
- 162 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Juicios literarios y artísticos
Descripción del libro
En Juicios literarios y artísticosPedro Antonio de Alarcón muestra un panorama de la sociedad española del XIX, a través de su literatura y de su hidalguía.Sorprende el trasfondo de desazón y amarga apología nacionalista del autor, quien deja entrever las fisuras del proyecto de modernidad de la cultura hispana.
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Información
Discurso sobre la Moral en el Arte
Señores:
De los inolvidables discursos que, a modo de monumentos perennes, señalan vuestro sucesivo ingreso en la Real Academia Española, y cuya primorosa hechura he vuelto yo a admirar estos días, buscando en ella lecciones y ejemplos para mi tarea de hoy, resulta que todos vosotros, con venir acompañados de títulos y merecimientos que a mí me faltan, y ser por todo extremo dignos de una investidura que tanto habíais de honrar, entrasteis llenos de confusión, timidez y reverencia en este Senado literario, templo de las leyes del buen decir, donde los Próceres del Arte custodian y acrecientan el rico tesoro del habla de Castilla. Fácilmente, pues, adivinaréis los afectos, muy más vivos y apremiantes, cuanto son más naturales y debidos, que agitan mi corazón en este solemne acto, y algunos de los cuales, dicho sea en desagravio de la justicia, sirven de castigo a la avilantez con que, abusando de vuestra indulgencia, pretendí la no merecida honra de apellidarme vuestro compañero, cuando en realidad yo había de venir aquí (¿para qué negarlo?) a continuar siendo vuestro discípulo.
Mucho más diría en esto; pero acuden a mi memoria los pulidos términos y galanas frases con que todos vosotros, en tribulación análoga, que no idéntica, a la mía, expresasteis iguales conceptos, y doleríame que, por desventajas de inteligencia y de estilo, apareciese hoy menos elocuente y afectuosa la obligación de mi agradecimiento que ayer la noble humildad de vuestra modestia. Séame lícito, en cambio, definir con ingenuidad, y en el llano y corriente lenguaje propio de mi afición a la novela de costumbres, la índole y naturaleza de las encontradas emociones que siente el amante de las Bellas Letras cuando pasa del estado de escritor por fuero propio a la categoría oficial de individuo de esta ilustre Corporación, o explicará a lo menos las inquietudes que experimenta con tal motivo quien, como yo, durante una larga y alegre estudiantina literaria, solo ha campado por su respeto.
Perdonadme, en gracia de la exactitud, el atrevimiento del símil que voy a emplear; pero la verdad es que, cuando considero el cúmulo de cuidados y atenciones que he echado sobre mí al atravesar esos umbrales (mis remordimientos por lo pasado, mis temores por lo futuro, el dolor por la libertad perdida, las reglas a que tendré que sujetar mi conducta, y los respetos que habré de guardar y hacer guardar en lo sucesivo), ocúrreseme que esto de entrar en la Academia se parece mucho al acto de casarse. Experimento, sí, señores, en este día la grave conmoción y saludable miedo del que deja las inmunidades de mozo por los deberes de casado, con ánimo y resolución de cumplirlos. Solicítase como una merced lo mismo el cargo de marido que el de académico agradécense como una dicha y una honra; ufánase uno de verse tenido en tanto por la señora de sus pensamientos; da las gracias, personalmente, a todos los individuos de su nueva familia; parécenle pocos todos los regalos (o sea malos todos los discursos) que excogita para agasajar a la novia; no puede, en fin, estar más alegre y reconocido... Pero llega el día del Sacramento, llega el día de jurar ante Dios el anhelado cargo, llega el día de hoy, en una palabra, y el académico electo, como el feliz contrayente, conoce que algo crítico, supremo y trascendental va a acontecer en su vida; que a sus ojos desaparece un horizonte y se abre otro, cual si estuviera atravesando la cumbre divisoria de dos comarcas, y que aquella solemne y decisiva hora, más bien es hora de abstracción y melancolía, de austeridad y sacrificio, que de profanas, amorosas complacencias. De entonces en adelante, bien puede decir adiós el nuevo académico (dejemos por ahora al novio) a las libertades en materia de gusto, a las rebeldías contra los preceptos, a la independencia de sus juicios, a la impunidad de sus errores... Pero ¿qué digo adiós? ¡Lo perseguirá el recuerdo de sus piraterías literarias, y entrará en deseos de quemar cuantos escritos llevan su nombre, versos y prosa, comedias y novelas, y sobre todo los folletines de supuesta crítica, al modo que el recién casado arroja al fuego cartas, flores, efigies, perfumadas trenzas y demás testimonios non sanctos de sus campañas de soltero!
