Historia verdadera de la conquista de la Nueva España I
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Historia verdadera de la conquista de la Nueva España I

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Historia verdadera de la conquista de la Nueva España I

Descripción del libro

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España relata la experiencia americana de Bernal Díaz del Castillo. En 1514, cuando Bernal Díaz embarcó hacia el Nuevo Mundo, no había cumplido veinte años.Tres años más tarde participaba en la expedición dirigida por Hernán Cortés hacia México. En ella unos pocos españoles, en algo menos de dos años, consiguieron derrotar al Imperio azteca. Cuarenta años más tarde, Bernal Díaz relata, con un afán de fidelidad tan tenaz como problemático, una de las expediciones que marcaron el imaginario occidental.Este libro relata los desafíos que planteaba el poder, las tácticas de Cortés para aproximarse al imperio de Montezuma y, más tarde, al de Cuauhtemoc. Describe también, el choque de creencias, la explotación de los nativos para conseguir oro y otros tesoros, o las batallas que se libraron hasta la caída de México.La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España es, junto con los- Diarios de Cristóbal Colón, - las Cartas de relación de Hernán Cortés- y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias del padre Bartolomé de las Casas, si no un relato fidedigno de lo que ocurrió, sí una de las obras de la literatura de la Conquista, que mejor atestiguan la mentalidad occidental de la época.Como señaló Todorov, la conquista de América fue«el encuentro más asombroso de nuestra historia. En el "descubrimiento" de los demás continentes y de los demás hombres no existe realmente ese sentimiento de extrañeza radical» (La conquista de América: el problema del otro), es muy posible que esa radical extrañeza fuera lo único que compartieron los hombres que participaron en aquel encuentro.La Historia de la verdadera conquista de la Nueva España se estructura en pequeños capítulos de no más de cinco páginas. En ellos nos cuenta un pequeño episodio independiente que acaeció durante la conquista de México.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788499531748
Categoría
Historia
Historia verdadera
Prólogo
Yo, Bernal Díaz del Castillo, regidor de esta ciudad de Santiago de Guatemala, autor de esta muy verdadera y clara historia, la acabé de sacar a la luz, que es desde el descubrimiento, y todas las conquistas de la Nueva España, y como se tomó la gran ciudad de México, y otras muchas ciudades, hasta las haber traído de paz y pobladas de españoles muchas villas, las enviamos a dar y entregar, como estamos obligados, a nuestro rey y señor; en la cual historia hallarán cosas muy notables y dignas de saber: y también van declarados los borrones, y escritos viciosos en un libro de Francisco López de Gómara, que no solamente va errado en lo que escribió de la Nueva España, sino también hizo errar a dos famosos historiadores que siguieron su historia, que se dicen Doctor Illescas y el obispo Paulo Iobio; y a esta causa, digo y afirmo que lo que en este libro se contiene es muy verdadero, que como testigo de vista me hallé en todas las batallas y reencuentros de guerra; y no son cuentos viejos, ni Historias de Romanos de más de setecientos años, porque a manera de decir, ayer pasó lo que verán en mi historia, y cómo y cuándo, y de qué manera; y de ello era buen testigo el muy esforzado y valeroso capitán don Hernando Cortés, marqués del Valle, que hizo relación en una carta que escribió de México al serenísimo emperador don Carlos V, de gloriosa memoria, y otra del virrey don Antonio de Mendoza, y por probanzas bastantes. Y además de esto cuando mi historia se vea, dará fe y claridad de ello; la cual se acabó de sacar en limpio de mis memorias y borradores en esta muy leal ciudad de Santiago de Guatemala, donde reside la real audiencia, en 26 días del mes de febrero de 1568 años. Tengo que acabar de escribir ciertas cosas que faltan, que aún no se han acabado: va en muchas partes testado, lo cual no se ha de leer. Pido por merced a los señores impresores, que no quiten, ni añadan más letras de las que aquí van y suplan, etc.
