La educación sentimental
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La educación sentimental

  1. 477 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La educación sentimental

Descripción del libro

El espectáculo que nos entrega Flaubert es la historia de un joven provinciano, idealista y enamoradizo que se desdibuja en el devenir de sus días en París entre miserias personales, desilusiones cobradas con bajezas y la pudiente sociedad burguesa retratada en sus fiestas extravagantes, amoríos, adulterios... Al final, el desencanto de una vida.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2022
ISBN del libro electrónico
9786074571974
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

I



El ruido de una descarga lo sacó bruscamente de su sueño, y, no obstante los ruegos de Rosanette, Frédéric, a viva fuerza, quiso salir para enterarse de lo que ocurría, encaminándose a los Campos Elíseos, de donde habían partido los disparos. En la esquina de la calle Saint-Honoré algunos hombres de blusa se le atravesaron, gritándole:
—¡No! ¡Por ahí no! Al Palais Royal!
Frédéric se fue tras ellos. Habían arrancado las verjas de la Assomption. Más allá distinguió tres losas en medio de la vía, el comienzo de una barricada sin duda; después, unos cascos de botellas y algunos rollos de alambre para dificultar el paso de la caballería. De repente surgió de una calleja un joven alto y pálido, flotando los negros cabellos sobre los hombros cubiertos con una como pañoleta de coloreados lunares. Llevaba un fusil de soldado, y se deslizaba sobre las puntas de sus zapatillas con el aire de un sonámbulo y la agilidad de un tigre.
Por momentos se oía una detonación.
La vista del carromato la noche anterior transportando cinco cadáveres recogidos entre los del bulevar Capucines había hecho cambiar la tesitura del pueblo, y mientras que en las Tullerías los ayudas de campo se reemplazaban y el señor Molé, decidido a formar un nuevo Gabinete, no aparecía, y Thiers trataba de organizar otro, y el rey enredaba y dudaba, y se ponía luego en manos de Bugeaud, y se abstenía después de sus servicios, la insurrección, como llevada por una sola mano, se organizaba formidablemente. En las esquinas de las calles, hombres de una frenética elocuencia arengaban a la muchedumbre; otros, en las iglesias, tocaban a rebato; se derretía plomo, se hacían cartuchos; los árboles de los bulevares, los urinarios, los bancos, las verjas, los faroles, todo fue arrancado y destruido. París amaneció cubierto de barricadas.
La resistencia no duró mucho; por dondequiera surgía la Guardia nacional, y esto de tal suerte que a las ocho el pueblo, de grado o por fuerza, poseía cinco cuarteles, casi todas las alcaldías, los puntos estratégicos más seguros, en fin. Sin sacudidas, por su propio peso, la Monarquía rodaba a una rápida disolución; en aquel momento atacaban el cuartel de Chateau-d'Eau, para libertar a cincuenta presos que ya no estaban allí.
Frédéric, por fuerza, tuvo que detenerse a la entrada de la plaza.
Aparecía llena de grupos armados. Dos compañías de infantería ocupaban las calles Saint-Thomas y Fromanteau; una barricada obstruía la de Valois; la humareda que se cernía sobre aquélla se entreabrió, y se vieron por encima unos hombres que corrían haciendo gestos y que se ocultaron; luego comenzó el tiroteo. El cuartel respondió sin que se viera a nadie dentro; sus ventanas, defendidas por postigos de encina, estaban llenas de aspilleras; aquel baluarte, con sus dos pisos y sus dos alas, con su fuente en primer término y su puertecita en medio, comenzaba a llenarse de manchas blancas, al choque de las balas. En los tres escalones de la portada no se veía a nadie.
Junto a Frédéric, un hombre con gorra y cartuchera encima del chaleco de tricot discutía con una mujer que llevaba un pañuelo a la cabeza. Decía la mujer:
—¡Pero vente, hombre, pero vente!
