Drama social y política del duelo:
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Drama social y política del duelo:

Las desapariciones de la guerra contra las drogas en Tijuana

Robledo Silvestre, Carolina

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Drama social y política del duelo:

Las desapariciones de la guerra contra las drogas en Tijuana

Robledo Silvestre, Carolina

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Frente a la estrategia de seguridad implementada en Tijuana a partir de 2007 con la llamada "Guerra contra las drogas", emergió una lucha solitaria y dolorosa de cientos de personas, familiares de personas desaparecidas en ese contexto. Este libro aborda su experiencia de duelo como proceso socio-político, a partir de un trabajo de campo etnográfico realizado por la autora entre 2009 y 2012.Desde los plantones y las marchas en las calles de una ciudad indiferente hasta la búsqueda de restos humanos en los predios de El Pozolero, la investigadora da cuenta de las estrategias desplegadas por los familiares de personas desaparecidas para ser reconocidos en su condición de agravio y para impulsar las indagaciones acerca de sus seres amados; al mismo tiempo, devela la reacción de un gobierno que se caracteriza por la impunidad y la simulación al atender el problema.

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Información

Año
2017
ISBN
9786076283011

VI. CRISIS DE REPRESENTACIÓN Y CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDADES

Suspendidas en la nada de su ausencia, las personas desaparecidas no poseen una identidad definida. Sus familiares son quienes asumen, en primera instancia, el ejercicio de representar su existencia en el ámbito social, otorgándole un sentido a su desaparición. En este proceso, en primer lugar, la identidad del ausente se transforma al saltar del espacio privado al público y, en segundo lugar, al sintetizar una disputa en el marco de reconocimiento de las vidas perdidas. El sentido principal de la disputa es aparecer a las personas desaparecidas, inscribirlas en el universo de lo público, enfrentando el silenciamiento, la exclusión y el estigma que pesa sobre ellas. Como hemos visto, esta lucha se hace pública por medio de las estadísticas, las acciones de protesta y la construcción colectiva de narrativas que hacen frente al discurso oficial.
La desaparición, como acto de ruptura que implica una deconstrucción de sentido, genera una “crisis de representación” (Gatti, 2006), un drama social (Turner, 1974). Hacer frente desde la sociología a este panorama borroso nos obliga a superar el carácter cerrado y esencialista de algunos conceptos y a considerar las formas que se escapan a las esencias, para nuestro caso la más importante es la figura de la persona desaparecida.1 Invisible y vacío son palabras clave para construir este concepto y esta realidad, pues nos referimos “a individuos sometidos a un régimen de invisibilidad, de hechos negados, de cuerpos borrados, de cosas improbables, de construcción de espacios de excepción” (Gatti, 2006, p. 28).
La sociología se ha interesado de manera especial por el mundo de los vivos, dejando a otras disciplinas las preguntas sobre el de los muertos. Lo cierto es que los muertos siguen ocupando un lugar en el mundo de los vivos, definido mediante el ejercicio de poder y la negociación con la que se busca darle sentido a su nuevo estatus. Lo mismo ocurre con las personas desaparecidas; los familiares se encuentran frente a la tarea de recuperar su espacio en el mundo en una disputa constante de relaciones de poder en las que participan otros actores y de las que emerge el campo de reconocimiento de las vidas perdidas.
La construcción de la identidad es un proceso político que sucede en gran parte por medio del discurso, como lo sustentó Lucrecia Escudero (2011, p. 541) en su estudio sobre las personas desaparecidas durante la dictadura argentina, pero también mediante de las prácticas.
Una vez despojada de la posibilidad de autoafirmación, la persona desaparecida es objetivada por los actores que intervienen en la reconstrucción de su identidad. Este proceso implica la configuración de estereotipos y estigmas que remplazan la opción de una identidad autoafirmativa. La lucha alrededor del estigma es parte importante del drama al que se enfrentan los familiares. Por una parte, se comparte culturalmente el estigma y se busca señalar que las personas involucradas no poseían tal atributo (“no era un delincuente”) y, por otra parte, se niegan las bases ideológicas que hacen de tal atributo un estigma (“no importa lo que haya hecho, ninguna persona merece ser desaparecida”). El estigma no sólo implica una violencia discursiva que excluye a las personas desaparecidas del mundo de los vivos, sino que se refleja en prácticas de revictimización como la impunidad y la desatención.
Esta lucha se ha repetido en diferentes momentos de la historia en México. En algunos se ha logrado la cimentación de memorias e identidades que dignifican a las personas desaparecidas. El caso de la guerra sucia en México es uno de ellos. Podríamos decir que quienes desaparecieron en este periodo ya cuentan con un marco de reconocimiento público, que se ha institucionalizado al ganar espacios en la memoria colectiva nacional y permitir la recuperación de su dignidad. Sin embargo, estos logros han sido más evidentes en el aspecto discursivo que en el práctico, pues la impunidad se sostiene incluso décadas después de que los hechos han ocurrido.
Por su parte, en los últimos años la identidad de la persona desaparecida está en plena construcción. La pugna es permanente: ante un señalamiento negativo hay una exigencia de respeto; ante la invisibilización del sujeto emerge una protesta, un plantón; ante la proscripción del duelo hay un ritual público que recuerda a los ausentes; ante la cuenta de números se oponen las historias individuales, y ante una noción cimentada de la víctima se erigen nuevos posibles significados.

