
- 73 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Compilado de cuentos cortos
Descripción del libro
Esta es una recopilación de relatos de Rosario de Acuña. Entre los cuentos reunidos se encuentran «El pedazo de oro», «El primer día de libertad», «El secreto de la abuela Justa», «¡Ilusión!», «La abeja desterrada», «La noche», «La roca del suspiro», «Los pinceles» o «Periquín».
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
ClásicosEl enemigo de la muerte
Dedicado a José Anca, médico de Pinto .
«El conflicto es importante: estáis en mi presencia porque yo no cuento con bastantes fuerzas para resolver la cuestión; me acordé de vuestros padres, la Soberbia y el Sensualismo, pues donde yo ando están bien esas dos pasiones tan corruptoras como yo, convencidos de que es necesario cese ese estado de cosas en la aldehuela de Cariamor, donde campa por sus respetos el doctor Almalegre, os evocaron a mi presencia, dejando a vuestra iniciativa la presentación: decid quiénes sois y qué podéis hacer para resolver el conflicto.»
Quien así hablaba era la Muerte. Replegando su manto de jirones de miseria, dejaba al descubierto su amarillento esqueleto, sentada en actitud meditabunda sobre áspero guijarro; a su alrededor se veía un grupo de seres fantásticos: los unos, mitad hermosas mujeres, mitad reptiles; los otros, fuertes mancebos terminados en cuerpos de fieras. En lontananza se extendía hermoso valle, cerrado por áspera cordillera revestida de perpetuas nieves; en el fondo del valle, desparramadas sus casas entre florestas y robledales, se alzaba la aldea de Cariamor, que, escondida entre uno de los repliegues del Pirineo y defendiéndose de los fríos de sus neveras por rocosos taludes y frondosos bosques, gozaba de todas 1as dulzuras del Mediodía y de todos los vigores del Norte.
A este pequeño rincón del mundo, llegó un doctor, que, sin saber por qué, aunque es de presumir que por mucha sabiduría, se había encerrado en el valle, y hacia veinte años asistía a sus habitantes.
De lo inmejorable que como médico era Almalegre, no hay más que decir, sino que, desde el punto y hora de encargarse de su clientela, no se había vuelto a abrir el cementerio, y ¡había vidas que segar!, pues eran más de cinco los centenarios, treinta los que asomaban al siglo y muchos los ya traspuestos por el meridiano de la juventud; pero ello es que ninguno
moría. Así que alguna enfermedad asomaba por el hogar de un cariamorense, y antes de que pasara a apoderarse del organismo, allí estaba el doctor Almalegre, preparando armas y bagajes para ganarle la batalla; y no a saltos, ni a inspiraciones, ni acometidas, sino con la flexible perseverancia y minuciosa firmeza del héroe que avanza a pie, pero sin retroceder nunca. Y como, además, el doctor tenía a sus clientes preparados con admirable higiene, que en las noches invernales les explicaba con paciente elocuencia, y durante todo el año les imponía, con amorosísimo ejemplo, resultaba que la enfermedad, emisaria casi siempre de la muerte, agachaba las orejas, y apenas llegaba a la sangre de los clientes del doctor, se iba cantando la palinodia, y dando en hocicos a la muerte, que huía de Cariamos llena de coraje.
Había que ver al doctor en caso grave, que alguno hubo en los veinte años. Almalegre, que era en todas ocasiones el enfermero de sus enfermos, puede calcularse lo que sería cuando esperaba el lance. Allí había que verle cómo iba sacando de su alma frases y frases, que unas veces daban serenidad al moribundo, otras ánimo a los parientes; y siempre impregnaban la atmósfera moral en que respiraba el enfermo de una quietud tan suave, de una esperanza tan infinita, de una resignación tan profunda, que insensiblemente se tornaban los espíritus hacia la alteza inmortal de una vida sin fin, estado tan aborrecido de la muerte, que a todo trance desea barullo, y lágrimas y desesperaciones, pues así, en estos borrascosos momentos, es cuando ella crece y medra y se hace invencible... Y cuando ya el doctor la tenía acorralada, a fuerza de serenidad y hasta de placer en recibirla, ¡con qué ímpetu la batía en cada una y en todas las moléculas del organismo! Allí, sus manos aplicando diligentes los remedios; allí, acechando, con una minuciosidad de amante, la leve contracción del músculo, la tenue lividez de la piel, el ligero estremecimiento del nervio, la suave ondulación arterial, los matices, casi inapreciables, pero siempre acusadores de un nuevo síntoma en el mal, que ya le encontraba al doctor apercibido a combatirlo.
