Remo Omar Busson
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Remo Omar Busson

Antes, durante y después de Malvinas

Juan Terranova

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Remo Omar Busson

Antes, durante y después de Malvinas

Juan Terranova

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Después de graduarse como oficial de la Armada Argentina, Remo Omar Busson eligió la aviación y se convirtió en piloto naval. En la década del sesenta, fue pionero en la utilización del helicóptero como unidad de combate en el mar argentino. Durante la década del setenta hizo campañas antárticas, tanto en verano como en invierno, volando en las peores condiciones climáticas. En 1982 fue destacado al transporte polar ARA Bahía Paraíso con el que participó, durante el conflicto bélico del Atlántico Sur, en la recuperación de las Islas Georgias y en el rescate de los náufragos del Crucero General Belgrano. Cuando volvió de la guerra, Busson denunció los abusos y las ineficiencias de la Armada. Remo Omar Busson. Antes, durante y después de Malvinas cuenta esa historia pero también es una elocuente y fresca reflexión sobre la técnica, la guerra y la paz con nuestro país como escenario privilegiado del coraje y la aventura.

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Información

Año
2022
ISBN
9789878835433
Edición
1
Categoría
Historia

1. Los años de formación 


Mi nombre es Remo Omar Busson. Soy aviador naval. Nací en Nogoyá, Entre Ríos. Cuando tenía menos de un año, mi viejo, que trabajaba en la administración de los ferrocarriles, se vino a Buenos Aires. Había estudiado para ser cura. Aunque, en realidad, nunca había querido ser cura. Lo obligaron. La historia es así. La familia de mi viejo vivía en un pueblo a cuarenta kilómetros de Paraná, en la línea de Nogoyá, que queda también para ese lado. El pueblo se llamaba 20 de septiembre. Estaba la estación y nada más. La construcción más grande del pueblo era la casa de mi abuela. Y durante muchos años, de hecho, 20 de septiembre se llamó Antonio Busson, que era mi abuelo. Don Antonio fue jefe de la Estación, jefe de policía, dirigía el registro civil, bueno, como era el único que sabía leer y escribir en el pueblo, agarraba todos los cargos. Una noche lo llamaron. Había un borracho gritando. Mi abuelo fue y le dijo al borracho que lo iba a meter preso. Se conocían todos. Pero le dio la espalda. El borracho lo apuñaló y lo mató. Con mi viejo sumaban catorce hermanos. Él tenía trece años y la más chica apenas unos meses. Si no lo hubieran matado a mi abuelo, habrían sido veinticinco hermanos porque mis abuelos tenían un hijo por año. Mi abuela fue una mujer muy dura. Por ejemplo, a los nietos, si hacíamos una macana, nos pegaba con un palo de escoba. Pero los hijos la adoraban. Durante el velatorio de mi abuelo, mi abuela, con la beba en brazos, los hizo formar en fila y empezó a señalar a los más grandes, uno por uno: “vos médico, vos médica, vos maestra, vos maestro” y así, hasta que llegó a mi viejo y le dijo “vos cura” y a la hermana que seguía le dijo “vos monja.” Y a mi viejo lo internaron en un seminario, en Concordia, a cuatrocientos kilómetros de su casa. No podía volver. Iba a ver a la familia una vez por año. De los curas, mi viejo hablaba barbaridades. Pero citaba en latín, recitaba fragmentos muy largos de la Biblia de memoria, y a mis hermanos y a mí siempre nos mandó a colegios parroquiales. A los diecinueve años, cuando le faltaban dos meses para consagrarse, mi viejo se arremangó la sotana, saltó el paredón y se escapó. No podía volver a la casa. La vieja lo mataba. Nos contó varias veces que lo primero que encontró fue una estación de tren donde pedían empleados para trabajar en las vías. Se anotó. A los seis meses era ayudante de jefe de estación. Mi viejo era un tipo muy capaz, muy disciplinado. Cuando yo nací ya estaba en la parte ejecutiva del Ferrocarril Urquiza y le salió un puesto en Buenos Aires. Se vino. Yo tenía menos de un año así que me crié en Villa Bosch y en Villa Devoto. Mi viejo se llamaba Remo Omar y me puso ese nombre. A él le decían “Remo” y a mí me dicen “Omar”. 
