III
Dueño absoluto de ellos Enrique, emperador, ejerció el poder con crueldad tan inaudita, y ejecutó tan atroces venganzas con los partidarios de Tancredo, que, creyéndose mal seguro en Sicilia, determinó una expedición a Palestina, y murió en San Juan de Acre, dejando tutora de su hijo Federico, sucesor suyo en Nápoles y Sicilia, a su viuda, Constanza. Un año solo sobrevivió esta princesa a su esposo, y dejó encomendado el rey niño al arzobispo de Palermo, al obispo de Capua y al abad de Monreale. También el Padre Santo se declaró defensor y protector de Federico, hasta que, harto de luchar con tanto pretendiente a aquellas coronas, lo declaró mayor de edad a la de trece años, en 1208.
Filipo, hermano de Enrique, ocupó el trono imperial, jurando que no incomodaría a su sobrino en la posesión de sus reinos. Pero como faltase al juramento, fue excomulgado por el papa, y perdiendo a poco la diadema, recayó el imperio por unánime elección en el mismo Federico, rey de Nápoles y de Sicilia.
Al coronarlo el papa le exigió que fuese a hacer la guerra a Palestina, y lo casó con una hija de Juan de Brena, que tenía derecho a la corona de Jerusalén, usurpada por el Saladino; matrimonio por el cual conservan aún los reyes de Nápoles y de Sicilia el título pomposo de «reyes de Jerusalén». Retardó Federico su expedición a la Tierra Santa, por lo que fue excomulgado, y con este apremio la verificó. Pero tuvo muy pronto que abandonarla y que volver en defensa de sus Estados, a quienes el papa movió cruda guerra. Hízolo con tenacidad y buena fortuna, y dejó al morir las dos coronas a su primogénito, Conrado, que estaba en Alemania, y a Manfredo, príncipe de Taranto, el gobierno, con título de vicario, hasta la llegada del nuevo rey. Fue Federico de gran ánimo, aunque vengativo y cruel; protegió las ciencias y las artes, sobre todo la poesía, y fundó en Nápoles una universidad, la segunda que tuvo Italia, habiendo sido la primera la antiquísima de Bolonia.
Grande oposición hizo el papa a que Nápoles y Sicilia reconociesen y jurasen al nuevo soberano, decidiendo que aquellos Estados pertenecían a la Iglesia, por haber muerto excomulgado Federico. Mas Conrado, al frente de un poderoso ejército, terminó la contienda y tomó posesión de la corona. Pero no la gozó largo tiempo, pues murió en 1254, dejando sucesor a su hijo Conradino, de edad de dos años y ausente, volviendo, por tanto, Manfredo a ejercer el gobierno con título de vicario, y a poco con el de rey, suponiendo muerto al rey niño.
Renovó el papa Alejandro IV las pretensiones de su antecesor a la corona de Nápoles, y hallando vigorosa resistencia en el tenaz Manfredo, llamó a Carlos de Anjou, conde de Provenza, hermano de San Luis, rey de Francia, para conquistar el reino de Nápoles, ofreciéndole la investidura. Muerto Alejandro, su sucesor, Urbano IV, insistió en la pretensión; y al cabo, Carlos, excitado por la ambición de su esposa, Beatriz, aunque con desaprobación de su santo hermano, cedió a los deseos de Roma, y se arrojó a la empresa, concediendo de antemano al papa, por la investidura y por el apoyo que debía darle, cierto tributo anual y un caballo blanco en señal de vasallaje; este caballo es el origen de la famosa hacanea, tan célebre en la historia, y que aún no ha mucho enviaban cada año a Roma los reyes de Nápoles. Y además le hizo concesiones muy importantes al poder de la Santa Sede. Empezó, pues, la conquista con incierta fortuna, y acaso no la hubiera tenido buena si el valeroso Manfredo no hubiese sido vendido por los suyos en la batalla de Benevento, donde, viéndose perdido, buscó y encontró la muerte en lo recio de la pelea. Su viuda y sus hijos se encerraron en el castillo de Nocera, donde perecieron lastimosamente a manos de los franceses.
