La desaparición de Adèle Bedeau
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La desaparición de Adèle Bedeau

  1. 336 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La desaparición de Adèle Bedeau

Descripción del libro

Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788417553852
Edición
1
Categoría
Literatura

1

Era una noche como otra cualquiera en el Restaurant de la Cloche. Detrás de la barra, Pasteur, el dueño, se había servido un pastís, señal inequívoca de que la cocina quedaba cerrada y de que su mujer, Marie, y la camarera, Adèle, ya no atenderían más comandas. Eran las nueve en punto.
Manfred Baumann ocupaba su sitio de costumbre junto a la barra. Lemerre, Petit y Cloutier estaban sentados al lado de la puerta, con los periódicos del día plegados y formando una pila. En su mesa había una frasca de vino tinto, tres copas, dos paquetes de cigarrillos, un cenicero y las gafas de cerca de Lemerre. Compartirían tres frascas antes de dar por finalizada la velada. Pasteur desplegó su periódico y se inclinó sobre él con los codos apoyados en el mostrador. Tenía una calva incipiente que intentaba disimular peinándose el pelo hacia atrás. Marie estaba atareada ordenando los cubiertos.
Adèle sirvió el café a los dos últimos comensales del turno de cenas y procedió a pasar una bayeta por los manteles de hule de las otras mesas, arrastrando y dejando caer al suelo las migas que más tarde barrería. Manfred la observaba. Su sitio no estaba exactamente pegado a la barra, sino a la altura de la puerta con pasaplatos, por donde se despachaba la comida que iba saliendo de la cocina. Tenía que cambiar de posición continuamente para dejar paso al personal, pero a nadie se le había ocurrido nunca pedirle que se colocara en otro lugar. Desde su posición podía vigilar todo el establecimiento, y los extraños a menudo lo tomaban equivocadamente por el propietario.
Adèle iba vestida con una falda corta de color negro y una blusa blanca. Llevaba atado a la cintura un pequeño delantal con un bolsillo donde guardaba la libreta en la que tomaba las comandas y la bayeta que empleaba para limpiar las mesas. Era una chica morena y robusta, de ancho trasero y pechos grandes y voluminosos. Tenía los labios carnosos, la tez aceitunada y unos ojos marrones que, por lo general, mantenía clavados en el suelo. Sus rasgos eran demasiado orondos para calificarlos de hermosos, pero la chica poseía un magnetismo primitivo, un magnetismo que sin duda se veía amplificado por lo insulso del entorno.
Mientras ella se inclinaba sobre las mesas vacías, Manfred se volvió hacia el mostrador y, en el espejo de detrás de la barra, contempló cómo la falda trepaba unos milímetros por sus muslos. Llevaba unos pantis de color carne con calcetines blancos hasta el tobillo y manoletinas negras. Los tres hombres de la mesa junto a la puerta también la miraban; Manfred se figuró que, en ese momento, sus pensamientos y los de aquellos individuos eran muy parecidos.
Adèle tenía diecinueve años y trabajaba en el Restaurant de la Cloche desde hacía cinco o seis meses. Se trataba de una chica de carácter retraído que se mostraba reacia a entablar conversación con los parroquianos, pero Manfred estaba convencido de que disfrutaba con la atención que estos le dispensaban. Los primeros botones de la camisa los llevaba siempre desabrochados, de modo que con frecuencia era posible verle el ribete de encaje del sujetador. Si no deseaba que ellos la escudriñaran, ¿por qué iba a vestirse entonces de forma tan provocativa?
No obstante, cuando ella se giró hacia la barra, Manfred desvió la vista.
Pasteur estaba concentrado leyendo un artículo de las páginas centrales de L’Alsace. Había una crisis en el Líbano.
—Malditos árabes —dijo Manfred.