En casa, mi viejo se levantaba temprano todos los días y cuando nosotros, con mis hermanos, nos despertábamos ya teníamos los zapatos lustrados por él. Lustraba los zapatos de toda la familia. Los fines de semana se levantaba a la misma hora y limpiaba la casa. Los domingos, asado. Pero no para nosotros, para nosotros y para todos los vecinos de la cuadra. Hacía cerrar la calle. Ponía un patrullero de cada lado y organizaba partidos de fútbol. Se hizo famoso por eso. 
Entre Navidad y Reyes los catorce hijos se juntaban en la casa de mi abuela que era una manzana. Tenía veintiséis habitaciones. Por parte de mi viejo somos como cincuenta primos. Todos sus hermanos son familia numerosa. Como mi viejo trabajaba en el ferrocarril, íbamos en tren. Viví eso hasta los quince años. Cuando entré en la marina ya no fui más. Pero la familia grande es algo que queda. Hoy tengo dos ex esposas, cuatro hijas de mi primer matrimonio y una más de mi segundo matrimonio. Mariana Lorena, María Gabriela, Marina Daniela, María Celeste, y después vino Sofía. Y entre mis tres hijas mayores tienen ocho mujeres. O sea que hacé la cuenta. 
Mi viejo odiaba a los curas y a la marina. ¿Por qué? Porque cuando se escapó del seminario le tocó hacer la conscripción y estuvo dos años, o tres porque se mandó una... Había unos patachos que llevaban los presos a Ushuaia y a la vuelta traían madera. Uno se llamaba Santa Cruz, otro, el Chaco, eran barcos de carga, muy viejos. A él le tocó navegar en uno de esos. Parece que había un suboficial que los tenía mal y un día se metieron en el camarote y se lo vaciaron por el ojo de buey. Todo al agua, el colchón, la almohada, la ropa, todo al agua. Le dejaron el camarote pelado. Y los embocaron. Eso contaba mi viejo. Yo no sabía nada de la Armada. No tengo ningún familiar en la marina. Eso es bastante común. Tener un padre, un tío, alguien que está en la Armada y te cuenta y te lleva. Lo que yo quería era irme de mi casa. 
Se lo planteé a mi viejo. Y un día fuimos a la Avenida San Juan, creo, donde había una delegación. 
Al año siguiente yo empezaba cuarto año. Averiguamos todo. En ese momento para hacer la carrera de oficial había que tener el secundario aprobado. Así que empecé a ir a una academia que se llamaba Suárez de Deheza. Se cursaba de 19 a 23 horas. Me pasé todas las noches de ese año haciendo ejercicios de matemática. Y cuando ibas al examen te tomaban los mismos ejercicios con los mismos números. En algún punto era una preselección de la Armada. Quinto lo fui cursando libre ese mismo año. Hacía cuarto año, quinto año y la academia. Siempre fui al colegio Pío XII en Villa Bosch y el director era primo hermano de mi viejo, Bruno Dalavechia Busson. Él me ayudó. Mi abuela también. Estaba muy metida con la iglesia. Pero había un tema. Para entrar a la Armada te tenían que presentar dos oficiales superiores. En ese momento la marina era muy buscada. Y te tenían que presentar dos oficiales superiores. Esto es: un capitán de navío, un almirante o un contraalmirante. Si no, tu solicitud no corría. ¿Conocíamos a alguien? A nadie. Pero mi viejo aparte de trabajar en el ferrocarril tenía una empresa de camiones con dos o tres socios. Por esa empresa, conoce al hermano menor de Francisco Manrique, un capitán de navío retirado que después se dedicó a la política, llegó a ser ministro, candidato a presidente y uno de sus grandes aportes a la cultura argentina fue haber inventado el PRODE. Y ellos dos, los dos hermanos Manrique, fueron los que me presentaron. Dos caballeros. Así que venía muy bien recomendado. 
Me presenté a rendir el examen de ingreso en el año 66, a principios de enero del 66. Rendí, salí bien y el 20 de enero nos incorporamos. Rendimos dos mil quinientos y debo haber entrado entre los primeros veinte. Estaba bien preparado. 