—¡Déjame en paz! —contestaba el marido—. Tú sola puedes vigilar la portería. Vamos a ver, ciudadano: ¿no tengo razón? He cumplido con mi deber en todas las ocasiones: el 1830, el 32, el 34, el 39. Hoy se bate la gente, y es necesario que yo me bata. ¡Así que vete!
Y la portera acabó por ceder a las amonestaciones maritales y a las de un guardia nacional que junto a ellos había: un cuarentón de cara bonachona, con rubia sotabarba, que cargaba el fusil y hacía fuego sin dejar de hablarle a Frédéric, y todo con la misma tranquilidad, en medio de la refriega, que un jardinero en su jardín. Un jovenzuelo con mandil le hacía zalamerías para que le diera los casquillos, a fin de poder utilizar su fusil, una magnífica carabina de caza que le había dado "un señor"
—¡Tómalos de mi espalda —dijo el ciudadano— y lárgate! ¡Vas a lograr que te maten!
Redoblaban los tambores. Gritos agudos y triunfales hurras se elevaban, y un continuo vaivén hacía oscilar a la multitud. Frédéric, preso entre dos enormes grupos, no se movía, fascinado además y extremadamente entretenido. Ni los heridos que caían ni los muertos tenían aire de tales heridos ni de tales muertos; le parecía presenciar un espectáculo. En medio de la marejada, por encima de las cabezas, se vislumbró a un anciano de frac a lomos de un caballo blanco con montura de terciopelo. Llevaba en una mano una rama verde y un papel en la otra, agitándolos uno y otra con obstinación. Por último, y en vista de que no podía hacerse oír, se retiró.
La infantería había desaparecido, quedando solos los municipales para defender el cuartel. Un grupo de intrépidos se lanzó a la escalinata; cayeron, y otros ocuparon su lugar; la puerta, quebrantada por los golpes de las barras de hierro, retumbaba; los municipales, sin embargo, no cedían. Pero una calesa atestada de heno, que ardía como gigante antorcha, fue llevada hasta los muros, y a continuación trajeron haces de leña, paja y espíritu de vino. El fuego comenzó a lamer las piedras, humeando el edificio como si fuera un volcán, y allá en lo alto, por entre los balaustres de la terraza, emergían las llamas con estridente ruido. El primer piso del Palas Royal estaba lleno de guardias nacionales. Disparaban desde todos los huecos; silbaban las balas; el agua de la destrozada fuente se mezclaba con la sangre, formando charcos en el suelo; trajes, chacós y armas se confundían en el resbaladizo lodo; Frédéric sintió bajo su pie algo blanducho: era la mano de un sargento que yacía boca abajo. Bandadas de pueblo llegaban sin cesar, empujando a los combatientes contra el cuartel. Las descargas eran cada vez más continuas. Las tabernas estaban abiertas, y de tiempo en tiempo iban allí para fumarse una pipa, beberse una copa y volver a la refriega. Un perro perdido aullaba. Esto hacía reír. Frédéric se sintió empujado por el choque de un hombre que, con un balazo en los riñones, cayó sobre él, agonizando. Aquel tiro, acaso dirigido contra él, le puso furioso, y se precipitaba ya hacia adelante cuando un guardia nacional lo detuvo.
—¡Es inútil! El rey acaba de irse. Si no me cree, puede ir a verlo.
Aquella afirmación calmó a Frédéric. La plaza del Carrousel presentaba un aspecto apacible. El palacio de Nantes, como eterna garantía, se erguía allí, y las casas traseras, la frontera cúpula del Louvre, la amplia galería enmaderada de la derecha y el baldío terreno que ondulaba hasta las barracas de los vendedores públicos estaban como diluidos en el grisáceo ambiente, en el que los lejanos murmullos parecían confundirse con la bruma, mientras que, al final de la plaza, una luz cruda, escapándose por un desgarrón de las nubes, iluminaba la fachada de las Tullerías, destacando en claro todas sus ventanas. Cerca del
Arco del Triunfo se divisaba, tendido en tierra, un caballo muerto.
Detrás de las verjas charlaban las personas en grupos de cinco o seis.