Dueño Carlos del trono, se mostró tan injusto y tan cruel, que los barones del reino tramaron una secreta conjura, y, averiguando que Conradino vivía escondido en una aldea de Alemania, y que había cumplido dieciocho años, le enviaron mensajeros, rogándole viniese a ceñir la corona, que tan legítimamente le pertenecía. Animado el joven, y acalorado por varios príncipes germanos, y particularmente por el duque de Austria, marchó con buenas tropas y no escaso dinero a Italia. Y en las llanuras de Tagliacozzo, en Abruzzo, dio una batalla, que empezó felizmente, pero que tuvo éxito desgraciado. Bárbaramente usó el feroz Carlos de la victoria: pasó a cuchillo sin piedad a cuantas personas de cuenta seguían al joven y desgraciado Conradino; y dueño de él y del duque de Austria, los mandó decapitar, como se ejecutó a los pocos días en la plaza del Mercado, de la ciudad de Nápoles, en presencia de un numeroso pueblo consternado, que lloraba con verdadero dolor aquel desastre. El gallardo príncipe, en quien concluyó la dinastía suava en Italia, protestó solemnemente, y declaró sucesor suyo a don Pedro, rey de Aragón, como marido de la hija de Manfredo y de Constanza; y cuentan que antes de presentar el cuello al verdugo, arrojó en medio de la muchedumbre un guante, otros dicen una sortija, para que fuera presentado al monarca aragonés como prenda de su herencia.
Tales trastornos no bastaron a detener el curso de la civilización, promovida y empujada en Nápoles y en Sicilia por Federico y Manfredo. Pues se tradujeron entonces los manuscritos preciosos que aquél trajo de Oriente. Se vulgarizaron las obras de Aristóteles, de Galeno y de Tolomeo, y brillaron el gran Santo Tomás de Aquino, lumbrera de la filosofía, y el amalfitano Flavio Gioja, inventor de la brújula.
Carlos de Anjou, asegurado en el trono y sin competidores a quien temer, continuó en sus crueldades y desaciertos, mereciendo durísimas amonestaciones del Padre Santo y haciéndose blanco del odio general. Y las rapacidades y violencias de los franceses de su ejército y de su corte fueron tales, que prepararon y justificaron el famoso y sangriento suceso, consignado en la historia con el nombre de «Vísperas sicilianas». Había transferido su residencia de Palermo a la ciudad de Nápoles, dejando de lugarteniente en Sicilia a un francés, su favorito, el que gobernó con tal desenfreno y permitió tanta indisciplina y tan irritantes excesos a sus compatriotas, que dieron ocasión al famoso Juan de Prócida de llevar a cabo una vasta y atrevida conjura que tenía combinada para la destrucción y total acabamiento de los extranjeros opresores. Y el día segundo de Pascua del año 1282, al toque de vísperas, fueron asesinados, en toda la isla y en dos horas, más de ocho mil franceses.
Don Pedro, rey de Aragón, o prevenido de lo que iba a suceder, o por mera casualidad, cruzaba aquellos mares para limpiarlos de piratas sarracenos. Y acudió al rumor de tan grave acontecimiento, con tal oportunidad, que los sicilianos se echaron en sus brazos, lo aclamaron rey y lo coronaron inmediatamente en la catedral de Palermo, como descendiente y legítimo heredero del desventurado Conradino. Volviendo a dividirse así ambas coronas, reunidas desde el tiempo de Rugerio.
Carlos, furioso con la pérdida de Sicilia, desafió al aragonés, señalando campo en Gascuña y nombrando juez y padrino al rey de Inglaterra; pero, aunque concurrieron ambos monarcas, no llegaron a combatir. Entre tanto, el famoso almirante aragonés Roger de Lauria, aprovechando la ausencia del de Nápoles, atacó varios puntos de sus Estados y hasta la capital misma, haciendo en ella prisionero al príncipe de Salerno, hijo y heredero del rey Carlos, y de su mismo nombre, que gobernaba el reino durante el viaje y empresa caballeresca de su padre. Noticioso éste de tal contratiempo, volvía furioso a vengarlo; pero fue detenido por la muerte en la ciudad de Foggia (año 1282).
