El Sha
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El Sha

o la desmesura del poder

Ryszard Kapuscinski, Agata Orzeszek Sujak

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El Sha

o la desmesura del poder

Ryszard Kapuscinski, Agata Orzeszek Sujak

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Una obra capital del autor, sobre cómo y por qué triunfó la revolución islámica en Irán.

Irán, 1980: los revolucionarios han tomado el poder. En un hotel desierto de Teherán, Ryszard Kapu?ci?ski intenta –a partir de notas, cintas magnetofónicas, fotos, materiales que ha acumulado desde que está en el país– comprender la causa de la caída del Sha.

¿Cuál ha sido la evolución del país desde finales del siglo XIX hasta la revolución islámica? ¿Cuáles fueron los orígenes del movimiento chiíta? ¿Cómo ha logrado Jomeini imponerse? ¿Qué puede éste ofrecer contra la promesa del Sha de «crear una segunda Norteamérica en una generación»? ¿Qué es lo que la gente espera de la revolución y qué es lo que realmente obtiene? ¿Cuál es la situación de Irán después de tanta y tanta violencia?

El autor recompone el puzzle y, diseccionando el proceso de esta revolución, nos desvela las fuerzas que sostienen un poder y las fuerzas que lo minan; en una luminosa síntesis nos ofrece un retrato, de características únicas, del estado psicológico de un país revolucionario. Y, a partir del ejemplo iraní, nos brinda una reflexión lúcida, colorida y penetrante sobre los mecanismos de la historia y del poder.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433944511

