La crisis de la alta cultura en Cuba
Al lector
La Sociedad Económica de Amigos del País, en la primera sesión académica de este su nuevo período de reorganización, brindó la tribuna a un joven compatriota de valimiento bien afirmado en las letras y en las artes, de juicio sutil iluminado por una ideación hermosa y sanamente aristocrática.
Jorge Mañach nos habló y el deleite con que hubimos de escucharle no fue menor que la meditación que hubo de producir.
La Sociedad Económica de Amigos del País ha tomado el acuerdo de testimoniar al doctor Jorge Mañach su gratitud por la disertación con que hubo de regalarla y sus plácemes por el vigoroso análisis de la crisis de la alta cultura en Cuba. Y aun ha querido publicar la conferencia en la Revista Bimestre Cubana y en edición especial para obsequiar con ella al autor.
La centenaria corporación cree continuar sus tradiciones en pro del mejoramiento de la civilización criolla, estudiando los problemas vernáculos con objetividad y desnuda fe. Y es orgullo de quienes somos guardianes modestos de este sagrario de la cultura nacional saber cómo en la juventud llamea el mismo fuego que antaño ardiera en esta ara y cómo el culto al heroico patriciado cubano que nos legó la idea nacional, podrá un día ser trasmitido a quienes avivarán las glorias de Cuba en su propia gloria.
Jorge Mañach, cuya cerebración proteica es ya un definitivo valor en el acervo mental cubano, querrá recibir de los «amigos del país», y no tan solo de los mantenedores del prestigioso título, esta expresión de admirativa estima y de nuestro augurio por sus triunfos personales en esa brega por el atesoramiento de cultura patria, que donde son tantos a deprimirla bien haya quien tanto hace por enaltecerla.
Fernando Ortiz,
Presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País.
I
En cierta ocasión no muy lejana ni acaso del todo olvidada (tan ominosa fue, y tan llena de desmayos para la Nación) en que esta Sociedad Económica de Amigos del País lanzara a la conciencia pública un alarmado exhorto regenerador, me ocurrió aludir públicamente a ella con una parábola toda hecha de amor y de juvenil petulancia.
Era vuestra institución como una «abuelita blanca». Una de esas viejecitas arrellanadas en su butacón, frente a una ventana por donde ven pasar la vida. Apenas hablaba ya; solo de vez en cuando se le escapaba a la viejuca, del pechecillo combo como buche de ave, un hondo suspiro de tristeza ante los desmanes de los nietos... ¡Los nietos! En ellos había cifrado la señora todas sus ilusiones. Su sabiduría y su mediación ecuánime habían ayudado a reconquistar para la familia, honor primero, independencia después. Y ella, la abuelita amorosa, había dejado a su prole este legado, ungido de mimos y de esperanzas.
Luego, fue una historia vulgar de nuestro tiempo. El modernismo mediocre invadió las voluntades más jóvenes con su fiebre de oro, con su descuido de ideales, con su cinismo arribista, con su preocupación de exotismo, de bienestar material y de mando plebeyo; e iniciando en aquella casona, santificada por mil heroísmos, un lento desplome de dignidades, los nietos se hicieron prósperos a costa de todo. Latía aún, allá en lo hondo, la conciencia familiar; pero con un latido tan tenue, tan de las últimas fibras, que ya no lograba sacudir la voluntad buena de los mozos. Solo un último vástago, apenas salido de la adolescencia, se revolvía a veces, romántico y airado, contra aquella merma de ideales... Y he aquí que un buen día, cuando menos se esperaba, los labios trémulos de la anciana hicieron un gran grito de dolorida protesta; lo senil cobró de súbito lozana robustez, el bastón valetudinario se alzó en un gesto de airada disciplina. En toda la casa, que los nietos gobernaban, hubo un hondo estremecimiento, como si latiera, rápida y vital, al fin, aquella conciencia que se moría. Y el último vástago, el benjamín de la nueva generación, corrió a erguir su vigor mozo junto a las canas de la «abuelita blanca».