Las puertas del palacio aparecían abiertas, y los criados, bajo el dintel, dejaban entrar a cuantos lo intentaban.
Abajo, en una salita, servían vasos de café con leche. Algunos curiosos, bromeando, se sentaron ante las mesas; otros permanecían de pie, y entre los primeros, un cochero de punto, que cogió con ambas manos un tarro de azúcar molida, lanzó una inquieta mirada a derecha e izquierda, y ávidamente comenzó a comer, con la nariz hundida en el bocal del tarro. Al pie de la escalera un hombre firmaba un libro.
Frédéric lo reconoció por la espalda.
—¡Vaya! Hussonnet!
—Pues sí —repuso el bohemio—, me introduje en la corte. No es mala broma esta, ¿verdad?
¿Si subiéramos?
Y llegaron al salón de los Mariscales. Los retratos de aquellos ilustres señores, salvo el de Bugeaud, atravesado por el vientre, permanecían intactos. Estaban apoyados en sus sables, una cureña de cañón tras ellos, y en formidables actitudes a tono con las circunstancias. Un enorme reloj señalaba la una y veinte minutos.
De pronto resonó La Marsellesa. Hussonnet y Frédéric se inclinaron sobre la barandilla: era el pueblo que se precipitaba por la escalera, sacudiendo, en oleadas vertiginosas, las desnudas cabezas, los cascos, los gorros frigios, las bayonetas y los bustos con tal impetuosidad, que las gentes desaparecían en aquella encrespada turba, siempre ascendente, como río regolfado por la marea, con interminable rugir y bajo un irresistible impulso. Al llegar a lo alto se esparció, cesando el canto.
Ya sólo se oía el arrastrar de los pies con el hervir de las voces. La inofensiva muchedumbre se contentaba con mirar. Pero de tiempo en tiempo, y a causa de las apreturas, un codo se hundía en un cristal, o bien un jarrón o una estatua iban al suelo desde lo alto de una consola. Las maderas crujían bajo el peso; por los enrojecidos rostros corrían gruesas gotas de sudor.
—¡Los héroes no huelen bien! —observó el bohemio.
—¡Qué provocativo es usted! —repuso Frédéric.
Y empujados penetraron, a su pesar, en un departamento de cuyo techo pendía un dosel de terciopelo rojo. En la parte baja del trono estaba sentado un obrero de barba negra, entreabierta la camisa y con el aire regocijador y estúpido de un macaco. Otros trepaban ya por el estrado para sentarse también allí.
—¡Valiente mito! —dijo Hussonnet—. ¡He aquí al pueblo soberano!
Levantaron en vilo el sillón y, balanceándolo, atravesaron la sala con él. ella.
—¡Carajo! ¡Cómo navega! ¡La nave del Estado se bambolea sobre un mar tormentoso! ¡Baila!, ¡baila!
Lo habían acercado a una ventana, y entre silbidos fue lanzado por —¡Pobre símbolo! —dijo el bohemio viéndolo caer en el jardín, de donde a poco desaparecía para ser conducido a la Bastilla y quemado.
Entonces estalló una alegría frenética, como si en el lugar del trono un ilimitado porvenir de dichas se irguiera; y el pueblo, menos por espíritu de venganza que para afirmar su posesión, rompió, destrozó espejos y colgaduras, arañas y candelabros, mesas y sillas, banquetas y muebles, hasta los álbumes de dibujos, hasta las canastillas de tapicería.
¡Puesto que era vencedor, tenía que divertirse! La canalla se disfrazó burlonamente con encajes y cachemiras. Randas de oro se enrollaron en las mangas de las blusas; sombreros con plumas de avestruz tocaban la cabeza de los herreros; bandas de la Legión de Honor sirvieron de cinturones a las prostitutas. Cada cual satisfacía su capricho: danzaban los unos, bebían los otros. En el cuarto de la reina una mujer se ponía fijador en el cabello; detrás de un biombo jugaban a las cartas dos aficionados; Hussonnet hizo ver a Frédéric un individuo que fumaba su pipa acodado en el balcón; y el delirio redoblaba su continuo estrépito de porcelanas hechas pedazos y de trozos de cristal que sonaban, al estrellarse, como el teclado de una armónica.