Capítulo I. En qué tiempo salí de Castilla, y lo que me acaeció
En el año de 1514 salí de Castilla en compañía del gobernador Pedro Arias de Ávila, que en aquella sazón le dieron la gobernación de Tierra Firme; y viniendo por la mar con buen tiempo, y otras veces con contrario, llegamos al Nombre de Dios; y en aquel tiempo hubo pestilencia, de que se nos murieron muchos soldados, y demás desto, todos los más adolecimos, y se nos hacían unas malas llagas en las piernas; y también en aquel tiempo tuvo diferencias el mismo gobernador con un hidalgo que en aquella sazón estaba por capitán y había conquistado aquella provincia, que se decía Vasco Núñez de Balboa; hombre rico, con quien Pedro Arias de Ávila casó en aquel tiempo una su hija doncella con el mismo Balboa; y después que la hubo desposado, según pareció, y sobre sospechas que tuvo que el yerno se le quería alzar con copia de soldados por la mar del Sur, por sentencia le mandó degollar. Y después que vimos lo que dicho tengo y otras revueltas entre capitanes y soldados, y alcanzamos a saber que era nuevamente ganada la isla de Cuba, y que estaba en ella por gobernador un hidalgo que se decía Diego Velázquez, natural de Cuéllar; acordamos ciertos hidalgos y soldados, personas de calidad de los que habíamos venido con el Pedro Arias de Ávila, de demandarle licencia para nos ir a la isla de Cuba, y él nos la dio de buena voluntad, porque no tenía necesidad de tantos soldados como los que trajo de Castilla, para hacer guerra, porque no había qué conquistar; que todo estaba de paz, porque el Vasco Núñez de Balboa, yerno del Pedro Arias de Ávila, lo había conquistado, y la tierra de suyo es muy corta y de poca gente. Y desque tuvimos la licencia, nos embarcamos en buen navío; y con buen tiempo, llegamos a la isla de Cuba, y fuimos a besar las manos al gobernador della, y nos mostró mucho amor y prometió que nos daría indios de los primeros que vacasen; y como se habían pasado ya tres años, así en lo que estuvimos en Tierra Firme como lo que estuvimos en la isla de Cuba aguardando a que nos depositase algunos indios, como nos habían prometido, y no habíamos hecho cosa ninguna que de contar sea, acordamos de nos juntar ciento y diez compañeros de los que habíamos venido de Tierra Firme y de otros que en la isla de Cuba no tenían indios, y concertamos con un hidalgo que se decía Francisco Hernández de Córdoba, que era hombre rico y tenía pueblos de indios en aquella isla, para que fuese nuestro capitán, y a nuestra ventura buscar y descubrir tierras nuevas, para en ellas emplear nuestras personas; y compramos tres navíos, los dos de buen porte, y el otro era un barco que hubimos del mismo gobernador Diego Velázquez, fiado, con condición que, primero nos le diese, nos habíamos de obligar, todos los soldados, que con aquellos tres navíos habíamos de ir a unas isletas que están entre la isla de Cuba y Honduras, que ahora se llaman las islas de las Guanajas y que habíamos de ir de guerra y cargar los navíos de indios de aquellas islas para pagar con ellos el barco, para servirse dellos por esclavos. Y desque vimos los soldados que aquello que pedía el Diego Velázquez no era justo, le respondimos que lo que decía no lo mandaba Dios ni el rey, que hiciésemos a los libres esclavos. Y desque vio nuestro intento, dijo que era bueno el propósito que llevábamos en querer descubrir tierras nuevas, mejor que no el suyo; y entonces nos ayudó con cosas de bastimento para nuestro viaje. Y desque nos vimos con tres navíos y matalotaje de pan casabe, que se hace de unas raíces que llaman yucas, y compramos puercos, que nos costaban en aquel tiempo a 3 pesos, porque en aquella sazón no había en la isla de Cuba vacas ni carneros, y con otros pobres mantenimientos, y con rescate de unas cuentas que entre todos los soldados compramos; y buscamos tres pilotos, que el más principal dellos y el que regia nuestra armada se llamaba