Daguerrotipos

Querido Dios:
¿Das siempre a cada persona el alma que le corresponde?
¿Nunca te equivocas?, di.
CINDY,
Cartas de los niños a Dios, Ed. Pax, 1978
Fotografía 1
Es la fotografía más antigua que he conseguido encontrar. Se ve en ella a un soldado que sostiene con la mano derecha una cadena; a la cadena está atado un hombre. Tanto el soldado como el hombre de la cadena fijan la mirada solemnemente en el objetivo de la cámara; queda patente que el momento es importante para ambos. El soldado es un hombre mayor de baja estatura y corresponde al tipo de campesino sencillo y obediente. El uniforme de mal corte que viste y que le viene ancho, los pantalones, arrugados como un acordeón, y un gorro enorme y torcido que se apoya en sus separadas orejas le dan un aspecto casi gracioso: recuerda al soldado Schweik. El hombre de la cadena (cara delgada, pálida, ojos hundidos) tiene la cabeza envuelta en vendajes: al parecer está herido. La inscripción a pie de fotografía reza que el soldado es el abuelo del sha Mohammed Reza Pahlevi (último monarca de Irán) y que el herido no es otro que el asesino del sha Naser-ed-Din. Así que la fotografía debe de haberse sacado en el año 1896, en el que, tras cuarenta y nueve años de ejercer el poder, Naser-ed-Din fue asesinado por el criminal que ahora vemos en la foto. Tanto el abuelo como el asesino parecen cansados, lo cual es muy comprensible: llevan varios días caminando desde Qom hacia donde tendrá lugar la ejecución pública, Teherán. Arrastran los pies lentamente por el camino del desierto, sumidos en un calor espantoso y abrasador e inmersos en un aire asfixiante. El soldado va detrás y, delante de él, el asesino, famélico, atado a una cadena, al igual que en tiempos pasados los saltimbanquis llevaran de una cadena a un oso amaestrado para ofrecer divertidos espectáculos en los pueblos que encontrasen en su camino, espectáculos que habrían de sustentarlos a ellos y al animal. Ahora el abuelo y el asesino caminan cansados, secándose una y otra vez el sudor de la frente; de cuando en cuando el asesino se queja del dolor en la cabeza que le produce la herida, aunque la mayor parte del tiempo ambos permanecen callados; al fin y al cabo no tienen nada de que hablar: el asesino mató y el abuelo lo conduce a la muerte. Son años en los que Persia es un país de una miseria aterradora, no existe el ferrocarril, los vehículos tirados por caballos los posee sólo la aristocracia; así pues, los dos hombres de la fotografía tienen que ir a pie hasta su lejano destino, marcado por la condena y por una orden. Esporádicamente topan con pequeños grupos de chozas de barro; los campesinos míseros y harapientos permanecen sentados con las espaldas apoyadas contra la pared, quietos, inmóviles. Sin embargo, ahora, al ver llegar por el camino al preso y al guardián, se enciende en sus ojos un destello de interés, se levantan del suelo y rodean a los recién llegados, que vienen cubiertos de polvo. «¿A quién lleváis, señor?», preguntan con timidez al soldado. «¿A quién?», repite éste, y se queda callado por unos instantes para causar más efecto y crear más tensión. «Éste –dice finalmente al tiempo que señala con un dedo al preso– ¡es el asesino del sha!» En la voz del abuelo se percibe una no disimulada nota de orgullo. Los campesinos contemplan al criminal con una mirada mezcla de terror y admiración. Por haber matado a un señor tan grande, el hombre de la cadena les parece también en cierta medida grande, como si el crimen le hiciera acceder a un mundo superior. No saben si deben enfurecerse de indignación o, por el contrario, caer de rodillas ante él. Mientras tanto, el soldado ata la cadena a un palo clavado al borde del camino, se descuelga el fusil del hombro (un fusil tan grande que le llega casi a los pies) y da órdenes a los campesinos: deben traer agua y comida. Los campesinos se rascan la cabeza porque en el pueblo no hay nada que comer; lo que sí hay es hambre. Añadamos que el soldado también es campesino, igual que ellos, y al igual que ellos ni siquiera tiene apellido; como nombre usa el de su pueblo, Savad-Kuhi, pero tiene un uniforme y un fusil y ha sido distinguido al encomendársele conducir al cadalso al asesino del sha, así que, haciendo uso de tan alta posición, una vez más ordena a los campesinos traer agua y comida, primero porque él mismo siente cómo el hambre le retuerce las tripas y, además, porque no debe permitir que el hombre de la cadena se muera por el camino de sed y agotamiento, pues en Teherán se verían obligados a suspender un espectáculo tan infrecuente como el de ahorcar en una plaza abarrotada de gente al asesino del mismísimo sha. Los campesinos, asustados por los implacables apremios del soldado, traen finalmente todo lo que tienen, todo aquello de lo que se alimentan y que no son más que unas raíces marchitas que habían arrebatado a la tierra y una bolsa de lona con langostas desecadas. El abuelo y el asesino se sientan a comer a la sombra, mastican con avidez las langostas y escupen a un lado las alas de los