ESTIGMA E IDENTIDAD PROSCRITA

El estigma, como señala Erving Goffman (2010), es una “imputación hecha con una mirada retrospectiva en potencia” (p. 14), de allí que la fuerza de las relaciones históricas actúe como el verdadero soporte de su formación. La interpretación del fenómeno de la desaparición en Tijuana, como hemos visto, se ha configurado bajo un marco simbólico hegemónico que vincula la desaparición con el tema del narcotráfico desde hace por lo menos 20 años, pero que ha alcanzado su mayor potencia a partir de 2007.
En este escenario, la disputa central de los familiares de personas desaparecidas en Tijuana se concentra en recuperar la honra de quienes no están y en construir una memoria alternativa a aquella que asocia, sin distinciones, a todos los caídos en la guerra contra las drogas como partícipes, cómplices o “daños colaterales” del conflicto. Se trata de superar una crisis simbólica, en la que el sujeto ha sido despojado de su identidad para ser consignatario de atributos generales que lo des-subjetivizan.
Como sugiere Mary Douglas (1992), para cada desgracia hay un repertorio de posibles causas dentro de las cuales se escoge una explicación admisible y un repertorio fijo de acciones obligatorias que derivan de él. Por eso, ante los hechos violentos es posible encontrar una explicación a la muerte que culpe al ausente: “ella murió porque había ofendido a los ancestros, había contradicho el tabú, había pecado”. En este tipo de relato se recurre a rituales de purificación en la necesidad de expiar las culpas y, al mismo tiempo, “la comunidad es exhortada a cumplir con las normas para eludir esta suerte […] Si éste es el tipo dominante de explicación, la comunidad que la acepta está organizada de manera sumamente diferente de aquella comunidad en la que no se culpa a la víctima” (Douglas, 1992, p. 5). En una sociedad como la de Tijuana se culpa a la persona desaparecida por el acto del que fue víctima, y la acción ritual no es suficiente para expiar culpas y experimentar el duelo social. El miedo generalizado lleva a las personas a mantenerse al margen de los recién identificados como enemigos públicos, condenándolos al olvido y a la indiferencia. Esto hace que la lucha de los sobrevivientes sea aún más solitaria.
Ahora bien, la imputación de atributos a la persona desaparecida, la señalización de su culpa, no siempre se da por medio del discurso público, sino, y sobre todo, en interacciones con diferentes actores. Cuando realizan algún trámite relacionado con su caso, los familiares han recibido directamente señalamientos sobre las personas desaparecidas de parte de funcionarios públicos. “Debió haberse ido con otra señora”, “algo debía para que se lo llevaran”, “por algo se la cobraron”, “usted no se preocupe que seguro se fue con algún novio y pronto regresa” han sido comentarios recurrentes hacia los familiares en los ministerios públicos. Esta relación directa de señalamiento vulnera la legitimidad de la demanda de justicia y, aunque las quejas sobre este tipo de comentarios son constantes, las familias no ven como una posibilidad el hecho de sentar recursos legales: “uno va allá y le dicen que el esposo de uno a lo mejor andaba en malos pasos, y uno qué puede hacer, ellos son los que tienen el poder”, comenta Elisa Rodríguez, cuyo esposo está desaparecido (entrevista personal, 3 de septiembre, 2010).
En México hay otras experiencias donde esta condición también está presente. En Ciudad Juárez, Alfredo Limas lo señala a partir del comentario de la madre de una de las mujeres desaparecidas en esta ciudad: “se llenaban la boca diciendo que nuestras hijas eran prostitutas y que por eso les había pasado lo que sucedió” (Limas, 2007, p. 269). Continúa el autor: “Una constante en la experiencia terrible de crímenes hacia mujeres ha sido la condena, la culpabilización y un estigma hacia las familias de las jóvenes y niñas que fueron asesinadas en esta ciudad fronteriza del norte de México” (Limas, 2007, p. 268). Esta política de señalamiento en Ciudad Juárez, presente por años, marcó a las víctimas como no-sujetos, como cuerpos desprovistos de identidad, con graves consecuencias para la posibilidad de justicia sobre la “producción social de asesinatos” (Limas, 2007, p. 268).