Luego la furia se ensombreció. Una obscena curiosidad hizo que se husmeara en todos los gabinetes, en todos los escondrijos, en todos los cajones. Galeotes de la víspera hundieron sus brazos en el lecho de las princesas, revolcándose encima como para consolarse de no poder atropellarlas. Otros, de caras más siniestras, erraban silenciosamente en busca de algo que robar; pero la multitud era demasiado numerosa. Por los vanos de las puertas, en las crujías de los departamentos, se veía tan sólo la fosca masa popular, entre los dorados y bajo nubes de polvo.
Jadeaban todos los pechos; el calor era cada vez más sofocante, y los dos amigos, temiendo ser ahogados, salieron.
En la antesala, de pie sobre un montón de vestidos, se erguía una muchacha pública, a modo de estatua de la Libertad, inmóvil, imponente, los grandes ojos muy abiertos.
Apenas habían avanzado tres pasos, cuando un pelotón de encapotados guardias municipales avanzó hacia ellos, y quitándose las policiacas gorras y descubriendo al par sus incipientes calvicies, hicieron al pueblo una profunda reverencia. Ante tal testimonio de respeto, los andrajosos vencedores se regodearon. Hussonnet y Frédéric tampoco dejaron de experimentar un cierto placer.
Se sentían ardorosamente animados. Volvieron al Palais Royal. En la calle Fromanteau los cadáveres de los militares aparecían amontonados sobre la paja. Pasaron por junto a ellos impasiblemente, y hasta sintieron orgullo de su serenidad.
El Palais Royal rebosaba de gente. En el patio interior ardían siete hogueras; por las ventanas volaban pianos, cómodas y relojes; las bombas contra los incendios lanzaban el agua hasta los tejados. Algunos forajidos trataban de cortar las mangas con sus sables. Frédéric incitó a un bombero para que lo impidiera; pero el bombero, que parecía imbécil, además, no lo comprendió. Alrededor, en las dos galerías, el populacho, dueño de los sótanos, se entregaba a una horrible borrachera; el vino corría en arroyos, humedeciendo los pies, y los pilletes apuraban el fondo de las botellas y vociferaban, tambaleándose.
—Salgamos de aquí —dijo Hussonnet—; esta gente me repugna.
A lo largo de la galería de Orleáns los heridos yacían tendidos en colchones, sirviéndoles de mantas las cortinas de púrpura; y las jóvenes del barrio les servían caldos y les proporcionaban ropa blanca.
—¡A pesar de todo —dijo Frédéric—, el pueblo me parece sublime!
El vestíbulo principal aparecía abarrotado por un torbellino de gentes furiosas; los hombres querían subir a los pisos superiores para acabar de destruirlo todo; los guardias nacionales, en la escalera, trataban de contenerlos. El más intrépido era un cazador, destocado, la cabellera hirsuta, el correaje deshecho. Su camisa se abultaba por encima del pantalón, y se debatía encarnizadamente entre los otros. Hussonnet, que tenía buena vista, reconoció desde lejos a Arnoux.
Después se encaminaron al jardín de las Tullerías, para respirar más libremente; se sentaron en un banco, y durante un momento permanecieron con los párpados cerrados y de tal modo aturdidos que no tenían fuerzas ni para hablar. Los paseantes se preguntaban unos a otros. La duquesa de Orleáns había sido nombrada regente; todo había acabado, y se experimentaba esa especie de bienestar que sigue a los rápidos desenlaces, cuando en las diversas buhardillas del palacio aparecieron los domésticos desgarrando sus libreas, que arrojaron al jardín como señal de abjuración. Ante la grita del pueblo se retiraron.