insectos, se ayudan a tragar bebiendo algún que otro sorbo de agua mientras los campesinos los contemplan en silencio y con envidia. Al caer la noche el soldado elige la mejor choza, echa de ella a sus propietarios y la convierte en calabozo provisional. Se envuelve en la cadena que ata al criminal (para que éste no se le escape), los dos se tumban en el suelo de barro, negro de cucarachas, y, agotados como están tras las muchas horas de caminar a la intemperie de un día abrasador, caen sumidos en un profundo sueño. Por la mañana se levantan y vuelven a ponerse en camino hacia el destino marcado por la condena y por la orden, es decir, rumbo al norte, hacia Teherán, a través del mismo desierto, a merced del mismo calor abrasador, yendo en la disposición antes fijada: primero, el asesino con la cabeza vendada, tras él, el cuerpo de la cadena de hierro en constante movimiento pendular, sostenida por la mano del soldado, y, finalmente, éste mismo, metido en ese uniforme de tan mal corte, con ese aspecto tan gracioso que le da su enorme gorro torcido apoyado en las separadas orejas, tan gracioso que cuando lo vi por primera vez en la fotografía, enseguida se me ocurrió pensar que se parecía mucho a Schweik.
Fotografía 2
En esta fotografía vemos a un joven oficial de la Brigada de los Cosacos de Persia, quien, de pie junto a una pesada ametralladora, explica a unos compañeros los principios del funcionamiento de esta arma mortífera. Como la ametralladora de la foto no es otra que un modelo modernizado del Maxim de 1910, la fotografía debe de datar de esa época. El joven oficial (nacido en 1878) se llama Reza Khan y es hijo del soldado guardián a quien encontráramos una veintena escasa de años atrás, cuando conducía por el desierto al asesino del sha atado a una cadena. Al comparar ambas fotografías advertimos inmediatamente que, al contrario que el padre, Reza Khan es un hombre de físico imponente. Su altura sobrepasa a la de sus compañeros por lo menos en una cabeza, tiene el pecho robusto y su aspecto es el de un forzudo de los que doblan herraduras sin ninguna dificultad. Cara de expresión grave, mirada fría y penetrante, anchas y macizas mandíbulas y labios apretados, incapaces de esbozar una sonrisa, ni la más leve. Aparece tocado con un enorme gorro de astracán negro, pues es, como ya he mencionado, un oficial de la Brigada de los Cosacos de Persia (único ejército de que dispone el sha en ese momento) al mando de un coronel de San Petersburgo, súbdito del zar, Vsievolod Liajov. Reza Khan es el favorito del coronel Liajov, a quien le gustan los jóvenes nacidos para ser soldados, y nuestro joven oficial corresponde precisamente al tipo de soldado de nacimiento. Este muchacho analfabeto que se alistó en la brigada a los catorce años (en realidad, en el momento de su muerte aún no había aprendido a leer y escribir bien), gracias a su obediencia, disciplina, decisión e inteligencia innata, y también gracias a lo que los militares llaman talento de mando, escala uno a uno los peldaños de la carrera profesional. Los grandes ascensos, no obstante, empiezan a llover sólo después de 1917, que es cuando el sha acusa a Liajov (equivocadamente) de simpatizar con los bolcheviques, por lo que lo destituye y lo envía a Rusia. Reza Khan se erige ahora en coronel y en jefe de la brigada cosaca, que desde ese momento se encuentra a cargo de los ingleses. En una de tantas recepciones, el general británico Edmund Ironside, poniéndose de puntillas para alcanzar la oreja de Reza Khan, le dice: «Coronel, ¡es usted un hombre de grandes posibilidades!» Salen a pasear al jardín, donde el general le insinúa la idea de un golpe de Estado y le transmite la bendición de Londres. En febrero de 1921, Reza Khan entra en Teherán al mando de su brigada y arresta a los políticos de la capital (esto ocurre durante el invierno; nieva; los políticos se quejan del frío y de la humedad de sus celdas). Acto seguido forma un nuevo gobierno en el que al principio se adjudica la cartera de Guerra para acabar siendo primer ministro. En diciembre de 1925 la obediente Asamblea Constitucional (que teme al coronel y a los ingleses que le apoyan) proclama sha de Persia al comandante cosaco. Nuestro joven oficial, a quien contemplamos en la fotografía cuando explica a sus compañeros (todos en esta foto llevan camisas y gorros rusos) los principios de funcionamiento de la ametralladora Maxim –el modelo modernizado de 1910–, este joven oficial, se llamará desde entonces Sha Reza el Grande, Rey de Reyes, Sombra del Todopoderoso, Nuncio de Dios y Centro del Universo, y asimismo será fundador de la dinastía Pahlevi, que con él empieza y, de acuerdo con los designios del destino, terminará en su hijo, quien, una mañana fría de invierno igual a aquella en la que su padre conquistara la capital y el trono, sólo que cincuenta y ocho años más tarde, abandonará el palacio y Teherán en un moderno reactor volando hacia destinos inescrutables.
Fotografía 3