Podríamos referirnos a varias formas en las que el estigma es construido y puesto en los escenarios de disputa por el reconocimiento de las víctimas. En primer lugar hay momentos, como los mencionados anteriormente, en los que los familiares asisten a la imputación de culpas y atributos negativos de forma directa, cara a cara, cuando se acercan a las autoridades que deberían proveerlos de justicia y protección. Estas interacciones no son públicas aunque en ellas estén involucrados representantes del gobierno, y responden a formas de poder ejercidas mediante la indiferencia y la omisión del otro como sujeto legítimo (tanto el familiar como la persona desaparecida). Las quejas sobre el maltrato a los familiares en las oficinas de gobierno son comunes: “la gente ya no quiere ir a la procuraduría, por las experiencias que han tenido, los han tratado mal y no han puesto atención a sus casos” (Palacios, 24 de septiembre, 2010a), comentó Cristina Palacios en una reunión en el Centro de Gobierno. El efecto de estas interacciones es claro: falta de confianza en las instituciones, que deriva en una cifra negra relevante.
En la búsqueda de restos humanos realizada en diciembre de 2010 asistimos a una casa ubicada al oriente de Tijuana para resolver el caso de una mujer desaparecida, cuya hija aseguraba que sus restos habían sido enterrados por los homicidas en el patio de su casa. Durante el camino, El Sargento, agente ministerial de la Oficina de Desaparecidos de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE), comentó: “es una señora que vivía sola y parece que le gustaba jalarle al trago y a otras cosas, así que metió a esos tipos a la casa y fueron ellos los que la mataron; sería por robarle, pero también debía estar bien jarra la señora para meter a esos tipos a la casa” (diario de campo, 15 de diciembre, 2010).
El Sargento señala la adicción al alcohol de la mujer como un justificante para su desaparición, pero su condición de género es, principalmente, el fundamento sobre el que se construye el estigma. Ese día no tuvimos resultados en la búsqueda de los restos, pero el oficial quedó contento por haber cumplido: “al menos ya se hizo; ya que no se encontró es otra cosa”, señaló cuando nos íbamos. En el camino de regreso nos comentó que hay muchos casos de desaparición sobre los que no investiga porque sabe que se trata de gente que se va de la casa, jovencitas que se van con el novio o muchachos que se escapan: “uno sabe cuándo se trata de algo serio y cuándo no” (diario de campo, 15 de diciembre, 2010). Estas imputaciones subjetivas acerca de la importancia de un caso se derivan, según su propia explicación, de la falta de recursos para atender todos los expedientes, pero también deben leerse como una práctica que sostiene la dimensión simbólica del estigma y que, por lo tanto, es social. En estos señalamientos algunos atributos, como la edad, la condición socioeconómica o el género, se relacionan con estereotipos construidos socialmente y expuestos en relación con el acceso a la justicia. A partir de estos prejuicios las personas desaparecidas participan, como sostiene Butler (2006), de una política del duelo donde son excluidas de la posibilidad de ser valoradas colectivamente como una pérdida para la sociedad.
En otros niveles de relación con el gobierno, los señalamientos acerca de la persona desaparecida se construyen más como una “ideología para explicar su inferioridad y dar cuenta del peligro que representa” (Goffman, 2010, p. 17). Desde hace años en Baja California se han escuchado comentarios de funcionarios de alto nivel que señalan la culpabilidad y peligrosidad de aquellas personas que desaparecen: “la mayoría de las personas que son parte de las desapariciones forzadas tienen que ver con el crimen organizado […] en base a los casos resueltos han comprobado que las personas desaparecidas andaban en malos pasos, pese a que sus familiares digan lo contrario” (La Crónica, 21 de abril, 2003) dijo a un diario local el subprocurador de Zona en Mexicali, Javier Salas Espinoza.