Pasteur respondió al comentario con un leve gruñido. No era la clase de hombre que entablase discusiones controvertidas con la clientela. Su cometido se reducía a servir bebidas y elaborar facturas. Consideraba que atender las mesas estaba por debajo de su categoría. Esas tareas, junto con el despacho de cortesías, las dejaba en manos de Marie y de Adèle, o de quien fuera que estuviera trabajando. Manfred, por su parte, no tenía ninguna opinión formada sobre la situación en Oriente Medio. Había hecho la observación solo porque pensó que era lo típico que habría dicho Pasteur o que, cuando menos, habría gozado de su aprobación. Manfred estaba encantado con la renuencia de Pasteur a charlar sin ton ni son. En las escasas ocasiones en las que sí soltaba algún comentario, lo habitual era que no fuera bien recibido, así que resultaba un alivio no sentirse obligado a entablar conversación.
En la mesa junto a la puerta, Lemerre, un barbero cuyo establecimiento no quedaba lejos del restaurante, hacía ya rato que se explayaba sobre el tema del ciclo de ordeño de las vacas lecheras. Explicaba con todo detalle cómo la producción podría incrementarse si tan solo se ordeñase al ganado a intervalos más cortos. Cloutier, que se había criado en una granja, intentó intervenir, argumentando que las ganancias que pudieran obtenerse aplicando esa medida acabarían perdiéndose con el tiempo debido a la reducción de la vida productiva de la vaca. Lemerre negó con la cabeza vigorosamente e hizo un gesto con la mano para callar a su compañero.
—Esa es una idea equivocada que está muy extendida —dijo antes de proseguir con su discurso.
Cloutier bajó la mirada hacia la mesa y empezó a juguetear con el tallo de cristal verde de su copa. Lemerre era un hombre corpulento de cincuenta y pocos años. Iba con un jersey de pico color burdeos encima de otro negro más fino de cuello alto. Los pantalones los llevaba subidos hasta la mitad de la panza y estaban sujetos con un estrecho cinturón de cuero. Su pelo, que Manfred daba por supuesto que se teñía, era negro azabache y lo llevaba peinado hacia atrás, revelando unas pronunciadas entradas. Tanto Petit como Cloutier estaban casados, aunque rara vez mencionaban a sus respectivas esposas, y si lo hacían empleaban el mismo tono de desprecio. Lemerre no se había casado. «No soy partidario de tener animales dentro de casa», ofrecía de costumbre como explicación.
Si se veía desde fuera, el Restaurant de la Cloche de Saint-Louis ofrecía un aspecto anodino. El enlucido de la fachada, pintado de color amarillo pálido, presentaba manchas y desconchones. El cartel adosado al muro sobre la cristalera pasaba bastante desapercibido, si bien la céntrica ubicación del restaurante hacía un tanto innecesario su anuncio. La puerta del establecimiento se encontraba ubicada en una esquina adyacente al aparcamiento donde se celebraba el mercado semanal del pueblo. A un lado, en la pared, una pizarra exhibía los platos del día, mientras que encima de esta sobresalía un balconcito con una barandilla de forja ornamental. Dicho balcón pertenecía al piso donde vivían Pasteur y su mujer. Dentro, el restaurante era sorprendentemente amplio y contaba con una decoración sin pretensiones. Dos anchas columnas dividían el espacio separando de manera informal la zona del comedor, que se hallaba a la derecha de la puerta, de las mesas situadas junto a la cristalera, que era donde los lugareños se dejaban caer a lo largo de la jornada para tomar un trago, o donde pasaban las últimas horas de la tarde bebiendo e intercambiando opiniones sobre los contenidos de la prensa del día. El comedor estaba amueblado con unas quince mesas desvencijadas de madera cubiertas, con coloridos manteles de hule, y provistas de cubiertos y copas. En la pared de detrás de la barra, parcialmente oculto por una estantería de cristal repleta de botellas de licores diversos, un espejo de dimensiones considerables promocionaba la cerveza de Alsacia con una rotulación art decó desgastada y casi ilegible en algunas zonas. Este espejo conseguía que el restaurante pareciera más grande de lo que era en realidad. También confería al lugar un aire de grandeza venida a menos. Marie se quejaba a menudo de su aspecto cutre y deslustrado, pero Pasteur insistía en que le daba encanto al local. «Esto no es un bistró parisino», contestaba por costumbre ante cualquier sugerencia de mejora. A la derecha del mostrador estaban las puertas de acceso a los aseos, flanqueadas por un par de aparadores de madera oscura descomunales donde se guardaban la cubertería, las copas y la vajilla. Estos aparadores llevaban allí desde que todos tenían memoria. Desde luego antecedían a la fecha en la que Pasteur se hizo dueño del establecimiento.
