
- 160 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El perfume de las flores de noche
Descripción del libro
«Si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no, rechazar las invitaciones.» ¿Por qué aceptar entonces la propuesta de pasar una noche en el museo Punta della Dogana?
A través del arte sutil de la digresión en la noche veneciana, Leila Slimani se adentra en el proceso creativo de su escritura, aborda los problemas de identidad y del pasado colonial, de moverse entre dos mundos, Oriente y Occidente, donde ella navega y se balancea, como las aguas de Venecia, ciudad cuyo sino es la belleza y la destrucción. Este libro es también un diálogo discreto, impregnado de una dulce melancolía, con su infancia en Marruecos, con su padre ya fallecido. «Escribir es jugar con el silencio, es confesar, de manera indirecta, unos secretos indecibles en la vida real.»
A través del arte sutil de la digresión en la noche veneciana, Leila Slimani se adentra en el proceso creativo de su escritura, aborda los problemas de identidad y del pasado colonial, de moverse entre dos mundos, Oriente y Occidente, donde ella navega y se balancea, como las aguas de Venecia, ciudad cuyo sino es la belleza y la destrucción. Este libro es también un diálogo discreto, impregnado de una dulce melancolía, con su infancia en Marruecos, con su padre ya fallecido. «Escribir es jugar con el silencio, es confesar, de manera indirecta, unos secretos indecibles en la vida real.»
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Biografías literariasVENECIA, ABRIL DE 2019
Además de no tener nada que contar sobre el arte contemporáneo, ¿qué podría decir sobre Venecia? ¿Hay algo más temible para un escritor que esos temas sobre los que parece que se ha dicho todo? («Evite los géneros demasiado corrientes, demasiado habituales; son los más difíciles, pues se necesita una fuerza enorme, una fuerza madura, para dar lo que uno posee como propio allí donde unas tradiciones brillantes y solventes se presentan en abundancia», recomienda Rainer Maria Rilke en sus Cartas a un joven poeta.) No puedo contentarme con celebrar la belleza de la ciudad, describir mi emoción, utilizar expresiones como «la Serenísima» o «la ciudad de los dogos». Imposible hablar de las aguas estancadas, la melancolía, el humor risueño de Goldoni, la belleza que brinda cada esquina. Podría citar a Thomas Mann, Philippe Sollers, Ezra Pound, Jean-Paul Sartre. Pero no me resolvería gran cosa. Escribir un alegato contra el turismo de masas, los transatlánticos que vierten cientos de visitantes en la laguna. Burlarme de la fealdad de los turistas, su vulgaridad, su espíritu gregario. El turista que se muestra como tal provoca siempre un sentimiento de rechazo. Contrariamente al dandi, que se siente orgulloso de su diferencia y cultiva una estética de los márgenes, el turista representa al ser inelegante por excelencia. Este tipo de individuo odia la imagen que da de sí mismo, quiere a toda costa que los transeúntes no lo confundan con los demás turistas. Quiere que lo tomen por lo que no es, es decir, por alguien del lugar, familiar al entorno, un autóctono. Quiere ocultar su sorpresa, que no se adivine que se ha extraviado o que es presa fácil para carteristas y demás estafadores. El turista es un personaje entrañable. Lo es aún más cuando intenta disimular la guía que lleva en la mano y que le promete revelarle la «Venecia secreta», «fuera de los caminos trillados». En su obra Le vain travail de voir divers pays, Valery Larbaud se burla amablemente de los turistas que se quedan en la superficie de las cosas, ajenos a la realidad de los países que recorren. «Ayer, dos señoras inglesas mayores que querían un helado no supieron pedir más que hielo, y creí que debía acudir en su ayuda. “They call it gelato. —Oh: jaylar-tow! Thank you very much.” Y a las viejecitas les sirvieron sus helados. Con esa ignorancia de la lengua italiana, el viaje seguramente tenga para ellas un carácter cinematográfico, una cinta que se desenrolla: paisajes, calles, gente, una vida de la que no forman parte.»
Aterrizo en Venecia por la tarde. El taxi acuático me deja enfrente del hotel Londra Palace, a unos pasos del puente de Los Suspiros. Son las siete, y en menos de dos horas estaré encerrada. Atravieso los barrios más turísticos de la ciudad. Me voy abriendo camino entre los grupos que están en la plaza de San Marcos. Venecia parece un decorado de cartón piedra, y no puedo evitar observar la fealdad de los escaparates, la tristeza de los restaurantes con menús a unos precios desorbitados. En una plaza, un hombre se dirige con amplios gestos a una pareja de holandeses y a sus hijos. Los turistas arrastran tras ellos pesadas maletas con ruedas, e intenta explicarles en un inglés chapurreado que están haciendo ruido y molestan a los vecinos del barrio. La señora holandesa acaba por entenderlo, y se lleva la mano a la boca indicando con un gesto a su marido que levante del suelo las maletas. Este obedece aunque de mala gana. Pues sí que son sensibles estos venecianos, parece pensar.
«Lo que me importa de verdad no son las ciudades ni los paisajes. En realidad, mi interés siempre se centra en los seres humanos. Para mí el espíritu de Florencia no se halla ni en la Galería de los Uffizi ni en los Jardines de Boboli, sino en una visión, la de una mujer inglesa o un zapatero toscano en una callejuela cerca de la Via Tornabuoni», escribe el novelista húngaro Sándor Márai en su Diario; y en eso coincido con él.