Entrar en la Escuela Naval de Río Santiago, desde luego, me cambió la vida. La escuela funcionaba en una isla y, en ese momento, había que ir en ferry. Así que salía de la escuela los sábados a las cinco de la tarde. Me tomaba el ferry hasta la estación de Río Santiago de ahí a Constitución, dos horas de tren. A veces me iba a buscar mi viejo, y otras tomaba subte y tren. Esa noche salía con mis amigos. El domingo a última hora, el tren y otra vez a la escuela. La escuela naval es dura. Tenes una falta de libertad completa. Pero tampoco hay tiempo para pensar porque estás siempre al trote, siempre haciendo algo, siempre impecable, lustrando la espada, la hebilla del cinturón, los zapatos, afeitado al ras. Vas a formación perfecto y viene uno de cuarto año y te pisa, y atrás viene otro y te dice: “cadete, estos zapatos están sucios. Pierde un tren.” Perder un tren eran dos horas menos del fin de semana. Y te daba bronca. Aparte estudiábamos mucho. A la mañana temprano, tres minutos para estar listo. Y a clases. Al mediodía, el rancho. Media hora de descanso y empezaba la actividad física. A las cinco, de vuelta a clases. A la noche, apagaban la luz y a dormir. Y sí, se escuchaba a alguien llorar, cada tanto. Los tipos te tenían así, al trote, y te presentaban situaciones muy injustas para que reacciones. Era la forma de ir seleccionando los temperamentos más fuertes que después fuesen capaces de bancarse la que viniera. Había que tener orgullo, paciencia y coraje. 
En el segundo año de la Escuela Naval, año 1967, la primera vez que fui a Brasil para hacer prácticas de navegación, me tocó embarcarme en el crucero La Argentina. En ese momento, Ismael García era teniente de fragata y jefe de una unidad de armas submarinas. Antes de la guerra, García ya me había invitado a comer en su casa en Pampa y Libertador, frente a la estación de servicio. En viaje a Río de Janeiro participamos en varias competencias con los estadounidenses y ganamos una medalla por mejor tiro de torpedo. Yo era ayudante de García. A cada lugar se mandaba un cadete. Y a mí me tocó con García. Un tipo divino, un tipo bárbaro. Un temple, un trato humano. Cuando llegamos a Río de Janeiro, yo estaba formado al lado de él. Y el tipo empieza a divisar la silueta de las personas en el muelle y de golpe dice: “¿Mi mujer? ¿Qué hace mi mujer ahí?” Él a la mujer la había dejado en Puerto Belgrano. Pero estaba ahí, en el puerto militar de Río de Janeiro, toda de negro y con anteojos oscuros. Le venía a avisar que en esos quince días que García había estado navegando había fallecido su hija del medio. García tenía tres hijos. Un varón, Mariano, Florencia la más chica y la del medio que tenía siete, ocho años como mucho en ese momento. Y la mujer quería decírselo en persona. No quiso que nadie se lo dijera. A la nena le agarró una infección de no sé qué y se murió en una semana. Un golpe terrible... Y yo me pasé toda mi primera navegación con García. A ver, el tipo siguió navegando. ¿Se entiende el nivel de compromiso que tenía? Su mujer se volvió. Y a partir de ahí se generó una relación con García que, no quiero exagerar, pero la situación fue muy excepcional. Me adoptó como a un hijo, digamos. Siempre me buscaba, me daba consejos. Y la vida hizo que en el 82 yo terminara en la campaña antártica donde García era el comandante del Bahía Paraíso. Y, por supuesto, me ponía como oficial de guardia de noche, comía con él cada tanto, tenía algunas ventajas. 
García me enseñó que ser un buen tipo es fácil. Con un poco de demagogia ya está. Más cuando se conduce gente. Ser un tipo turro es mucho más fácil. Se hace lo que dice la ley, hay que cumplir esto, me importan nada las personas, y chau. Pero ser un tipo justo es algo imposible. Casi imposible. Y García era eso. García era un tipo justo. Uno no podía discutirle nada. A un tipo así no se le podía discutir nada.  