Comprenderá muchas cosas quien examine con detenimiento la fotografía de padre e hijo de 1926. En esta fotografía el padre tiene cuarenta y ocho años y el hijo, siete. El contraste entre los dos es chocante bajo cualquier punto de vista: la enorme y muy desarrollada silueta del sha padre, que permanece en pie con las manos apoyadas en las caderas y con rostro severo y despótico, y, a su lado, la frágil y menuda silueta del niño, que apenas si alcanza la cintura del padre, un niño pálido y tímido que obedientemente ha adoptado la posición de firmes. Visten los dos idénticos uniformes y gorras, llevan iguales zapatos y cinturones y el mismo número de botones: catorce. Esta igualdad en el vestir es una idea del padre, quien quiere que su hijo, a pesar de ser intrínsecamente diferente, se le parezca lo más posible. El hijo intuye este propósito y, aunque su naturaleza es la de un ser débil, vacilante e inseguro de sí mismo, a cualquier precio intentará adoptar la implacable y despótica personalidad del padre. A partir de este momento, en el niño empezarán a desarrollarse y a coexistir dos naturalezas: la suya propia y la copiada, la innata y la del padre, que empezará a asumir gracias a los esfuerzos que se ha propuesto no escatimar. Finalmente, acabará tan dominado por el padre que, cuando transcurridos largos años ocupe el trono, repetirá por reflejo condicionado (aunque a menudo también conscientemente) los comportamientos de papá, y hasta en los últimos momentos de su propio reinado invocará la autoridad imperial de aquél. Pero ahora el padre empieza a gobernar con todo el ímpetu y la energía propias de su personalidad. Tiene muy asumido el carácter mesiánico de su misión y sabe adónde quiere llegar (hablando en los términos que él habría usado, forzar a trabajar a la ignorante chusma, construir un país fuerte ante el cual todos se ciscaran de miedo). Tiene una prusiana mano de hierro y sencillos métodos de capataz. El viejo Irán, adormecido y haragán, tiembla en sus cimientos (desde ahora, por una orden suya, Persia se llamará Irán). Empieza creando un ejército imponente. Ciento cincuenta mil hombres reciben uniformes y armas. El ejército es la niña de sus ojos, su mayor pasión. El ejército siempre debe tener dinero, lo debe tener todo. El ejército meterá al pueblo en la modernidad, en la disciplina y en la obediencia. Atención todo el mundo: ¡firmes! Prohíbe por decreto llevar ropa iraní. ¡Todo el mundo debe vestir a la europea! Declara prohibido el uso de gorros iraníes. ¡Todo el mundo debe llevar gorros europeos! Declara prohibidos los chadors. Las calles se llenan de policías que arrancan los chadors de las caras de las mujeres horrorizadas. En las mezquitas de Meshed los fieles protestan contra esas medidas. Envía la artillería, que destruye las mezquitas y acaba con los rebeldes en una gran masacre. Manda asentarse a las tribus nómadas. Los nómadas protestan. Ordena envenenarles los pozos condenándoles así a morir de hambre. Los nómadas siguen protestando, así que les envía expediciones de castigo que convierten territorios enteros en tierras deshabitadas. Mucha sangre corre por los caminos de Irán. Prohíbe fotografiar los camellos. El camello, dice, es un animal atrasado. En Qom un ulema pronuncia sermones críticos. Entra en la mezquita y apalea al crítico. Al gran ayatolá Madresi, quien alzó la voz en su contra, lo arroja a una mazmorra donde permanecerá encerrado durante años. Los liberales protestan tímidamente en los periódicos. Cierra los periódicos y a los liberales los mete en la cárcel. Ordena emparedar a algunos de ellos en la torre. Los por él considerados descontentos tienen la obligación de presentarse en la policía todos los días como castigo. Incluso las señoras de la aristocracia se desmayan de miedo cuando en las recepciones este gigante gruñón e inaccesible les dirige una mirada severa. Reza Khan ha conservado hasta el final muchas costumbres de su infancia pueblerina y su juventud de cuartel. Vive en un palacio, pero sigue durmiendo en el suelo, va siempre vestido de uniforme y come de la misma olla que los soldados. ¡Qué gran tipo! Al mismo tiempo es codicioso de tierras y dinero. Aprovechándose del poder, reúne una fortuna descomunal. Se convierte en el señor feudal más grande, propietario de casi tres mil pueblos y de doscientos cincuenta mil campesinos adscritos a estos pueblos; posee participaciones en las fábricas y acciones en los bancos; recoge tributos; cuenta y vuelve a contar, suma y vuelve a sumar; basta que se le enciendan los ojos al ver un bosque frondoso, un valle verde o una plantación fértil, para que ese bosque, ese valle o esa plantación tengan que ser suyos; incansable e insaciable, aumenta constantemente sus propiedades, hace crecer y multiplica su enloquecedora fortuna. Nadie puede acercarse al surco que marca el límite de la tierra del monarca. Un día se celebra una ejemplar ejecución pública: por orden del sha un pelotón del ejército fusila a un burro que, desoyendo las prohibiciones del sha, pisó un prado perteneciente a Reza Khan. Trajeron al lugar de la ejecución a los campesinos de los alrededores para que aprendieran a respetar la propiedad del señor. Pero, al lado de la crueldad, la codicia y las rarezas, el viejo sha también tuvo sus méritos. Salvó a Irán del desmembramiento que lo amenazaba al terminar la Primera Guerra Mundial. Además intentó modernizar el país construyendo carreteras y ferrocarriles, escuelas y oficinas, aeropuertos y barrios nuevos en las ciudades. Sin embargo, el pueblo seguía pobre y apático, y, cuando Reza Khan murió, el pueblo, más que contento, celebró el acontecimiento durante mucho tiempo.