II
Señores, desde entonces acá, la abuela y los benjamines hemos hecho las grandes migas. No es extraño, pues, que sea una voz joven, una voz que acaso no ha conquistado todavía el derecho de negar nada (pues un filósofo de hoy enseña que los jóvenes nunca tienen razón en lo que niegan, pero sí en lo que afirman), no os extrañe, termino, que sea una voz sin autoridad ni pericia la que venga esta noche a departir en el regazo de la abuela sobre un problema familiar que los padres han descuidado. ¿Con quién mejor que con esa viejecita blanca, dónde mejor que en el recinto de esta Sociedad ilustre, «la más antigua de nuestras instituciones patrióticas y culturales», podrán hallar solaz, claridad y esperanza los nuevos ahíncos espirituales de nuestra generación? ¿A qué vera mejor que a la suya podremos volcar nuestro descontento, renovar nuestras ilusiones y escudriñar con sereno rigor este fenómeno de la crisis de la cultura en Cuba, para el cual solicito hoy vuestra atención generosa?
Despojémonos, para indagar el desolado tema, de toda riesgosa exaltación, de todo premioso extremismo, de toda actitud, en fin, que no sea la del más cauteloso análisis. Harto hemos divagado, con cuitas y con endechas, en torno a estos gravámenes del ideal. Parece como si ya fuese hora de que la crítica nacional, absorta ante nuestros problemas como el bonzo sobre su ombligo, hubiera aprendido a trascender las dos posiciones elementales y extremas que hasta ahora ha tomado: el narcisismo inerte y la estéril negación propia. Pangloss nos ha llevado ya mucho de la mano; y Jeremías también. Los cubanos hemos venido figurando en una u otra de dos greyes igualmente mansas: los que opinan que «aquí ya todo está perdido» y los que proclaman a nuestra tierra como el mejor de los mundos posibles. Entre estas dos posiciones puede que acertemos a encontrar —puede que estemos encontrando ya, en esta resurrección de esperanzas políticas por que atravesamos— aquella posición que nos permita mirar a nuestros problemas con una suerte de positivismo de laboratorio: con la fría prosopopeya del investigador analítico que no se entusiasma, que no se deprime, que desconoce igualmente la oratoria de los himnos y la de los responsos, que examina las cosas como son, ateniéndose a los hechos, y que al cabo —pero solo al cabo—, enardece sobre ellos sus esperanzas.
Yo, personalmente, no podría, sin desmentir mi partida de bautismo, alzar una voz de mera queja. La juventud —por lo menos la juventud, que no ha gastado aún su lote de esfuerzo— tiene el derecho y el deber de confiar a todo trance. Pero de confiar desconfiando; de esperar sobre una base de convicciones claras y de robustos anhelos. Nuestro optimismo ha de ser el genuino, que se refiere siempre al futuro; el optimismo que se refiere al presente no es sino conformismo. En esta disposición de acuciosa objetividad, acerquémonos, pues, al problema de la crisis de la alta cultura en Cuba.
Fijáos que he dicho crisis, y que aludo solo a la alta cultura. El concepto de crisis implica la idea de cambio; esto es, supone la existencia anterior y posterior de estados de cosas diferentes; denota un momento de indecisión frente al futuro en que no se sabe si el cambio ha de ser favorable o adverso. Tanto respecto del pasado como con relación al porvenir, nuestra alta cultura se encuentra actualmente en un instante crítico. ¿Cuál es esta alta cultura a que me refiero?
No es, claro está, la educación pública. Ni forma, por lo tanto, parte capital de mi propósito el hablaros del analfabetismo y de la deficiencia de la instrucción en Cuba. A esas furnias abismales, más de una vez os ha invitado a asomaros vuestro ilustre Presidente, y solo por alusión tendré yo que referirme a aquellos problemas y a estos testimonios para insinuar cómo el analfabetismo y la insuficiencia de la educación nacional son condiciones en gran parte responsables del estado de bancarrota que atraviesa entre nosotros lo que llamamos la alta cultura; es decir, el conjunto organizado de manifestaciones superiores del entendimiento.
Pero sería error ingenuo pensar que un problema equivale al otro, o que el retraso de la cultura superior sea una mera repercusión, en un plano más elevado, del estado precarísimo de la enseñanza. Cierto...