Con lo que acabo de decir quedan liquidados y saldados algunos créditos de mi conciencia, generosamente olvidados por vosotros, y réstame ahora añadir que me punza tanto más en la ocasión presente el recuerdo de mis pecados literarios, cuanto que vengo a ocupar la vacante de un modelo de virtudes académicas (las tuvo de todo orden), escritor pulcro y moral desde los primeros años de su vida, pensador siempre arreglado, poeta envidiable, humanista perfecto; utilísima abeja, digámoslo así, en las arduas tareas de esta casa, donde se afanó constantemente por el bien y el aumento de las Letras españolas. Tal fue don Fermín de la Puente Apecechea. De tan valiosas cualidades, que perpetuarán el renombre de aquel varón insigne, solo una traigo yo probada, y ésa no con la nota de sobresaliente. La alegaré, sin embargo, como título a vuestra benevolencia, porque acredita, cuando menos, de parte mía, un buen deseo de cumplir la más importante y sagrada obligación aneja a los oficios de poeta y escritor público que me arrogué y desempeño hace ya veinticinco años. Y con esto he llegado al tema del presente discurso.
Refiérome, señores, a la intención moralizadora que siempre ha guiado los cortos vuelos de mi pluma, y que de igual manera deben, a mi juicio, llevar por delante, próxima o remotamente, en todas sus creaciones, cuantos desde el teatro, desde el libro, desde el lienzo, o por medio de la triunfal estatua, aleccionan y dirigen, hasta cuando no lo pretenden, a la sociedad de que forman arte. En lo que a mí toca (y será ya lo último que os diga con relación a mi insignificante personalidad literaria), vuelvo a declarar que, constantemente, en todo linaje de escritos, sin excepción ninguna, me he propuesto lo que he considerado (no sé si con error o sin él) útil a mi patria y a mis conciudadanos, cuando trataba de cosas políticas, útil a la familia y a la sociedad, si ensayaba la novela, consolador del espíritu humano, cuando pulsaba mi laúd granadino; es decir, que siempre he tenido por norte el Bien, tal y como yo lo he discernido en cada circunstancia, y que, al azotar el vicio o al ensalzar la virtud, al cantar el amor o celebrar la hermosura, tanto como a elaborar ingeniosos primores retóricos, he propendido a que la belleza de la forma sirviese de gala y realce a la bondad o a la verdad de los pensamientos.
No ostentara yo como un timbre tan pobre ejecutoria, donde no hay quien no la posea en unión de otros blasones de más precio, ni viniera hoy a defender en este acto público, como tesis litigiosa y materia opinable, lo que durante miles de años ha sido máxima inconcusa, si no hubiésemos llegado a tiempos en que es tal la fiebre de las pasiones y tan horrible la consiguiente perturbación de las ideas, que ya corre válida por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la peregrina especie, nacida en la delirante Alemania, adulterada por el materialismo francés y acogida con fruición por el insepulto paganismo italiano, de que el Arte, incluyendo en esta denominación las Bellas Letras, es independiente de la Moral; de que, proscrito el Bien de los dominios de Apolo, la Belleza debe servir de único término ideal o exclusivo objeto de atribución a poetas y artistas, y de que Bien y Belleza son, por tanto, conceptos separables. ¡Es decir; que, según los flamantes críticos, cabe que al espíritu humano le parezca bello lo ocioso, bello lo nulo, bello lo indiferente, y hasta bello lo malo, lo injusto, lo inicuo y lo aborrecible!... Ni ¿qué sabemos? ¡Acaso, para explicar ese dualismo de juicios y esa contradicción de fallos en un solo tribunal, supongan que el alma del hombre está, como si dijéramos, dividida en negociados, ajenos e independientes entre sí, de modo y forma que con un pedazo del espíritu se pueda amar lo que se desprecia o se abomina con el otro; desconociendo así los ilusos que nuestra alma, inmaterial e indivisible, es como misterioso sagrario, donde, al calor de las ideas innatas y a la divina luz de la conciencia, se asocian, funden y armonizan (no sin continuas