La atención de Frédéric y de Hussonnet fue atraída por un mozo que marchaba muy ligero, por entre los árboles, con un fusil al hombro. Una cartuchera sujetaba a su cintura la blusa roja, y un pañuelo, bajo la gorra, ceñía su frente. Al volver la cabeza reconocieron a Dussardier, que, arrojándose en sus brazos, les dijo:
—¡Oh, qué felicidad, amigos míos! - sin poder decir otra cosa, de tal modo jadeaba de alegría y de cansancio.
Hacía cuarenta y ocho horas que estaba de pie; había trabajado en las barricadas del barrio Latino, se había batido en la calle Rambuteau, había salvado a tres dragones, había penetrado en las Tullerías con la columna Dunoyer, se había trasladado inmediatamente a la Cámara y luego al Ayuntamiento.
—¡De allí vengo! ¡Todo marcha de primera! ¡El pueblo triunfa!
¡Los obreros y la clase media fraternizan! ¡Oh! ¡Si supieran lo que he visto! ¡Qué gentes más bravas! ¡Qué hermoso es todo esto!
Y sin fijarse en que no llevaban armas, añadió:
—¡Estaba segurísimo, de encontrarles por aquí! ¡La cosa ha sido ruda a ratos, pero no importa!
Una gota de sangre le corría por la mejilla, y a las preguntas de sus amigos respondió:
—¡Oh! ¡No es nada! ¡El arañazo de una bayoneta!
—Sin embargo, es necesario que te curen.
—¡Bah! Soy fuerte. ¡Qué vale esto! La República se ha proclamado! Ahora seremos felices! Unos periodistas que hablaban hace poco delante de mí decían que se va a libertar a Polonia y a Italia. ¡No más reyes! ¿Comprenden ustedes? Toda la tierra libre! Toda la tierra libre!
Y abrazando con una sola mirada el horizonte, abrió los brazos en triunfante actitud. Pero una larga hilera de hombres corría, a orillas del agua, por la terraza.
¡Diablos, se me olvidaba que los fuertes están ocupados! Es preciso que marche allí! ¡Adiós!
Y blandiendo su fusil se volvió para gritarles:
—¡Viva la República!
De las chimeneas del palacio se escapaban enormes columnas de humo negro mezcladas con chispas. Se oía, como asustados balidos, el repicar de las lejanas campanas. A izquierda y derecha, por doquier, los vencedores descargaban sus armas. Frédéric, aunque no era guerrero, sintió rebullirse su sangre gala. El magnetismo de las entusiastas turbas le había sobrecogido; husmeaba, lleno de voluptuosidad, el tempestuoso ambiente, que olía a pólvora, y, sin embargo, se estremecía bajo los efluvios de un inmenso amor, de un supremo y universal enternecimiento, como si el corazón de la humanidad entera le latiese en su pecho.
Hussonnet dijo bostezando:
—Acaso sea ya hora de transmitir noticias a provincias.
Frédéric le siguió a su despacho, en la plaza de la Bourse, en donde comenzó a enjaretar, para el diario de Troyes, una relación de los sucesos en estilo lírico, una verdadera joya, que firmó. Luego comieron juntos en una taberna. Hussonnet estaba pensativo; las excentricidades de la Revolución sobrepasaban a las suyas.
Después del café, cuando se dirigieron al Ayuntamiento en busca de novedades, su idiosincrasia truhanesca se sobrepuso; escalaba las barricadas como una gamuza y respondía a los centinelas patrióticos chites.
A la luz de las antorchas oyeron proclamar el Gobierno provisional. Por último, a media noche Frédéric, rendido por la fatiga, se retiró a su casa.
—¿Qué hay? —le dijo a su criado, que se disponía a desnudarlo. ¿Estás contento?
—¡Indudablemente, señor! Pero lo que no me agrada es que el pueblo se entregue...

Índice

  1. .
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. ·
  9. I
  10. II
  11. III
  12. IV
  13. V
  14. VI
  15. ·
  16. I
  17. II
  18. III
  19. IV
  20. V
  21. VI
  22. VII