Y cuando en el paciente que tenía delante se complicaba con el cansancio del organismo el cansancio del espíritu, agobiado por esas penas agudas y misteriosas que todos los hogares albergan, había que admirar al doctor en su trabajo de redención. ¡Con que suavidad buscaba el sitio vulnerable al dolor! Lo primero era reunir a los crucificadores; después, con una dulzura de apóstol, inconmovible a las salidas de tono del amor propio herido, les iba trazando pasito a paso el proceso de aquel dolor que sobre
el alma de1 mártir había ido cayendo hasta sobrenadar por encima de los músculos. Y no se contentaba con ponerlos delante de su obra destructora, sino que les iba buscando las rendijas del corazón, y hábil conocedor de los resortes que guarda tan delicada víscera, aun suponiéndola metida en pecho de fiera, los iba tocando en los registros más sensibles, de modo que los padres sayones, muchas veces inconscientes de sus hijos, caían del burro de la soberbia autoritaria, transformando en mieles los zarpazos de energúmenos. El esposo, Judas por inspiración de la vanidad, volvía a la ruta de la honradez y de la ternura; los hermanos, mal guiados al camino de las rencillas, las más de las veces por artes de la envidia, se tornaban al supremo instante en que de un mismo seno fueron llegados a la tierra, y anudando entre hijos, padres, esposos, hermanos y parientes, el santo nudo del amor que tan apretada e invencible hace la cadena de la vida, extendía el doctor, en torno del alma acongojada, un panorama tal de nuevas y desconocidas venturas, que por llegar a él y disfrutar de sus bienandanzas, el espíritu más cruelmente dolorido se agarraba a la esperanza, y ¡mala hora para la muerte aquella en que la esperanza tiñe, con matices de oro, el porvenir de los enfermos! Y como en la aldea de Cariamor pasaba lo que en todas partes, que los ricos eran los menos, y que para un enfermo la pobreza suele hacer buen pasadizo para la muerte, el doctor, lo primero que hacía era brujulear en la despensa del paciente, y si en ella no había aquellas suculencias, necesarias muchas veces, en seguida llegaban de casa de Almalegre unas cuantas gallinas, frescas docenas de huevos, algunas magras de jamón y la indispensable botellita de Jerez, cuyas gotas llenan de regocijo la sangre enferma.
El doctor salía de casa de sus enfermos cuando ya los había dado de alta, que era muy tarde, pues no dejaba él detrás de sí rastro de enfermedad, y entonces, según frase corriente de los cariamorenses la cara del médicodaba luz: de tal modo el gozo, la satisfacción, la ventura; todos losdiferentes matices del Amor irradiaban en torno de su rostro, y eso que nada había en él de extraño. Almalegre tenía figura vulgar; lo que sí rebosaba por toda su persona era un aspecto de pulcritud, de simetría, de proporción armónica, que si no la belleza era lo más aproximado. Su casita estaba en un extremo del pueblo, sobre unas aristas de roca; la rodeaba una estrecha pradería salpicada de manzanos que bajaban, colgados materialmente entre las piedras, hasta el fondo del valle; su conjunto semejaba un ramillete de frondoso verde, rematado por blanca azucena. Dentro de la casa tampoco había nada extraño al lugar: sencillos muebles
de nogal, blanquísimo lecho, una biblioteca de contados, aunque selectos libros de medicina, un laboratorio, el retrato de una mujer anciana, que, según decía el doctor, era su madre, mucha luz y muchísima limpieza. Una mujer ya vieja, pero con agilidades de juventud, y un rapaz que cuidaba del caballo y los bien poblados corrales, a más de unas cuantas cabras y ovejas, eran la servidumbre de Almalegre, que los designaba a la consideración de la gente con el nombre de «familia».
Tal y conforme estaban las cosas, cuando la Muerte, citando a consejo a los hijos de la Soberbia y el Sensualismo, abrió sesión en los peñascales que dominaban el valle y la casa del doctor. La primera que contestó a la interpelación de la Muerte fue la Vanidad Científica.
«Me llamo Científica, dijo, porque haciéndome chica, elástica y escurridiza como un sapo, pude arrastrarme por debajo del templo de la sabiduría; y mordiendo un aforismo, arañando una doctrina, royendo éste y aquel método, logré, poco a poco, cargar con un bagaje de conocimientos que, convenientemente hinchados por el vaho de mi aliento, y haciéndolos relumbrar con seriedad insultante y un si es no es satírica, me permiten codearme impunemente con los poquísimos verdaderos sacerdotes de la ciencia, a quienes engaño con la mayor facilidad, gracias a la sencillez suya y a mi rapidez en doblarme y escurrirme cuando, a mis sofismas, se opone la verdad. Estoy a tu disposición siempre que no me obligues a destruir mi naturaleza, mi genealogía.»
