I
Alegre, como pocas veces, llena de animación y de bulla, se presentaba la fiesta de Pascua del año de gracia de 190... en la muy leal y pacífica ciudad de Santiago, un tanto sacudida de su apatía colonial en la noche clásica de regocijo de las viejas ciudades españolas. Corrían los coches haciendo saltar las piedras. Los tranvías, completamente llenos, con gente de pie sobre las plataformas, parecían anillos luminosos de colosal serpiente, asomada a la calle del Estado. De todas las arterias de la ciudad afluían ríos de gente hacia la grande Avenida de las Delicias, cuyos árboles elevaban sus copas sobre el paseo, en el cual destacaban sus manchas blancas los mármoles de las estatuas. Y como en Chile coincide la Noche Buena con la primavera que concluye y el verano que comienza, se deslizaban bocanadas de aire tibio bajo el dosel de verdura exuberante de los árboles. La alegría de vivir sacude soplo radiante de sensaciones nuevas, de aspiraciones informes, abiertas como capullos en esos momentos en que la savia circula bajo la vieja corteza de los árboles.
El río de gente aumentaba hasta formar masa compacta en la Alameda, frente a San Francisco. A lo lejos se divisaba las copas de los olmos envueltas en nubes de polvo luminoso y se oía inmenso clamor de muchedumbre, cantos en las imperiales de los tranvías, gritos de vendedores ambulantes:
—¡Horchata bien helaa!
—¡Claveles y albahaca pa la niña retaca!...
Aumentaban el desconcertado clamoreo muchachos pregonando sus periódicos; un coro de estudiantes agarrados del brazo entonando «La Mascotta»; gritos de chicos en bandadas, como pájaros, o de niñeras que los llamaban al orden; ese rumor de alegría eterna de los veinte años. Y por cima de todo, los bronces de una banda de música militar rasgaban el aire con los compases de «Tanhauser», dilatando sus notas graves entre chillidos agudos de vendedoras que pregonaban su mercadería en esa noche en que un costado entero de las Delicias parece inmensa feria de frutas, flores, ollitas de las monjas, tiendas de juguetes, salas de refresco, ventas de todo género. Cada tenducho, adornado con banderolas, gallardetes, faroles chinescos, linternas, flecos de papeles de colores, ramas de árboles, manojos de albahaca, flores, tiene su sello especial de alegría sencilla y campestre, de improvisación rústica, como si la ciudad, de repente, se transformara en campo con los varios olores silvestres de las civilizaciones primitivas, en medio de las cuales se destacara súbita la nota elegante y la silueta esbelta de alguna dama de gran tono confundida con estudiantillos, niñeras, sirvientes, hombres del pueblo, modestos empleados, en el regocijo universal de la Noche Buena.
—¡Claveles y albahaca pa la niña retaca!...
Y sigue su curso interrumpido el río desbordado de la muchedumbre bajo los altos olmos y las ramas cargadas de farolillos chinescos, entre la fila de tiendas rústicas, cubiertas de pirámides de frutas olorosas, de brevas, de duraznos pelados, damascos, meloncillos de olor. Las tiendas de ollitas de las monjas, figurillas de barro cocido, braceros, caballitos, ovejas primorosamente pintadas con colores vivos y dorados tonos, atraen grupos de chicos. ¡Qué bien huelen esos ramos de claveles y de albahacas! Tal vez no piensa lo mismo el pobre estudiantillo que estruja su bolsa para comprarlo a su novia, a quien acaba de ofrecérselo una florista. La muchedumbre sigue anhelante, sudorosa, apretados unos con otros, avanzando lentamente, cambiando saludos, llamándose a voces los unos a los otros, en la confusión democrática de esta noche excepcional. Por sima de todo vibran los cobres de la fanfarra militar... ahora suenan tocando a revienta bombo el can-cán de la «Gran Duquesa»...
