El Gabinete de los Ocultistas
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El Gabinete de los Ocultistas

El segundo caso de Julius Bentheim

Armin Ohri, Elisa Martínez Salazar

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El Gabinete de los Ocultistas

El segundo caso de Julius Bentheim

Armin Ohri, Elisa Martínez Salazar

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Prusia, Año Nuevo de 1865. El barón von Falkenhayn ha organizado una grandiosa celebración en su castillo campestre. Allí tiene lugar una sesión de espiritismo a la que asisten trece individuos y que se revelará mortal. El terror se apodera de la región desde esa misma noche, cuando el farmacéutico de la localidad aparece aplastado por lo que se describe como el atroz sonido de unos cascos de caballo. En contra de la opinión pública, el joven estudiante de leyes Albrecht Krosick pasa a la acción y decide fundar "el Gabinete de los Ocultistas", que también constará, adrede, de trece miembros. Pero las muertes no cesan, y su gran amigo Julius Bentheim, dibujante para la policía y detective aficionado —"La musa oscura"—, tendrá que enfrentarse, además de al caso, a sus propios fantasmas.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418668043

Capítulo uno

En la Nochevieja de 1865, los invitados se reunieron para invocar a los espíritus y ninguno de ellos sospechaba que, al final de la velada, se encontrarían con un cadáver. El castillo campestre de Buckow fue el escenario de los festejos. El barón Valentin von Falkenhayn —inquilino temporal— los había invitado a un copioso banquete seguido de una sesión espiritista. El camino de acceso a la casa señorial de dos plantas, con espacio suficiente para que coches de punto y coches de viaje diesen la vuelta, ascendía ligeramente y desembocaba en el pórtico de entrada. Sobre una estrecha puerta de dos hojas había un rosetón semicircular; durante el día, la luz del sol lo atravesaba y todo el vestíbulo quedaba iluminado.
Ya casi eran las siete de la tarde cuando un landó tirado por dos caballos giró desde la carretera principal hacia el terreno del castillo. El joven caballero cuyo rostro se hizo visible en la ventana lateral contemplaba el paraje alumbrado por la luna. Sobre los parterres había nieve, un esplendor blanco que centelleaba al brillo de los astros nocturnos y transportaba al pasajero del carruaje a un mundo de cuento. Las cimas de los abetos, maquilladas con el polvo de la nieve, se sucedían con rapidez al pasar el coche; los caballos levantaban la fresca y fina escarcha con sus cascos. La zona de jardines, con sus macizos de flores dispuestos de forma rigurosamente geométrica, parecía algo barroca. El landó tomó una curva para dirigirse a los primeros edificios accesorios, situados delante del castillo, y su ocupante volvió la vista ante las palabras que le había dirigido la persona que le acompañaba, sacándole de sus pensamientos.
—Ha sido todo un detalle por parte de Gideon el enviarnos al campo en su lugar —dijo el viajero en tono distendido—. No lo tiene fácil como comisario de policía: siempre de servicio, disponible a todas horas, mientras otros van a la caza del placer. ¡Ay! ¿Qué digo, Julius? ¿Otros? ¡Nosotros! ¡Nosotros nos divertimos, nosotros somos los que descorchamos el champán!
Los labios de Julius Bentheim esbozaron una leve sonrisa al oír a su amigo hablar así. Esa misma tarde los dos compañeros, estudiantes de leyes, se habían puesto en marcha desde Berlín; vivían juntos cerca de la Universidad Friedrich Wilhelm, bajo el techo de la viuda de un oficial. Albrecht Krosick era el nombre del mayor de ellos, y había convencido a su colega para hacer la excursión al campo. La propuesta de celebrar la Nochevieja en la Suiza de la Marca de Brandemburgo[1] provenía de Gideon Horlitz, un comisario de la gendarmería prusiana con el que los dos habían trabado amistad.
—En realidad, estamos invitados mi esposa y yo —había explicado Horlitz a Albrecht cuando se cruzaron en el antiguo palacio del gran mariscal de campo, Von Grumbkow, en Molkenmarkt—. Pero estoy de servicio y mi Clara no quiere viajar sola.
—Y el señor de la casa, ¿sabe que nos manda a nosotros en su lugar?
—Puedo enviarle un aviso, si así lo prefiere. Pero no tendrá nada en contra, Albrecht, se lo aseguro. Va usted recomendado por mí.
—Eso me honra. Pero ¿no estaremos fuera de lugar?
—¿Estaremos?
—Le pido disculpas. Comprenderá que me lleve a Julius… El pobre necesita empezar a distraerse de una vez. Está insoportable desde que desapareció su novia. Todo ese mal humor, señor comisario… Es una calamidad.
Horlitz, benévolo, le dio una palmada en el hombro:
—Sí, lléveselo, una idea excelente…
Los estudiantes salieron de la estación Küstriner hacia el este y recorrieron un tramo de la línea que en el futuro uniría Königsberg con la capital. Poco antes de Strausberg, donde terminaba la red ferroviaria, se apearon y pararon un landó. Mientras las ruedas del carruaje avanzaban a trompicones sobre la nieve rechinante, Albrecht Krosick contemplaba a su acompañante a la débil luz de un farol aceitoso.
Julius Bentheim celebraría pronto su vigésimo cumpleaños. El atractivo contorno de su rostro y la punzada levemente melancólica que expresaban sus ojos quedaban resaltados por la falta de sombrero. No se lo había puesto, ya que había decidido peinarse y engomar su pelo castaño, y todo ello le confería un aire de especial elegancia. Albrecht solo era un poco mayor que su amigo y, a la vez, algo más enjuto y de un carácter de natural alegre, rasgo que aquel día reprimía a sabiendas.
En el exterior apareció ante ellos un edificio auxiliar, un granero de paredes entramadas con un cobertizo para los carros y espacio de almacenaje para las gavillas de cereal. El cochero les comunicó poco después, a través del tubo acústico, que en breve llegarían al castillo de Buckow.
El landó redujo la marcha hasta que se detuvo en una explanada situada ante el edificio, alumbrada con antorchas y faroles de gas. Bentheim abrió la portezuela y bajó del coche. Cuando miró a su alrededor, vio otros carruajes: varias calesas sencillas, pero también una pomposa berlina con blasones en la caja. Al lado había un mozo de cuadra, diligentemente ocupado en refrenar a un caballo encabritado. El estudiante siguió la escena hasta que su atención se posó sobre dos sirvientes que se les aproximaban cubiertos con gruesos paletós. Mientras uno de ellos instruía al cochero sobre dónde podía aparcar su vehículo, el otro recibía a los dos recién llegados.
—Si me acompañan los señores, por favor… —dijo finalmente—. El barón los espera.
Bentheim le susurró a Albrecht:
—No dijiste nada sobre un barón cuando me invitaste.
—El barón Valentin von Falkenhayn. Pensé que no tenía importancia.
—¿Que no tenía importancia? ¿Cómo se dirige uno a un barón? Es algo que deberíamos saber, ¿no crees?
—Con «Su ilustrísima». O simplemente como señor Von Falkenhayn. Relájate, Julius, la noche será deliciosa. Estarán presentes algunos amigos nuestros. No vamos a estar entre extraños, no del todo.
Bentheim respiró hondo mientras les guiaban hacia el interior del edificio. Sobre el vestíbulo al que habían entrado había una galería de retratos de miembros de la familia pomerana de los condes de Flemming, la cual solo era accesible a través de una escalera curvada. Situado entre los cuadros, llamaba la atención su escudo de armas familiar: un lobo saltando, con la lengua y las garras rojas. El sirviente les señaló unos percheros de pared para los abrigos que tenían a su derecha. Las baldas de un armario abierto al que le faltaban las puertas hacían las veces de bandejas para los sombreros.
—Aquí tienes, mi valioso nomenclátor[2] —dijo Albrecht burlón, mientras dejaba caer un par de monedas en la mano del hombre y le entregaba su capa—. Ve y anuncia nuestra llegada.
—Qué amable —respondió el hombre imperturbable, y les indicó que lo siguieran alargando el brazo. El criado los condujo hacia una estancia que se encontraba a una temperatura templada y agradable, que se extendía como una sala abovedada por la parte central del edificio. A la izquierda se hallaban dos mesas dispuestas para la cena. A la derecha, junto a una puerta doble, se alzaba un reloj de pie. De cara al jardín, cerraba el espacio una cristalera con unas vistas inigualables a la naturaleza que podía ofrecer Buckow, probablemente un panorama extraordinario y ameno a la luz del sol. El pueblo estaba situado en un circo glaciar originado en la Edad de Hielo, rodeado por cinco lagos y una cadena de colinas boscosas. Dado que el interior de la sala se había iluminado con cierta exigüidad, el paisaje cubierto de nieve destellaba con aún más claridad y desplegaba un encanto del cual era difícil sustraerse. Un pequeño conjunto de personas —aproximadamente, una docena de hombres en compañía femenina— se encontraba de pie junto a las ventanas disfrutando de la vista. Algunos se dieron la vuelta cuando el sirviente anunció a los estudiantes, y un hombre de pelo rubio con frac y pantalón ceñido se separó del grupo y se dirigió hacia ellos.
—¡Bienvenidos, señores! Han llegado justo a tiempo para el aperitivo. Deben ser los sustitutos del comisario Ho...

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