Sucedióle el hijo, prisionero de Roger de Lauria, que a los cuatro años de prisión logró rescate por empeño del rey de Inglaterra, y obtuvo del papa la investidura de Nápoles y de Sicilia. Alteró grandemente tal concesión a don Jaime, sucesor de don Pedro, que apeló a las armas. Y llamado luego al trono de Aragón, dejó en Sicilia de lugarteniente a su hermano menor, don Fadrique, quien no tardó en rebelársele y llamarse rey. Nuevas guerras nacieron de este cambio, hasta que don Fadrique aseguró la paz aviniéndose con su hermano y casándose con una hija del nuevo rey Carlos de Nápoles, pactando que a su muerte volviera la isla a ser dominio de la Casa de Anjou. Lo que disgustó tanto a los catalanes y aragoneses, que lo habían ayudado en todas sus empresas, que se retiraron de Sicilia muy desabridos; y emprendieron la famosa expedición contra turcos y griegos, en que ejecutaron tales hazañas que, a no estar tan comprobadas en autores contemporáneos, se reputarían fabulosas.
Murió a poco el rey Carlos de Nápoles, dejando la corona y sus pretensiones a la de Sicilia en su segundo hijo, Roberto, por haber sido llamado el primogénito al trono de Hungría. Se empeñó el nuevo rey en costosa guerra por socorrer al papa, logrando triunfar completamente del emperador Ludovico, que había invadido el Estado romano. También tentó la conquista de Sicilia, pero infelizmente, pues perdió en Trápani su armada y su ejército, devorados por la peste.
A la muerte de don Fadrique no se cumplió el pacto de que volviera su corona a la dominación anjouina, pues el odio de los sicilianos a los franceses, y el temor de que vengaran la pasada matanza, los decidió a alzar por rey a don Pedro, hijo del difunto. Reinó dos años, y a su muerte fue proclamado su hermano don Luis, aunque no tenía más que cinco años de edad. Los disturbios e inconvenientes de la larga minoría aconsejaron a los barones y a los hombres de cuenta buscar remedio en lo pactado por don Fadrique, echándose en brazos de Roberto; y muy adelantadas las negociaciones, murió (1343) este rey, que fue gran protector de las ciencias y de las artes —y que honró y regaló largamente en su corte al célebre Boccaccio y al inmortal Petrarca—. Al morir Roberto, dejó ambas coronas a su hija Juana, casada desde niña con Andrés, hijo del rey de Hungría, concluyendo así la primera dinastía de Anjou.
Recibió la nueva reina la investidura pontificia a los dieciséis años de edad. Era de carácter débil, y se dejó dominar por una mujer plebeya, natural de Catanea, mientras el marido, no más fuerte, se entregó completamente a los húngaros de su séquito. Lo cual, y la aversión ingénita que ambos esposos se profesaban, ocasionaron el asesinato del desgraciado Andrés, a quien un dogal quitó la vida secretamente el año 1345. Siendo grandes las sospechas que recayeron sobre la reina, corroboradas cuando, a pocos meses, y sin dispensa, contrajo segundas nupcias con su primo Luis, príncipe de Taranto.
Gran polvareda levantó en Hungría la noticia de la muerte de Andrés. Y el rey, su hermano, con numerosa hueste cayó sobre Nápoles, sin dar más tiempo a la reina Juana que el escasamente necesario para ponerse a salvo y refugiarse en Aviñón.
Fueron, empero, tantas tales las atrocidades y crueles venganzas del húngaro, que los mismos napolitanos solicitaron con grande empeño la vuelta de su reina. Bendijo el Padre Santo su segundo matrimonio, la declaró absuelta de las sospechas pasadas y rehabilitada completamente, encargándose el marido de despejar el reino de los invasores, como lo logró, ajustando al cabo ventajosas paces. Con lo que Juana y Luis fueron muy luego coronados solemnemente en la catedral de Nápoles el año 1351.