En seguida habló la Ambición Científica:
«Como mi hermana, uso el calificativo, merced a los subterfugios de mi organización de reptil, pero soy un poquito más noble que ella, por cuanto que estimulo, algunas veces, a naturalezas apáticas y deficientes para el estudio; sin embargo, soy hija legítima de la Soberbia y el Sensualismo; el fin que persigo es la apoteosis de mis padres, y una higa se me da a mí de los sujetos de experimentación , como llamo a cuantos enfermos tratan los médicos a quienes sugestiono, importándome menos que nada entregarte a cientos de vidas, si logro descubrir, en un solo caso, el remedio apropiado para curar la enfermedad o para simular la curación que, para mi fin, es lo mismo. Puedes utilizarme como quieras, siempre que vaya ganando reputación de sabiduría.»
Aquí tomó la palabra la Envidia Científica:
«Soy la más pequeña y ruin de mis hermanas y la más querida de mis padres; nací exclusivamente para envenenar todos los santuarios de la ciencia; me cuelo en ellos bajo diferentes aspectos, pues tengo tal dosis de malignidad en mi naturaleza, que puedo impunemente disfrazarme de “piedad”, de “concordia”, de “sabiduría”, y hasta de “modestia”, conservando intrínsecamente mi carácter de Envidia. Así que llego donde hay ciencia, ya estoy labrando tristeza, en cuyo trabajo me ayudan mis hermanas la Vanidad y la Ambición. Te doy a miles las existencias, pues
de tal manera ciego a los que domino, que, llevados del afán de hundir a sus comprofesores, no reparan en los medios que usan, siempre que les sirvan para tachar de ignorantes a los demás, con lo que ¡figúrate de qué modo segarás vidas! Puedes mandar lo que gustes, seguro de que mi regocijo es servirte y de que, por mucho que yo haga, jamás se me conocerá.
«Convencida estoy, contestó la Muerte, de vuestra insustituible importancia en el asunto de que se trata; pero es el caso que el doctor es, como hombre, un bendito de Dios; que se acuesta con las gallinas, que goza como en el Paraíso viendo jugar a los rapaces del pueblo, y que tiene bastante para el sustento de su cuerpo con su pote de patatas y unas escudillas de leche, y para el de su alma con los libracos de su biblioteca y los análisis de su laboratorio, con lo cual resulta que no sé de qué modo vosotras, dignas hijas de vuestros padres, podéis clavar las uñas en su ser.
«Creo que soy el único para preparar el terreno; me llamo el Amor Propio, dijo un mancebo de apacible hermosura, que ocultaba sus garras de tigre bajo áureas vestiduras y que llegaba con un rapazuelo en la mano.
«¡Tú! ¿Estás loco? ¡El doctor Almalegre vencido por ti!», contestó la Muerte.
«Escucha y no te dejes llevar de la primera impresión. El doctor Almalegre, como muchos que andan por el mundo, teniendo conciencia de lo que son, se ha metido en esa aldehuela porque, en realidad, ha sentido el despecho de todos los que son desconocidos o erróneamente conocidos, que es un modo de desconocer como otro cualquiera. Bien sé yo, pues muchos días me he sentado a la cabecera de la cama del famoso doctor, que allá, en las sinuosidades de su conciencia, sufre accesos de melancolía, al considerarse tan eminentemente sabio y tan completamente ignorado: en la mayoría de las ocasiones, mis suaves caricias le hicieron desterrar sus tristezas, y aunque, a poco de sentirme infiltrado en sus pensamientos, por
un arranque generoso de su corazón, enamorado de la humanidad, supo tenerme a raya, convirtiendo en ardiente caridad mis sugestiones, ello es que estuve dentro de él, inspirándole hondo desprecio a los seres y a las cosas, y un íntimo regocijo al aquilatar, con la contemplación de sí, el rico caudal de sus conocimientos y virtudes. No siendo muy ajeno a mi influencia ese estado de serenidad y apacible dulzura que lo caracteriza, y que de tal modo lo eleva sobre los míseros habitantes del valle. Creo, pues, que de acuerdo con mis hermanas. y aleccionando bien a este rapaz, hijo mío y de la Concupiscencia, que se llama el Egoísmo, habremos de poner al doctor al servicio tuyo.»
«Yo, dijo el pequeño, me cuelo con gran facilidad en pos de mis padres; donde ellos entran hago de las mías; y organización donde yo pueda ...
Índice
- Compilado de cuentos cortos
- Copyright
- El pedazo de oro
- El primer día de libertad
- El secreto de la abuela Justa
- ¡Ilusión!
- La abeja desterrada
- La noche
- La roca del suspiro
- Los pinceles
- Periquín
- El cañamón dorado
- El baratero
- El enemigo de la muerte
- Sobre Compilado de cuentos cortos