Sería cosa de las once de la noche cuando se detuvo un «Vis-a-vis», tirado por magnífico tronco de hackneys, frente al óvalo de San Martín, en la Alameda. El lacayo abrió rápidamente la portezuela por la cual se deslizó fina pierna cubierta con media de seda negra, un piecesito encerrado en zapatilla de charol y una mano pequeñísima que alzaba la falda de seda clara. Luego, a la luz de los faroles nikelados, se dibujó el contorno de primorosa criatura que parecía de porcelana de Sajonia. En pos de ésta, otra hermosísima joven, alta de cuerpo, de líneas esbeltas y mórbidas, cabellos rubios y expresiva fisonomía descendió lentamente. De un salto se dejó caer la tercera, pues, había observado cierto grupo de pie junto a los árboles. Apenas abandonaron el carruaje, acompañadas de unos caballeros, dirigiéronse, en grupo, a unirse con la masa formidable que en esos instantes invadía el paseo. Todas charlaban a un tiempo, con la voz clara y fresca de los veinte años, y esa instintiva sensación de las alegrías de la vida, propias de aquellos para quienes no existen contratiempos ni durezas, ni amarguras, sino el camino llano y cómodo del lujo, de todos los halagos de la riqueza y de la posición social.
El grupo de jóvenes y niñas se introdujo de lleno en la muchedumbre del paseo, en la cual se divertían y mezclaban camareras, obreros, comerciantes de menor cuantía, empleados modestos, gente de clase media, militares y campesinos de manta. En tan revuelta confusión, sin embargo, sabían conservar el porte de gran tono, el perfume aristocrático, el no sé qué refinado e inimitable que constituye la fuerza y la esencia de las clases sociales superiores-esencia tan perdurable y poderosa que no han sido parte a horrarla ni las sangrientas sacudidas de la revolución francesa, ni las guerras civiles, ni el avance de la democracia, ni las invaciones omnipotentes del dinero.
Dos o tres jóvenes se acercaron a ellas sombrero en mano y después de saludarlas, continuaron en marcha con el grupo. Dirigiéronse alegremente a la parte de las ventas situadas frente a la calle del Peumo. Se detenían junto a cada puesto, comprando de cuánto veían: flores, ollitas de las monjas, chocolates, frutas, toda suerte de baratijas, con algazara, charlas y exclamaciones varias. Julio Menéndez, adquirió una gran muñeca rubia, con traje y sombrero de gasa, que puso en brazos de Pepita Alvareda, como regalo de Noche-Buena, especialmente enviado por los Reyes Magos —el novio de Pepita se llamaba entonces Baltazar. Se resolvió de común acuerdo, bautizar la muñeca en casa de las Sandoval, una vez terminada la Misa del Gallo.
—Deseo, Pepita, que usted imite a esta muñeca en la constancia. Fíjese, usted. Para que varíe, en algo, es menester moverle brazos y cuello, sin lo cual se queda siempre fija, cualidad que a usted le falta. Además la muñeca es discreta y habla poco.
—Cállese; usted es digno de figurar en el Circo en compañía de los elefantes sabios de la Princesa de Mairena —replicó Pepita con el ligero ceceo habitual en ella.
El grupo siguió por la corriente, hasta dar con una tienda en la cual, por unos cuartos, se arrojaba pelotas a la boca de leones de cartón, y se tiraba con flechas al blanco.
—Déjeme arrojar una, a la boca de esa fiera... —dijo Magda—: en la nariz se parece a Menéndez.
—¡Cállate, Magda! —interrumpió su hermana Gabriela—. Mira, no seas tan indiscreta»...
—Bueno, hija, bueno —replicó la otra.
En torno de aquel brillante grupo se había formado un vacío. La multitud admiraba los trajes elegantes y los sombreros de paja adornados de plumas por algún modisto parisiense y las fisonomías exangües, pálidas y anémicas en pos de una larga temporada de bailes de invierno; la distinción de movimientos de aquel grupo femenino. Los jóvenes, con sombreros de paja y smocking, encendido el cigarro habano, arrojaban pelotas a la boca de los leones sin dar en el blanco.
En ese instante acababa de abandonar su victoria un apuesto muchacho de hasta veinticinco años de edad, alto de cuerpo, de musculatura vigorosa, ojos negros, cabello ligeramente crespo, tez morena y sonrisa abierta y franca. Notábase algo lento y como calculado en su andar, a la manera de los animales felinos, en tanto que su pupila, a ratos dejaba caer fulgores fosforescentes, produciendo en el ánimo extraña impresión de fuerza mezclada con languidez, de energía aterciopelada, de audacia tímida, de algo encubierto y velado. El mozo rompió por entre la multitud repartiendo codazos y empujones, sin consideración alguna, ni dársele un ardite las protestas de las víctimas, como si en él revivieran ...