Entonces los barones de Sicilia que entablaron negociaciones con el difunto rey las concluyeron con la hija, que pasó inmediatamente a tomar posesión de la isla. Pero no lo consiguió, porque encontró resistencia en el pueblo, que sostuvo en el trono a don Fadrique, nieto del antecesor del mismo nombre. Y no teniendo sucesión, lo dejó a su hija María, quien lo traspasó a su hijo don Martín, muerto el cual pasó al rey de Aragón del mismo nombre, a quien sucedieron don Fernando y luego don Alfonso, al que, como diremos, llamó más tarde al trono de Nápoles la reina Juana II.
Todos estos reyes de Sicilia de la Casa de Aragón, aunque se vieron empeñados en prolijas y continuas guerras, corriendo varias fortunas, no olvidaron el fomento y la prosperidad de sus vasallos, protegiendo la agricultura, el tráfico y la navegación, con lo que adquirió un poder notable aquel reino, temido no solo del vecino de Nápoles, sino también de las costas africanas y de los mismos emperadores de Oriente.
Vuelta la reina Juana a sus Estados, desistiendo de la posesión de Sicilia, murió el rey don Luis, su esposo, y contrajo tercer matrimonio con un príncipe aragonés, por cuya inmediata muerte celebró el cuarto, enseguida, con otro de la Casa de Brunswick. Grandes amarguras probó aquella infeliz mujer en el trono de Nápoles; pero la mayor de todas se la hizo devorar un ingrato. Viéndose sin sucesión Juana, y en una enfermedad de peligro, nombró heredero de la corona a Carlos Durazzo, como marido de una sobrina suya a quien mucho amaba. Ocurrió a poco el cisma entre Aviñón y Roma. La reina siguió el partido de Clemente, declarado después antipapa. Y Durazzo, previendo el triunfo de Urbano, se declaró su más ardiente partidario, y le pidió la investidura del reino de Nápoles, que le concedió inmediatamente, para vengarse de la auxiliadora de su competidor. Con lo que Durazzo, sin más esperar, atacó a mano armada los derechos de su reina y de su bienhechora. Defendiólos el marido con valor, pero con escasa ventura, teniéndose que refugiar la vendida Juana en la fortaleza de Castelnovo. Allí, despechada, revocó su decisión a favor del traidor, y nombró por heredero a Luis de Anjou, hermano del rey de Francia, pidiéndole pronto socorro. Tardó éste en llegar, y cayó la infeliz en manos del implacable Durazzo, que, trasladándola al castillo de Muro, en Basilicata, le quitó la vida con un dogal (1381), semejante muerte a la que tuvo su primer marido, Andrés de Hungría.
El segundo llamamiento de la Casa de Anjou trajo grandísimas desventuras al infortunado reino de Nápoles. Invadiólo Luis con poderoso ejército, y cuando casi tenía asegurada su conquista, murió repentinamente a la vista de la capital, con lo que, aterradas sus tropas, y faltas de caudillo, se retiraron primero, y luego, desorganizadas, se dispersaron y desaparecieron. Libre Durazzo de aquel enemigo, encontró otro aún más temible en el Padre Santo, indignado contra su villana conducta. Pero el afortunado y atrevido advenedizo se lanzó de repente, con buen golpe de soldados, sobre Nocera, feudo del pontífice, y donde de solaz y con sus cardenales eventualmente estaba, lo hizo prisionero y lo envió con buen recaudo a Génova. Desembarazado de unos y de otros, y confiado en su feliz estrella, puso los ojos en el trono de Hungría, que estaba vacante, y marchó a la ligera a solicitarlo. Pero le volvió el rostro la fortuna, y en cuanto penetró en aquel reino fue asaltado por una tropa de asesinos, que lo hirieron de muerte y lo llevaron a morir a un estrecho calabozo (1386); justa paga de sus traiciones e ingratitud.
Dejó Durazzo dos hijos. El mayor de ellos, Ladislao, ocupó el...