Manfred Baumann tenía treinta y seis años. Esa noche, al igual que todas, iba vestido con un traje negro y una camisa blanca con la corbata aflojada. Su pelo oscuro estaba cortado con pulcritud y peinado con raya al lado. Era un hombre atractivo, pero sus ojos se movían inquietos, como si tratase de esquivar cualquier contacto visual. En consecuencia, con frecuencia la gente tenía la impresión de que estaba incómodo en su compañía, y esto contribuía a agravar su propia desazón. Una vez al mes, aprovechando la tarde del miércoles, que era cuando el banco donde trabajaba permanecía cerrado, Manfred acudía al local de Lemerre para cortarse el pelo. Sin falta, Lemerre le preguntaba qué clase de corte deseaba, y Manfred contestaba: «El de siempre». Mientras se afanaba con las tijeras, el barbero hablaba del tiempo o comentaba algún asunto anodino de la prensa de ese día, y cuando Manfred abandonaba el local, siempre se despedía de él con la misma frase: «Hasta el jueves».
Sin embargo, menos de tres horas más tarde, Lemerre estaría sentado a su mesa en compañía de Petit y Cloutier, y Manfred estaría apostado en su sitio junto a la barra del Restaurant de la Cloche. Allí ambos intercambiarían un saludo, aunque con la misma efusividad de dos extraños cuyas miradas se cruzaran por azar. Los jueves, no obstante, Manfred era invitado a unirse a los tres hombres para la timba semanal de bridge. A Manfred no le gustaba demasiado jugar a las cartas y durante la partida siempre se respiraba un ambiente tenso. Aunque tenía la impresión de que su presencia en aquella mesa incomodaba a los otros, también estaba convencido de que cualquier intento de declinar su invitación sería interpretado como un desaire. Esta tradición había comenzado tres años antes, después del fallecimiento de Le Fevre. El primer jueves después del funeral, los tres amigos se encontraron a falta de un cuarto jugador para su partida y le pidieron a Manfred que se uniera a ellos. Él era consciente de que solo estaba cubriendo el lugar del muerto, y que aquel «hasta el jueves» con el que Lemerre acostumbraba a despedirse dejaba patente que no era bienvenido en su mesa las demás tardes de la semana.
Manfred pidió su última copa de vino de la noche. Le guardaban una botella detrás de la barra, y Pasteur vertió lo que quedaba de su contenido en una copa limpia, que depositó sobre el mostrador. Manfred siempre se bebía la botella entera, pero la consumía por copas. Esta manía comportaba pagar por sus consumiciones el doble que si sencillamente hubiese pedido la botella entera de golpe, pero no lo hacía por costumbre. En una ocasión calculó cuánto podría ahorrarse al año si decidía cambiar este hábito. Resultó ser una cantidad considerable, pero no alteró su rutina. Se dijo a sí mismo que resultaría vulgar plantarse en la barra él solo con una botella. Aquello haría que pareciese que entraba allí con la intención de emborracharse, aunque tampoco es que eso fuera a importarle a los otros parroquianos del restaurante. Manfred también tenía la sensación de que este hábito suyo podía explicar la actitud reservada de Lemerre y sus amigos hacia él, como si al consumir su vino por copas estuviese colocándose por encima de los tres hombres, que bebían su vino por frascas. Daba la impresión de que se creía mejor que ellos. Esto, de hecho, era verdad.
Pasteur nunca se había pronunciado sob...

Índice

  1. Portada
  2. La desaparición de Adele Bedeau
  3. Capítulo 1
  4. Capítulo 2
  5. Capítulo 3
  6. Capítulo 4
  7. Capítulo 5
  8. Capítulo 6
  9. Capítulo 7
  10. Capítulo 8
  11. Capítulo 9
  12. Capítulo 10
  13. Capítulo 11
  14. Capítulo 12
  15. Capítulo 13
  16. Capítulo 14
  17. Capítulo 15
  18. Capítulo 16
  19. Capítulo 17
  20. Capítulo 18
  21. Capítulo 19
  22. Capítulo 20
  23. Capítulo 21
  24. Capítulo 22
  25. Capítulo 23
  26. Capítulo 24
  27. Epílogo del traductor de la versión inglesa
  28. Agradecimientos
  29. Sobre este libro
  30. Sobre Raymond Brunet
  31. Créditos
  32. Índice