Antón de Alaminos, natural de Palos, y el otro piloto se decía Camacho, de Triana, y el otro Juan Álvarez, el Manquillo, de Huelva; y así mismo recogimos los marineros que hubimos menester, y el mejor aparejo que pudimos de cables y maromas y anclas, y pipas de agua, y todas otras cosas convenientes para seguir nuestro viaje, y todo esto a nuestra costa y minsión. Y después que nos hubimos juntado los soldados, que fueron ciento y diez, nos fuimos a un puerto que se dice en la lengua de Cuba, Ajaruco, y es en la banda del norte, y estaba ocho leguas de una villa que entonces tenían poblada, que se decía, San Cristóbal, que desde a dos años la pasaron adonde ahora está poblada la dicha Habana. Y para que con buen fundamento fuese encaminada nuestra armada, hubimos de llevar un clérigo que estaba en la misma villa de San Cristóbal, que se decía Alonso González, que con buenas palabras y prometimientos que le hicimos se fue con nosotros; y demás desto elegimos por veedor, en nombre de su majestad, a un soldado que se decía Bernardino Iñiguez, natural de Santo Domingo de la Calzada, para que si Dios fuese servido que topásemos tierras que tuviesen oro o perlas o plata, hubiese persona suficiente que guardase el real quinto. Y después de todo concertado y oído misa, encomendándonos a Dios nuestro señor y a la virgen santa María, su bendita madre, nuestra señora, comenzamos nuestro viaje de la manera que adelante diré.
Capítulo II. Del descubrimiento de Yucatán y de un rencuentro de guerra que tuvimos con los naturales
En 8 días del mes de febrero del año de 1517 años salimos de La Habana, y nos hicimos a la vela en el puerto de Jaruco, que así se llama entre los indios, y es la banda del norte, y en doce días doblamos la de San Antonio, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama la tierra de los Guanatabeyes, que son unos indios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el Sol, sin saber bajos ni corrientes, ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos de nuestras personas; porque en aquel instante nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder; y desque abonanzó, yendo por otra navegación, pasado veintiún días que salimos de la isla de Cuba, vimos tierra, de que nos alegramos mucho, y dimos muchas gracias a Dios por ello; la cual tierra jamás se había descubierto, ni había noticia della hasta entonces; y desde los navíos vimos un gran pueblo, que al parecer estaría de la costa obra de dos leguas, y viendo que era gran población y no habíamos visto en la isla de Cuba pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cairo. Y acordamos que con el un navío de menos porte se acercasen lo que más pudiesen a la costa, a ver que tierra era, y a ver si había fondo para que pudiésemos anclear junto a la costa; y una mañana, que fueron 4 de marzo, vimos venir cinco canoas grandes llenas de indios naturales de aquella población, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes, de maderos gruesos y cavadas por de dentro y está hueco, y todas son de un madero macizo, y hay muchas dellas en que caben en pie cuarenta y cincuenta indios. Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las cinco canoas cerca de nuestro navío, con señas de paz que les hicimos, llamándoles con las manos y capeándoles con las capas para que nos viniesen a hablar, porque no teníamos en aquel tiempo lenguas que entendiesen la del Yucatán y mexicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, a los cuales dimos de comer casabe y tocino, y a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando un buen rato los navíos; y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se quería tornar a embarcar en sus canoas y volver a su pueblo, y que otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra; y venían estos indios vestidos con unas jaquetas de algodón y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman mastates, y tuvimos los por hombres más de razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con sus vergüenzas defuera, excepto las mujeres, que traían hasta que les llegaban a los muslos unas ropas de algodón que llaman naguas. Volvamos a nuestro cuento: que otro día por la mañana volvió el mismo cacique a los navíos, y trajo doce canoas grandes con muchos indios remeros, y dijo por señas al capitán, con muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hubiésemos menester, y que en aquellas doce canoas podíamos saltar en tierra. Y cuando lo estaba diciendo en su lengua, acuérdeme decía: «Con escotoch, con escotoch»; y quiere decir, andad acá a mis casas; y por esta causa pusimos desde entonces por nombre a aquella tierra Punta de Cotoche, y así está en las cartas del marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los soldados los muchos halagos que nos hacía el cacique para que fuésemos a su pueblo, tomó consejo con nosotros, y fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos, y en el navío de los más pequeños y en las doce canoas saliésemos a tierra todos juntos de una vez, porque vimos la costa llena de indios que habían venido de aquella población, y salimos todos en la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez al capitán por señas que fuésemos con él a sus casas; y tantas muestras de paz hacía, que tomando el capitán nuestro parecer para si iríamos o no, acordóse por todos los más soldados que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar y con buen concierto fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas (que así se llamaban, escopetas y espingardas, en aquel tiempo), y comenzamos a caminar por un camino por donde el cacique iba por guía, con otros muchos indios que le acompañaban. Y yendo de la manera que he dicho, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces y apellidar el cacique para que saliesen a nosotros escuadrones de gente de guerra, que tenían en celada para nos matar; y a las voces que dio el cacique, los escuadrones vinieron con gran furia, y comenzaron a nos flechar de arte, que a la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón, y lanzas y rodelas, arcos y flechas, y hondas y mucha piedra, y sus penachos puestos, y luego tras las flechas vinieron a se juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas luego les hicimos huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y de las ballestas y escopetas el daño que les hacían; por manera que quedaron muertos quince dellos. Un poco más adelante, donde nos dieron aquella refriega que dicho tengo, estaba una placeta y tres casas de cal y canto, que eran adoratorios, donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios y otros como de mujeres, altos de cuerpo, y otros de otras malas figuras; de manera que al parecer estaban haciendo sodomías unos bultos de indios con otros; y en las casas tenían unas arquillas hechizas de madera, y en ellas otros ídolos de gestos diabólicos, y unas patenillas de medio oro, y unos pinjantes y tres diademas, y otras piecezuelas a manera de pescados y otras a manera de ánades, de oro bajo. Y después que lo hubimos visto, así el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra, porque en aquel tiempo no era descubierto el Perú, ni aun se descubrió dende ahí a dieciséis años. En aquel instante que estábamos batallando con los indios, como dicho tengo, el clérigo. González que iba con nosotros, y con dos indios de Cuba se cargó de las arquillas y el oro y los ídolos, y lo llevó al navío; y en aquella escaramuza prendimos dos indios, que después se bautizaron y volvieron cristianos, y se llamó el uno Melchor y el otro Julián, y entrambos eran trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato acordamos de nos volver a embarcar, y seguir las costas adelante descubriendo hacia donde se pone el Sol; y después de curados los heridos, comenzamos a dar velas.