2. Los aviones


¿Mi vocación de vuelo? La primera división que se hace en la marina es los infantes que van por un lado y los de “cuerpo general” que van por otro. Es la división más importante que hay en la escuela naval. Los infantes desde muy chicos están todos juntos. Los contadores también tienen una formación aparte, distinta. Hacen un solo año de escuela naval. Y cuando terminás y volvés del viaje de la Fragata Libertad ahí tenés que elegir. Para ser aviador había que tener segundo año de guardiamarina. Te bajabas de la Fragata y tenías que hacer dos años de guardiamarina. Cuando ya eras teniente de corbeta, recién entonces ibas a la escuela de aviación. Pero con mi promoción, como faltaban aviadores navales, eso cambió. Terminabas el viaje y podías elegir. Recién en ese momento yo miré los aviones. Sin embargo, la historia es más personal. Yo a Marta, la que después fue mi primera mujer, la conocí en el barrio. Era hija de un coronel retirado del Ejército y nos conocimos de muy chicos. Cuando entré en la marina, el padre ya me empezó a mirar con otros ojos. Me acuerdo que a Marta la llevé a la primera fiesta de cadetes que se hizo en octubre del año de ingreso. Pero no pasaba nada. Era todo muy ingenuo. Siempre salíamos con el hermano. Otra época. Así que me fui a la Fragata Libertad y cuando estaba volviendo, empiezo a individualizar a la gente en el muelle, vi las dos familias juntas y pensé que algo jodido estaba pasando. No me equivocaba. Toqué puerto y lo único que quería era irme otros once meses más a navegar, a conocer el mundo. Yo quería lo que hizo el Brigadier Berrino, yo quería ser jefe de máquinas de un destructor. Me gustaban las máquinas.
Con la fragata aprendí muchísimo. En todo sentido. Aprendí del mar y de otras cosas. En Nueva York, me secuestró una mujer, una veterana de treinta y cinco años. Jamás conocí la ciudad. Fueron diez días encerrados. Hicimos cosas que yo no sabía que se podían hacer. El día que se iba la Fragata, llegué y ya habían subido la planchada. Estaba la banda sonando, tocando, todos despidiéndose, y el buque preparado ya para salir. Yo me bajé del auto de esa mujer en un estado lamentable. Así que me paré frente al buque, miré para arriba y lo vi al comandante, el gallego Vázquez Menditegui, que me miró, me miró a los ojos, serio, y tardó cinco segundos en hacer el gesto de que bajaran la planchada otra vez. Fueron cinco segundos muy largos.
Pero a lo que voy es que yo estaba apasionado por el mar, por las máquinas del buque, por lo que significaba navegar, viajar, conocer el mundo. Y ya en el muelle de vuelta me entero que nos casamos con Marta. ¿Cómo que nos casamos? Habían arreglado todo las familias. Marta me decía “como te conté en las treinta y cinco cartas que te escribí.” Y yo las cartas las tenía cerradas en la valija. No las había abierto. No había abierto ni una. No había tenido tiempo. Ni en puerto, ni mucho menos en navegación. ¿Qué cartas? Yo tenía veinte años recién cumplidos. Pasé una noche muy mala. No sabía qué hacer. Al otro día volví a la Fragata y nos empiezan a dar los destinos. Entonces preguntan: ¿hay algún voluntario para ser aviador naval? Pasan las condiciones. Un examen físico en el hospital naval, muy minucioso, tenés que estar perfecto. ¿Qué más? Segunda condición: hay que ser soltero. Y me nació una arrebatadora vocación. Llegué esa tarde a mi casa y avisé que mi amor siempre habían sido los aviones y que me iba dos años a la escuela de aviación naval. Tan desesperado estaba por no casarme que salí primero del curso.
