Interludio en Roma
Fue raro que me recogieran en mitad de la nieve fría y desagradable y, tras solo un par de horas, recalar en el sur de Europa, donde encontré calor y cierto alivio. Antes de volar a Rusia había tenido la oportunidad de sentir la continuidad del continente bajo los pies, había comprobado cómo cada país se transforma en el siguiente de manera gradual, creando un paisaje vasto pero entretejido. Entrar y salir de Rusia en avión me creó una sensación de vacío y de aislamiento que deshizo todo el encanto de mi viaje por tierra.
Aterricé en Roma y me permití convertirme en turista por unos días. Visité la Ciudad del Vaticano, el Estado oficialmente reconocido más pequeño del mundo. Caminando por la plaza de San Pedro, me sorprendió ver el gran número de sacerdotes y monjas de piel negra, aunque no debería: se calcula que en 2025 una quinta parte de los católicos del mundo serán de origen africano.
La exhibición de poder divino desplegado y canalizado a través de mentes y manos humanas, en particular la magistral obra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, me hizo sentir orgulloso de nuestra especie, si bien todo ello daba a entender tácitamente que yo no estaba a la altura de esas mentes ni de esas manos. Al igual que el resto de las obras de arte que se contemplan en el Vaticano, los frescos de la Capilla Sixtina son de una blanquitud feroz: ilustran un mundo de resplandores dorados y carnes rosáceas, representado de tal forma que ambas cosas se hacen prácticamente indistinguibles. Reviví el cénit de todo lo que, siendo niño, había aprendido a valorar de manos de las principales fuentes de autoridad oficial: desde la escuela hasta la iglesia, pasando por los museos y las galerías. En efecto, aquellas obras me sobrecogían. Tenía esa estética tan asimilada que, cuando vi pintado a ese hombre blanco de ojos azules y barba que se elevaba sobre las nubes, supe que no solo era el omnipresente y todopoderoso creador al que llamamos Dios, sino que era exactamente el Dios al que había rezado de niño, ese al que intenté dibujar a los cinco años cuando mi profe de primaria nos encargó dibujar el cielo, el que veía cuando cerraba los ojos. En la Capilla Sixtina admiré la que quizá sea la imagen más famosa de ese Dios blanco: La creación de Adán de Miguel Ángel, que representa el nacimiento de la humanidad y tiene su foco en los dedos de dos personajes blancos, Adán y Dios, a los que rodea una corte alada de querubines rubios. He ahí el núcleo de una visión que se había implantado en mi cerebro y que formaba parte de mi condicionamiento social. Jesús, por supuesto, no fue un europeo blanco, como sugería aquella representación, sino un hombre de Oriente Próximo; esto, en cualquier caso, era entendible: el Vaticano no era la primera institución que tomaba a los suyos por el pueblo elegido. Sin embargo, gran parte de lo que veían mis ojos tenía su origen último en Nicolás V, importante figura del Renacimiento romano, durante cuyo papado —y el de los pontífices que lo sucedieron y continuaron su legado— la Ciudad del Vaticano adquirió su forma actual. Fueron los mismos que dieron su bendición al comercio transatlántico de seres humanos. El relato de la divinidad blanca justificó moralmente la trata, dando por sentado que estaban en juego la blanquitud y su pureza.
El belicoso Alfonso V de Portugal quiso expandir las riquezas de su país y emprender una cruzada contra el islam, para lo cual quiso dotarse de la autoridad moral y la bendición de Nicolás V. Este emitió la bula Dum diversas en 1452, en virtud de la cual se otorgaba al rey portugués el derecho a «invadir, buscar, capturar y subyugar a sarracenos y paganos y otros infieles y enemigos de Cristo dondequiera que se encuentren, así como sus reinos, ducados, condados, principados y otros bienes [...] y para reducir sus personas a la esclavitud perpetua».
Dos años más tarde, atestiguados los buenos resultados de la práctica esclavista, la bula fue enmendada para incluir no solo las tierras ya conquistadas, sino cualquier otro territorio susceptible de serlo, lo que concedía, en definitiva, «permiso para esclavizar a los pueblos del África». La bula posibilitó la expansión de las naciones europeas por el África del norte y occidental y, bajo el mandato de papas sucesivos, la réplica de estas políticas en América, todo ello en nombre del catolicismo.
La belleza de la basílica de San Pedro estaba ligada al terror de la esclavitud. Sentí que mi propio linaje tenía que ver con ese lado oscuro del Vaticano. Sí, ya sé que los pueblos africanos y asiáticos también se esclavizaron entre sí, pero quiero referirme a un tipo de esclavitud fundamentada en el constructo de raza, un constructo que sigue conformando y sustentando, aun a nivel subconsciente, las jerarquías de la civilización occidental y también del resto del mundo. Fue aquella una forma de esclavitud especialmente bárbara y virulenta, pues no solo convertía a las personas en siervos, sino que justificaba la esclavitud per se, al reducir a los esclavos a seres que no eran humanos a los ojos de Dios.
Esta santidad de piel clara y pelo rubio desentonaba incluso con los italianos que veía por las calles de Roma, con su pelo oscuro y rizado y su piel olivácea, indicios claros de la larga y a veces desdibujada relación histórica entre la antigua Roma y el norte de África, en particular con los cartagineses de la actual Libia. En efecto, el Imperio romano se extendió por toda la cuenca mediterránea y una amplia franja septentrional del continente africano. Me pregunté cuánta gente, en Italia o en el Magreb, reflexionaban sobre esa historia compartida cuando oían hablar de los inmigrantes que hoy tratan de cruzar desde Libia a Italia. Son muchos los que mueren en el intento de encontrar una vida mejor; los que sobreviven son vilipendiados por la prensa de derechas y considerados ilegales por los Gobiernos. Por su parte, ONG que tratan de rescatar a hombres, mujeres y niños de ahogarse en el mar son también objeto de ataques. Solo en 2015, más de dos mil personas perdieron la vida tratando de cruzar el mar. Huyen de guerras civiles y de la pobreza, y después de atravesar desiertos con poca comida o agua y eludir las patrullas fronterizas, se embarcan en balsas, cayucos o pateras mal equipadas tripuladas por traficantes sin escrúpulos. El tráfico de seres humanos prosperó debido a la inestabilidad que trajo consigo la caída del general Muamar el Gadafi, convertido en chivo expiatorio antiimperialista, a manos de rebeldes apoyados por potencias occidentales. Cuando Gadafi aplicaba mano dura a costa de la vida de la gente, era un carnicero y un dictador; cuando Occidente permite que esa misma gente muera, se demuestra tan pasiva y complaciente como los querubines de Miguel Ángel.
El último día de mi breve estancia en Roma vi un perro tirado en la calle, jadeando y con los ojos abiertos, que actuaba de forma extraña. Permanecía inmóvil mientras la gente pasaba de largo. Los clientes de los restaurantes cercanos se preocuparon, los camareros y camareras abandonaron sus tareas, se sumaron turistas y oficinistas, y al final se formó un grupo alrededor del animal, que seguía sin moverse. Algunos se asustaron y pidieron ayuda a gritos, y justo cuando el encargado del restaurante estaba llamando a un veterinario, el perro se levantó y se alejó trotando por la plaza. En ese momento miré a mi alrededor: una mujer ciega, gitana romaní, que tenía un bebé en brazos y una taza vacía en la mano; un grupo de africanos escuchimizados calzados con zapatos rotos que intentaban vender bolsos Fendi falsos; inmigrantes sin recursos de todos los colores. Todos eran merecedores de menos caridad que ese perro.