Capítulo III. Del descubrimiento de Campeche
Como acordamos de ir a la costa adelante hacia el poniente, descubriendo puntas y bajos y ancones y arrecifes, creyendo que era isla, como nos lo certificaba el piloto Antón de Alaminos, íbamos con gran tiento, de día navegando y de noche al reparo y pairando; y en quince días que fuimos desta manera, vimos desde los navíos un pueblo, y al parecer algo grande, y había cerca de él gran ensenada y bahía; creímos que había río o arroyo donde pudiésemos tomar agua, porque teníamos gran falta della; acabábase la de las pipas y vasijas que traíamos, que no venían bien reparadas; que, como nuestra armada era de hombres pobres, no teníamos dinero cuanto convenía para comprar buenas pipas; faltó el agua y hubimos de saltar en tierra junto al pueblo, y fue un domingo de Lázaro, y a esta causa le pusimos este nombre, aunque supimos que por otro nombre propio de indios se dice Campeche; pues para salir todos de una barcada, acordamos de ir en el navío más chico y en los tres bateles, bien apercibidos de nuestras armas, no nos acaeciese como en la Punta de Cotoche. Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos ancleados más de una legua de tierra, y fuimos a desembarcar cerca del pueblo, que estaba allí un buen pozo de buena agua, donde los naturales de aquella población bebían y se servían de él, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos; y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. Ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios con buenas mantas de algodón, y de paz, y a lo que parecía debían ser caciques, y nos decían por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y señalaron con la mano que si veníamos de hacia donde sale el Sol, y decían «Castilan, Castilan», y no mirábamos bien en la plática de «Castilan, Castilan». Y después de estas pláticas que dicho tengo, nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estuvimos tomando consejo si iríamos. Acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso, y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y estaban muy bien labradas de cal y canto, y tenían figurados en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras y otras pinturas de ídolos, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre muy fresca; y a otra parte de los ídolos tenían unas señales como a manera de cruces, pintados de otros bultos de indios; de todo lo cual nos admiramos, como cosa nunca vista ni oída. Y, según pareció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios para que les diesen victoria contra nosotros, y andaban muchos indios e indias riéndose y al parecer muy de paz, como que nos venían a ver; y como se juntaban tantos, temimos no hubiese alguna zalagarda como la pasada de Cotoche; y estando desta manera vinieron otros muchos indios, que traían muy ruines mantas, cargados de carrizos secos, y los pusieron en un llano, y tras estos vinieron dos escuadrones de indios flecheros con lanzas y rodelas, y hondas y piedras, y con sus armas de algodón, y puestos en concierto en cada escuadrón su capitán, los cuales se apartaron en poco trecho de nosotros; y luego en aquel instante salieron de otra casa, que era su adoratorio, diez indios, que traían las ropas de mantas de algodón largas y blancas, y los cabellos muy grandes, llenos de sangre y muy revueltos los unos con los otros, que no se les pueden esparcir ni peinar si no se cortan; los cuales eran sacerdotes de los ídolos que en la Nueva España se llaman papas, y así los nombraré de aquí adelante; y aquellos papas nos trajeron zahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal, y con braseros de barro llenos de lumbre nos comenzaron a zahumar, y por señas nos dicen que nos vayamos de sus tierras antes que aquella leña que tienen llegada se ponga fuego y se acabe de arder, si no que nos darán guerra y nos matarán. Y luego mandaron poner fuego a los carrizos y comenzó de arder, y se fueron los papas callando sin más nos hablar, y los que estaban apercibidos en los escuadrones empezaron a silbar y a tañer sus bocinas y atabalejos. Y desque los vimos de aquel arte y muy bravosos, y de lo de la punta de Cotoche aun no teníamos sanas las heridas, y se habían muerto dos soldados, que echamos al mar, y vimos grandes escuadrones de indios sobre nosotros, tuvimos temor, y acordamos con buen concierto de irnos a la costa; y así, comenzamos a caminar por la playa adelante hasta llegar enfrente de un peñol que está en la mar, y los bateles y el navío pequeño fueron por la costa tierra a tierra con las pipas de agua y no nos osamos embarcar junto al pueblo donde nos habíamos desembarcado, por el gran número de indios que ya se habían juntado, porque tuvimos por cierto que al embarcar nos darían guerra. Pues ya metida nuestra agua en los navíos, y embarcados en una bahía como portezuelo que allí estaba, comenzamos a navegar seis días con sus noches con buen tiempo, y volvió un norte, que es travesía en aquella costa, el cual duró cuatro días con sus noches, que estuvimos para dar a través: tan recio temporal hacía, que nos hizo anclar la costa por no ir a través; que se nos quebraron dos cables, e iba garrando a tierra el navío. ¡Oh en qué trabajo nos vimos! Que si se quebrara el cable, íbamos a la costa perdidos, y quiso Dios que se ayudaron con otras maromas viejas y guindaletas. Pues ya reposado el tiempo seguimos nuestra costa adelante, llegándonos a tierra cuanto podíamos para tornar a tomar agua, que (como ya he dicho) las pipas que traíamos vinieron muy abiertas; y asimismo no había regla en ello, como íbamos costeando, creíamos que doquiera que saltásemos en tierra la tomaríamos de jagüeyes y pozos que cavaríamos. Pues yendo nuestra derrota adelante vimos desde los navíos un pueblo, y antes de obra de una legua de él se hacía una ensenada, que parecía que habría río o arroyo: acordamos de surgir junto a él; y como en aquella costa (como otras veces he dicho) mengua mucho la mar y quedan en seco los navíos, por temor dello surgimos más de una legua de tierra; en el navío menor y en todos los bateles, fue acordado que saltásemos en aquella ensenada, sacando nuestras vasijas con muy buen concierto, y armas y ballestas y escopetas. Salimos en tierra poco más de mediodía, y habría una legua desde el pueblo hasta donde desembarcamos, y estaban unos pozos y maizales, y caserías de cal y canto. Llámase este pueblo Potonchan, y henchimos nuestras pipas de agua; mas no las pudimos llevar ni meter en los bateles, con la mucha gente de guerra que cargó sobre nosotros; y quedarse ha aquí, y adelante diré las guerras que nos dieron.