El curso de aviación naval se hacía en Verónica, en Punta Indio, Provincia de Buenos Aires. Ahí estuve un año y medio, dos años. Ese año fue la última vez que se hizo con T28. Era de licencia francesa compartida con Estados Unidos, el avión de combate estrella de la guerra de Corea. Motor a explosión, un motor muy grande, que te daba mucha seguridad. Pero ese año hubo tres accidentes importantes. El primero fue el mío con Pertiné, el segundo fue de Miranda y el tercero, trágico, fue el de Pomo. Ya estaban llegando los Phoenix T 34 que después estuvieron en Malvinas.
Yo había terminado el curso. Una vez que terminás tenés que esperar que todos terminen. Pero para que te mantengas en actividad, una vez por semana, dos veces por semana, te ponen un vuelo. Así que un día salgo con Pertiné a hacer despegue instrumental. Basilio Pertiné después fue cuñado de De La Rúa, que estaba casado con Inés Pertiné. Para el vuelo por instrumentos el alumno va adelante, te bajás bien el asiento, hasta el fondo, y te tapás el parabrisas con la cortina negra. Entonces despegás y volás por instrumentos. El instructor pone el avión en la línea central de la pista, bien orientado. Y ahí hacés el despegue por instrumentos. Esa semana había llovido mucho en Punta Indio. Despegamos. Todo bien. Estamos alcanzando los mil pies, apenas mil pies, y siento una explosión. Con todo. Un cilindro saltó despedido para arriba agujereando el capot del avión y, por ese agujero, salía un chorro de fuego. Yo lo único que vi fue que de golpe todos los instrumentos se fueron a cero. Pertiné me grita: “¡lo tengo! ¡lo tengo!” Nos caíamos. No teníamos motor. Empezamos a bajar en la prolongación de la pista. Del golpe que pega el avión en el piso, el motor se separa y sigue para adelante hecho una bola de fuego. Y el fuselaje siguió también carreteando pero atrás. Recién habíamos despegado. Las alas venían llenas de combustible. El avión tenía unos blisters de ametralladora en las alas que se empezaron a enterrar en el barro. De golpe, el ala derecha se desprendió del fuselaje. Íbamos con la cabina abierta porque lo primero que hizo Pertiné fue hacer saltar la cabina, para poder salir. Entonces vimos cómo el ala llena de combustible pasó por arriba nuestro rociando todo de combustible. Los dos quedamos empapados en JP1. Hechos sopa. Y adelante iba el motor como una bola de fuego. No sé cuándo me bajé. Creo que me tiré con el avión todavía en movimiento. Y desde lejos lo vi a Pertiné en la cabina desvanecido. Volví. Lo sacudí: “¡señor! ¡señor!” Se le habían cortado los correajes y se había golpeado la cabeza contra el tablero. El tornillo que ajusta el visor oscuro del casco lo tenía clavado en la frente y en la cabeza, un golpe importante. Lo empiezo a sacudir, para que reaccione. Cuando abre los ojos, me pregunta: “escúcheme, ¿qué hacía el domingo mi suegra en mi casa?” Me quedé un segundo sorprendido. Estaba en otro mundo. Nos salvamos. Nunca supe qué le había pasado al motor.
A la semana siguiente, se le descabezó algo del motor a Miranda y aterrizó en la cancha de fútbol del Regimiento de Tanques de Magdalena. Los T28 eran aviones que ya estaban para retirarlos. Y ahí se mata Pomo. No sé cuánto tiempo después fue eso. Los instructores compiten. Se dicen: “yo...

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