados. Y pecados tales, que en esta vida no pueden tener proporcionado castigo.
Señor, el vernos castigados de la mano de Dios no debe afligirnos, sino enmendarnos, porque su azote más tiene, por su bondad, de advertencia que de pena. Así lo enseña el grande doctor y padre San Agustín: «Quien se alegra con los milagros de los beneficios, alégrese en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera ninguna corrección».
Todas nuestras calamidades referidas las hallo una por una contadas en Nahum profeta con la causa dellas (capítulo 3): «La voz del azote, la voz del ímpetu de la rueda, la del caballo que gime, la del caballero que sube, la de la espada que reluce, la de la lanza que fulmina, la de la multitud muerta y de la ruina grande; no tienen los cadáveres fin y se precipitarán en sus cuerpos por la multitud de las fornicaciones de la ramera hermosa y favorecida, y que tiene hechizos, que vende las gentes en sus fornicaciones y las familias en sus hechicerías». Podrán otros hallar estas señas de la ramera, por la hermosura, valimiento y hechizos, bien parecidas a otra cosa. Empero, yo reconozco ser esta ramera la nación hebrea con la autoridad de Isaías (capítulo 1): «¿Cómo se ha vuelto ramera la que era ciudad fiel, llena de juicio?». Por ella, Señor, y por sus prevaricaciones, temo que hemos oído en Italia, Flandes y Alemania, todas las voces referidas, pues nos han gritado el azote, la rueda, el caballo, el caballero, la espada, la lanza y la multitud de difuntos, pronunciando horror con los cadáveres y escribiendo de espanto con güesos sangrientos las campañas.
¡Oh, Señor, a cuán hondos retiramientos de la alma baja la consideración el sentimiento! No dudo que la mano sacrílega que suscribió los carteles y la lengua precita que los dictaba padecerán. David, rey santo y profeta rey, lo asegura en el salmo 51: ¿Por qué te glorificas en malicia, tú, poderoso en la maldad? Por todo el salmo y singularmente en el verso 6-7: «Amaste, lengua maldita, todas las palabras de precipitación. Por lo cual Dios te destruirá en el fin, y te arrancará y te arrojará de tu tabernáculo y tu raíz de la tierra de los que viven».
Mas, Señor ¿quién nos dará satisfacción de que en Vuestra corte haya habido piedras que consintiesen tales carteles, cuando sabemos que las piedras, en esto, han mudado naturaleza por nuestros pecados? Pues cuando vieron otro cartel sobre la cruz de Cristo, se quebraron las de Jerusalén, y, con éstos, no hicieron movimiento las de Madrid. Rasgaron sus claustros los montes y fueles fácil desabrochar la trabazón de cerros, y no se hendieron las puertas y las paredes donde los pegaron. Gimió con los truenos el cielo, tronó con las borrascas el mar, y faltó voz a las esquinas. Los muertos salieron de las sepulturas cuando la propia nación condenó a Cristo, y hoy los vivos parecen muertos y sepulcros las casas. Halló el Sol, en medio del día, noche con que taparse la cara por no ver las afrentas de Cristo, y en esta ocasión faltaron nubes que le enlutasen la luz porque faltase día para leer blasfemias tan descomulgadas. ¡Quién dejará de confesar que esta nota desconsuela el tiempo y el lugar!
Quédese aquí la ponderación, pues, para el castigo y el remedio, vuestra majestad es él solamente todo católico monarca, grande por las virtudes, piedad y religión, sumo por el poderío y fuerzas. Amparáis el Santo tribunal de la Inquisición, mano derecha y sagrada de Vuestra justicia, más precioso rayo de Vuestra corona, fortaleza inexpugnable de Vuestros reinos, tutela soberana de Vuestros vasallos. Pasemos al remedio por el conocimiento de la causa infernal de tan sacrílegos y abominables efectos.
Serenísimo, muy alto y muy poderoso Señor, preceda en Vuestros oídos esta advertencia a mi discurso, que de la benignidad de vuestra majestad espero la dará paso desembarazado a Su real corazón, de quien confío que, pues está en la mano de Dios, será asistido mi celo y acogida mi verdad.
Los gloriosos antecesores de vuestra majestad expelieron de todos sus reinos la nación pérfida hebrea cuando se coronaban en pocos y pobres retazos de España, recobrados a la inundación de los moros por el valor de las reliquias cristianas que, de aquella universal ruina, quedaron parte despreciadas, parte defendidas, por la espada de Santiago, su único patrón. Y me persuado con grandes fundamentos que, por aquella expulsión, extendió Jesucristo Nuestro Señor el cerco de su corona sobre todo el camino del Sol, no solo borrando las de los moros, sino incluyendo en ella las coronas de otros reyes...