Fotografía 4
La famosa fotografía que en su tiempo dio la vuelta al mundo: Stalin, Roosevelt y Churchill se sientan en unos sillones colocados en una amplia terraza. Stalin y Churchill llevan uniformes. Roosevelt viste un traje oscuro. Es Teherán en una soleada mañana de diciembre de 1943. En la fotografía todos se muestran confiados, y eso nos alegra porque sabemos que en estos momentos se está decidiendo la suerte que correrá el mundo tras la más terrible guerra de la historia de la humanidad y que la expresión que puedan tener las caras de estos hombres es un asunto de suma importancia para todos: debe infundir ánimo. Los reporteros gráficos terminan su trabajo y la gran terna se dirige al vestíbulo para mantener una pequeña conversación en privado. Roosevelt le pregunta a Churchill qué ha pasado con el emperador del país, el sha Reza («si es que no pronuncio mal su nombre», se disculpa). Churchill se encoge de hombros, habla con desgana. El sha admiraba a Hitler y se había rodeado de su gente. Todo Irán estaba lleno de alemanes; estaban en palacio, en los ministerios, en el ejército. La Abwehr se hizo muy poderosa en Teherán, circunstancia que el sha veía con buenos ojos pues Hitler estaba en guerra con Inglaterra y con Rusia, y como nuestro monarca odiaba tanto a los unos como a los otros, se frotaba las manos con cada avance de las tropas del Führer. Londres tenía miedo de perder el petróleo iraní, que era el combustible de la armada británica; y Moscú, por su parte, temía que los alemanes desembarcasen en Irán, desde donde podrían atacar la zona del mar Caspio. Pero, sobre todo, lo más inquietante era el ferrocarril transiraní, por el que los americanos y los ingleses querían transportar armas y víveres para Stalin. El sha les había negado el permiso para usar el ferrocarril en un momento crucial: las divisiones alemanas avanzaban cada vez más hacia el este. A la vista de estas circunstancias los aliados obran contundentemente: en agosto de 1941 entran en Irán divisiones de los ejércitos británico y rojo. Quince divisiones iraníes se rinden sin oponer resistencia. El sha no podía creer la noticia, pero, después de vivir momentos de humillación, acabó encajándola como un desastre personal. Parte de su ejército se marchó a casa y la otra parte fue encerrada en los cuarteles por los aliados. El sha, desprovisto de sus soldados, dejó de contar, dejó de existir. Los ingleses, que respetan incluso a los monarcas que les han traicionado, le ofrecieron una salida honrosa: tenga la bondad Su Alteza de abdicar en favor de su hijo, el heredero del trono. Nos merece buena opinión y le garantizamos nuestro apoyo. Pero ¡no vaya a creer Su Alteza que tiene otra salida! El sha se muestra conforme y en septiembre del mismo año, 1941, ocupa el trono su hijo de veintidós años Mohammed Reza Pahlevi. El viejo sha es ya un civil y por primera vez en su vida se pone un traje de paisano. Los ingleses lo llevan en un barco a África, a Johannesburgo (donde muere después de tres años de vida aburrida, aunque cómoda, y de la que no se puede decir mucho más). «We brought him, we took him», concluyó Churchill a modo de sentencia (Nosotros lo pusimos, nosotros lo quitamos).
Nota 1
Veo que me faltan unas fotografías o no consigo encontrarlas. No tengo la fotografía del último sha en su época de adolescente. Tampoco tengo la de 1939, año en que Reza Pahlevi, alumno de la escuela de oficiales de Teherán, cumple veinte años y es nombrado por su padre general del ejército. Tampoco tengo la fotografía de su primera esposa, Fawzia, bañándose en leche. Sí, Fawzia, hermana del rey Faruk, muchacha de gran belleza, solía bañarse en leche sin saber que la princesa Ashraf, espíritu maligno y conciencia negra de su hermano gemelo, el joven sha, le echaba en la bañera, según dicen, detergentes cáusticos: he aquí uno más de los escándalos de palacio. Tengo, sin embargo, la fotografía del último sha que data del 16 de septiembre de 1941, fecha en que ya como sha Reza Pahlevi ocupa el trono dejado por su padre. Permanece de pie en la sala del Parlamento, delgado, metido en un uniforme de gala y con el sable prendido, y lee de una cuartilla el texto del juramento. Esta fotografía se repitió una y otra vez en todos los álbumes dedicados al sha, álbumes que se editaban por decenas si no por centenares. Le gustaba mucho leer los libros que trataban de él, así como contemplarse en los álbumes que se editaban para honrarlo. L...

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