victorias de la imaginación sobre los cinco sentidos) los varios afectos y confusas nociones que nos ofrece el mundo exterior; con lo que, tras felices desengaños del mortal orgullo, despiértase en nuestro ser aquel ansia infinita de verdad, bondad y belleza eternas y absolutas que ha producido todas las grandes obras humanas, y que es, a un tiempo mismo, vivaz estímulo de la mente, insaciable sed de justicia en el corazón y perpetua melancolía del descontentadizo sentimiento predestinado a goces inmortales! No se me oculta que ese cisma literario, cuyo grito de guerra es «el Arte por el Arte» (frase puramente retórica, y de origen polémico, sin valor alguno científico, y cuya verdadera fórmula sería «el Arte por la Belleza»), surgió en son de protesta y refutación contra los que, exagerando las legítimas aspiraciones de un excelente deseo, sostenían que el Arte no debía ser más que un a expresión religiosa, tan inmediata y directa como el culto, o contra los que solo veían en él un medio mecánico de enseñanza, a la manera de los juguetes que sirven para que los niños aprendan Historia; doctrinas ambas inadmisibles en absoluto, por cuanto anulaban nobles y maravillosos registros del complicado entendimiento humano, ora condenando el Arte a degenerar en un simbolismo caprichoso, especie de escritura jeroglífica, y a formar parte del ritual de cada creencia, ora reduciéndolo a la condición de instrumento útil, cuyo mérito habría por ende de graduarse, no en el orden estético, sino con arreglo a su eficacia y resultados... Pero la verdad es que, por mucho error que hubiese en confundir los tres grandes términos de la actividad humana, subordinando incondicionalmente a las leyes de la Bondad o de la Verdad el concepto de la Belleza, mayor lo hay, y más trascendental y peligroso, en éstos que proclaman el divorcio e incomunicación de las facultades de nuestro espíritu, la negación de la unidad absoluta de nuestro ser, la división de nuestra conciencia, la ambigüedad de nuestro albedrío, el fraccionamiento de nuestra mente; especie de cantonalismo cerebral, en que el Arte, la Moral y la Ciencia descuartizan y se distribuyen el sagrado imperio del alma.
Contra semejantes absurdos álzanse juntamente la Filosofía y los hechos; y estas serán las dos partes en que yo divida mis alegaciones, bien que compendiándolas todo lo posible, a fin de no cansaros demasiado.
La Filosofía nos enseña que, si en el orden metafísico figuran como distintas las tres ideas capitales Bondad, Verdad y Belleza, es porque así se presentan a nuestra limitada razón, la cual no puede reducirlas a un solo concepto. No puede, no; lo reconozco de buen grado. A ser posible esa reducción, el mundo psicológico se regiría por otras leyes, y la justicia se fundaría en otras bases muy diferentes de las de hoy. Baste decir, en lo respectivo a mi propósito (y como leve indicio de mayores monstruosidades), que por resultas de la aleación de la Bondad con la Belleza, los preceptos estéticos tendrían sanción penal y la fealdad se castigaría como delito; cosa tan extraña y repugnante a los dictados de nuestra conciencia, que la rechazaron hasta los mismos griegos del siglo de Pericles; los cuales, en medio de su fanática adoración a la forma, se limitaron a penar la caricatura voluntaria. Pero la distinción no arguye contradicción, y, si bien consideramos como distintas esas tres ideas supremas, las contemplamos en una armónica unidad absoluta, donde no cabe antagonismo: afírmanse, por tanto, mutuamente, lejos de contradecirse, y se reflejan unas en otras como nobles hermanas de sorprendente parecido, explicándose así que en todo espíritu sano causen igual complacencia la justicia que la hermosura; la gratitud o el heroísmo que el descubrimiento de las verdades trabajosamente inquiridas; la santa Caridad que los sublimes espectáculos de la Naturaleza, y que todos estos afectos se resuelvan siempre en una sola emoción de misteriosa dulzura; en aquel llanto del alma que nos arrancan las cosas sublimes y que es la mejor ofrenda del entusiasmo!