A los comentarios del subprocurador Salas Espinoza, Patricia López, madre de un joven desaparecido, responde: “tengo tres años buscando a mi hijo y siempre han dicho que era narcotraficante; ahora, aunque sé que no lo voy a encontrar, espero algún día limpiar su nombre para que la comunidad no lo tenga en ese concepto” (La Crónica, 21 de abril, 2003). Los familiares se ven en la necesidad permanente de dar rostro a sus ausentes, de recuperar la honra de sus nombres en un proceso de confrontación con los imaginarios dominantes y hegemónicos.
Siete años después, y en el contexto de una guerra declarada al crimen organizado, el entonces presidente de México, Felipe Calderón, indicó: “más que una ‘guerra del gobierno contra el narcotráfico’, la guerra más mortífera que existe es la que libran los criminales entre sí […] En la disputa por el control de una plaza se producen homicidios especialmente violentos, como decapitaciones, torturas o ejecuciones colectivas y se generan agravios que recrudecen aún más su nivel de violencia” (El Mexicano, 18 de junio, 2010). Aunque, con el tiempo, el discurso de Calderón tuvo que ceder al reclamo de los familiares de las víctimas, haciendo concesiones en términos de los atributos que se les impugnaban, el estigma ha sido el principio rector que configura las narrativas sobre las personas desaparecidas en este periodo.
Pero el estigma no sólo genera violencia mediante el lenguaje, sino, además, se expresa en una de las prácticas más graves del contexto actual: la impunidad. García Leyva, miembro del Grupo Esperanza, primer colectivo de desaparecidos en Baja California, señaló en 2003: “la hipótesis de que los desaparecidos fueron objeto de ‘levantones’ por estar relacionados con el crimen organizado y que se trató de una venganza de grupos de narcotraficantes es muy conveniente para las autoridades […] Esto trae un efecto de percepción ciudadana ante el olvido. Un caso más entre mafiosos” (La Crónica, 21 de abril, 2003).
Frente a ello las familias han reaccionado invocando el derecho universal de acceder a la justicia y de no desaparecer, como principios irrenunciables sin importar de quién se trate. Rosario Moreno, madre de un desaparecido, comentó a la prensa en 2001: “si tienen alguna cuenta con la autoridad, pues que se les juzgue, se les castigue si tienen delito. Pero desaparecerlos ya es un delito que cometen las autoridades. En este caso primero los desaparecen y después dicen pues eran esto” [que tenían vínculos con el narcotráfico o con el crimen organizado] (El Mexicano, 14 de septiembre, 2001).
Años después, demostrando el sostenimiento del estigma, Nayelli Lara hizo el mismo reclamo durante el plantón realizado en Ensenada el 12 de mayo de 2010: “lo único que pedimos es que nos digan dónde están los cuerpos y que se haga justicia. Que si son malos o no, no importa, tenemos el derecho a saber qué pasó; ya basta, ya basta de la impunidad y de que nos den atole con el dedo” (diario de campo, 12 de mayo, 2010). El estigma que recae sobre el desaparecido sirve de fundamento para la negación y la neutralización del problema, estrategias que no sólo ha realizado el gobierno federal, sino también las autoridades estatales.
Las personas desaparecidas de la década de 1970 en México también fueron objeto de identidades proscritas. Consideradas el enemigo público del Estado, su identidad se enmarcó en términos de una amenaza para la estabilidad de la sociedad. Con el discurso de Luis Echeverría se construyó desde la Presidencia una...

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