Capítulo IV. Cómo desembarcamos en una bahía donde había maizales, cerca del puerto de Potonchan, y de las guerras que nos dieron
Y estando en las estancias y maizales por mí ya dichas, tomando nuestra agua, vinieron por la costa muchos escuadrones de indios del pueblo de Potonchan (que así se dice), con sus armas de algodón que les daba a la rodilla, y con arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y espadas hechas a manera de montantes de a dos manos, y hondas y piedras, y con sus penachos de los que ellos suelen usar, y las caras pintadas de blanco y prieto enalmagrados; y venían callando, y se vienen derechos a nosotros, como que nos venían a ver de paz, y por señas nos dijeron que si veníamos de donde sale el Sol, y las palabras formales según nos hubieron dicho los de Lázaro, «Castilan, Castilan», y respondimos por señas que de donde sale el Sol veníamos. Y entonces paramos en las mientes y en pensar qué podía ser aquella plática, porque los de San Lázaro nos dijeron lo mismo; mas nunca entendimos al fin que lo decían. Sería cuando esto pasó y los indios se juntaban, a la hora de las Ave Marías, y fuéronse a unas caserías, y nosotros pusimos velas y escuchas y buen recaudo, porque no nos pareció bien aquella junta de aquella manera. Pues estando velando todos juntos, oímos venir con el gran ruido y estruendo que traían por el camino, muchos indios de otras sus estancias y del pueblo, y todos de guerra, y desque aquello sentimos, bien entendido teníamos que no se juntaban para hacernos ningún bien, y entramos en acuerdo con el capitán que es lo que haríamos; y unos soldados daban por consejo que nos fuésemos luego a embarcar; y como en tales casos suele acaecer, unos dicen uno y otros dicen otro, eran muchos indios, darían en nosotros y habría mucho riesgo de nuestras vidas; y otros éramos de acuerdo que diésemos en ellos esa noche; que, como dice el refrán, quien acomete, vence; y por otra parte veíamos que para cada uno de nosotros había trescientos indios. Y estando en estos conciertos amaneció, y dijimos unos soldados a otros que tuviésemos confianza en Dios, y corazones muy fuertes para pelear, y después de nos encomendar a Dios, cada uno hiciese lo que pudiese para salvar las vidas. Ya que era de día claro vimos venir por la costa muchos más escuadrones guerreros con sus banderas tendidas, y penachos y atambores, y con arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y se juntaron con los primeros que habían venido la noche antes; y luego, hechos sus escuadrones, nos cercan por todas partes, y nos dan tal rociada de flechas y varas, y piedras con sus hondas, que hirieron sobre ochenta de nuestros soldados, y se juntaron con nosotros pie con pie, unos con lanzas, y otros flech...

Índice

  1. Créditos
  2. Brevísima presentación
  3. Historia verdadera
  4. Libros a la carta