Según tales principios, cuando creemos notar contradicción entre lo bueno y lo bello, debe de ser a lo sumo mera apariencia engañadora, forjada por oculto sofisma; que también los hay en el campo de la Estética, y no menos perniciosos que los de la lógica. Sofisma estético es, por ejemplo, confundir dos o más de los órdenes en que la Belleza se particulariza, e inferir correlativamente de semejante confusión pugna y conflicto entre la Belleza y la Bondad. Citaré un caso muy notorio de este paralogismo: Víctor Hugo quiso unir la belleza moral a la deformidad física en la figura de Quasimodo. Nada censurable había en ello; porque, siendo de distinto orden las bellezas física y moral, cabe separarlas..., y separadas ¡ay! aparecen en la realidad con harta frecuencia, bien que no por fortuna mía en las bellas cuanto bondadosas damas que me escuchan... Pero el sofisma nace cuando, en nombre de la belleza moral, Quasimodo solicita, no un afecto moral también, que era el correspondiente a su mérito, no admiración, no gratitud, no amistad del espíritu, sino el amor de Esmeralda, el feudo de su hermosura, aquel cariño (digámoslo de una vez), libre y tiránico como el gusto, en que, por disposición divina, tanto puede una bella cara y a cuyos mortales ojos son inseparables alma y cuerpo. Víctor Hugo se guarda muy bien de advertirnos, al llegar a este punto de su obra, que la belleza moral de Quasimodo, o sea su virtud, se había trocado en una fealdad mayor que la de su físico desde que el jorobado dio alas a aquella pasión leonina; pero estoy seguro de que el gran poeta repararía inmediatamente en su propio contrasentido, y de que, si pasó adelante, fue... por desprecio a la penetración de sus lectores.
Otro sofisma estético, mucho más grave sin duda alguna, es sobreponer a una monstruosidad moral una belleza verdadera de diferente origen, y hacerlo con tal artificio que no sea fácil descubrir la incongruencia. Vaya un ejemplo: Supongamos que el Partenón se destinara a guarida de facinerosos (lo cual ocurría efectivamente hace pocos años), e imaginemos que algún crítico exclamase (cosa también verosímil): «¡Qué ladronera tan bella!» ¿Habría exactitud en este juicio? No. El Partenón no sería la ladronera: lo serían las piedras de que se compone, o más bien el espacio por las piedras comprendido. El Partenón seguiría siendo una obra realmente bella, inspirada por los más nobles sentimientos humanos (la religión y el patriotismo), mientras que la tal ladronera, es decir, los ladrones allí alojados, seguirían siendo feos, aborrecibles, infames, aun bajo las puras columnatas de un templo tan grandioso. Ahora bien: todas las obras artísticas inmorales, todas las maravillas literarias de argumento vil y frase obscena, son otros tantos templos convertidos en albergue de malhechores. Así anda la ruin lascivia entre los cincelados versos del Ars amandi, o así habitan la impiedad y el cinismo en los severos moldes de los hexámetros de Lucrecio.
Pero admitamos por un instante que la Belleza no tiene el valor metafísico, o sea el íntimo enlace con la Bondad y con la Verdad, que nosotros le hemos otorgado... ¿Qué pudiera ser entonces? ¿Sería, como pretenden algunos, el término exterior incógnito a que adapta su actividad lo que ha solido llamarse sentido estético o sexto sentido?
¡Ni tan siquiera se concibe tal conjetura! Para ello se requeriría que ese presunto paladar del alma mostrase su acción universalmente uniforme, reconociendo y saboreando la Belleza donde y como quiera que se le presentase; y sabido es que en nuestro globo no sucede nada de esto! Antes ocurre todo lo contrario, como lo demuestra, no ya la variedad, sino la incompatibilidad de fenómenos que ofrece la raza humana en materia de gustos, cual si el Supremo Hacedor hubiese querido evitar, entre otras complicaciones, el que todos los hombres se enamorasen de una misma mujer, o el que las pobres feas lo fuesen por unanimidad de votos. ¿Quién, pues, ni en virtud de qué término superior, podría dar la pauta de la Belleza, redactar su código, imponer sus preceptos? Nadie absolutamente. ¡Cada sexto sentido defendería su derecho individual (que decimos ahora), y habría que admitir tantas Bellezas como gustos, declarando que todas eran igualmente legítimas y respetables!... Pero ¿qué digo? ¡Ni aun el gusto propio sería regla constante para cada persona, pues las delectaciones y las preferenci...
Índice
- Créditos
- Al excelentísimo señor
- Discurso sobre la Moral en el Arte
- La Desvergüenza. Poema joco-serio de don Manuel Bretón de los Herreros
- Agustín Bonnat. Necrología
- Historia de una novela
- Introducción a las obras de Don José Selgas
- Historia de un almanaque
- Revista de Madrid
- Arquitectura
- Roberto il Diavolo
- I. De la zarzuela
- Carta y prólogo referentes al libro titulado «En los montes de la Mancha»
- Libros a la carta