Recuerdo un viaje a Kioto, hace algunos años. En el barrio de Gion, los turistas acosaban a las geishas, las perseguían para hacerles fotos. Creo que ahora las autoridades de la ciudad han prohibido las fotografías en ese perímetro. Hace unos días en Barcelona, unas milicias antituristas llevaron a cabo acciones violentas. En los lugares emblemáticos del turismo mundial, comités de vecinos se rebelan contra la mercantilización de sus barrios, el sacrificio de su tranquilidad a los intereses financieros. En Venecia, más que en cualquier otra ciudad, uno se sorprende ante lo que Patrick Deville denomina «la desrealización del mundo, el rechazo de la historia y la geografía». El turista solo es un consumidor más que quiere hacer Venecia y llevarse de su viaje unos selfis tomados con la ayuda de un brazo extensible, donde la ciudad es un decorado en segundo plano. Estamos condenados a vivir en el imperio de lo igual, comer en unos restaurantes idénticos, recorrer las mismas tiendas en todos los continentes. En treinta años, la población de Venecia se ha reducido a la mitad. Los pisos se ofrecen en alquiler para viajeros de paso que alcanzan los veintiocho millones cada año. Por su parte, los venecianos están como los indios en una reserva, últimos testigos de un mundo que se muere ante sus ojos.
Camino en medio del gentío. Entiendo que me basta con estar aquí, con dejarme atrapar por el presente. Me siento feliz, sorprendentemente serena. He dejado de existir entre estas masas llegadas del mundo entero. Tengo la impresión de desaparecer, de disolverme en la multitud, y es una sensación deliciosa. En El pintor de la vida moderna, Baudelaire la describe a través de la figura de Constantin Guys, «un pintor muy viajero y muy cosmopolita». «La muchedumbre es su ámbito natural, como el aire es el del pájaro; y el agua, el del pez. Su pasión y su profesión son fundirse en la muchedumbre. Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, constituye un inmenso placer elegir domicilio entre la masa, lo ondulante, el movimiento, lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y, sin embargo, sentirse en ella en cualquier lugar; ver mundo, situarse en su centro y seguir oculto al mundo.»
En un viaje a la India, experimenté ese agudo interés por el presente, por estar ahí. Recuerdo que mis acompañantes no dejaban de preguntarme acerca de mis impresiones. Querían saber lo que sentía, lo que entendía del paisaje desplegado ante mí. ¿Qué me parecía la gente, me chocaba o estaba deslumbrada ante ese espectáculo tan diferente de mi día a día? Pero yo me quedaba callada. Incapaz de hacer comentarios —como esperaban de mí— sobre la miseria o la suciedad de las calles. Tal vez interpretaron que mi silencio denotaba torpeza o indiferencia. En algunos lugares, saturados de palabras, de significados, lugares donde te ves obligado a sentir determinada emoción, el silencio es la mejor escapatoria. Con ese ánimo, atravieso Venecia. Un sol rasante, de tonos anaranjados, da brillo a las fachadas de los palacios. Recorro la ciudad en silencio, en una actitud que convierto en experiencia puramente interior. Para apreciar su majestuosidad, no intento expresarla ni captarla con el aparato de fotos.
Tomo asiento en la terraza de un restaurante. Pido unas sardinas, pasta con calabaza, un escalope a la milanesa y almejas con ajo y perejil. Y una copa de vino tinto. Me gustaría iniciar una conversación con la camarera cuyos ojazos tristes están rodeados de ojeras moradas. Me gustaría contarle que me dispongo a que me encierren y que por una vez no tengo miedo. Lo que me asusta es el exterior. Lo que me asusta son los demás, la violencia, su agitación. Nunca me dio miedo la soledad. Y, de hecho, ¿qué puede asustarme en un museo desierto? ¿Un vigilante psicópata? ¿Unos fantasmas? ¡Qué más quisiera yo que se me aparecieran! Para un novelista, sería un sueño dialogar con los espíritus. Sería una suerte que unos espectros acudieran a murmurarme cosas al oído. En esta terraza donde empieza a refrescar, me imagino que esta noche la gente querida que ya no está entre nosotros se reunirá conmigo.
Camino por unas callejuelas estrechas y oscuras. Sobre mí, un cielo preñado de estrellas. En Venecia, la noche es opaca, y eso es una anomalía en estos tiempos en los que todo está iluminado, todo es transparente, en los que la preocupación por la seguridad prevalece sobre el encanto de unas calles sombrías. Hoy, las grandes ciudades están despojadas del cielo nocturno. En la terraza de un restaurante, unas parejas aprovechan la calidez de esta noche de abril. La Dogana no queda muy lejos. Solo oigo el ruido de mis zapatos sobre el pavimento y el de las olitas chocando contra los barcos amarrados. Soy una doncella que ingresa en un convento.
Toco en la puerta del museo. Espero un buen rato, quizá se han olvidado de mí o me he retrasado. Me dispongo a darme la vuelta cuando un hombre me abre. «Soy Leila. La escritora que va a dormir aquí.»
Se ríe. La situación le debe de resultar algo absurda. Me hace un gesto para que entre, y la pesada puerta se cierra tras de mí.
El vigilante me enseña rápidamente el museo. No habla francés, no hablo italiano, pero nos entendemos. A la derecha, me indica los lavabos; y a la izquierda, la cafetería y la tiendecita con numerosos libros sobre Venecia y el arte contemporáneo. Me entrega un folleto con el plano del museo.
Vista desde el cielo, la Aduana del Mar parece un buque rompehielos con la proa puntiaguda y su imponente superestructura, concebida en el siglo XVII por Giuseppe Benoni. Se diría que el edificio va a empezar a deslizarse sobre el agua, moverse, convertirse en barco, carabela o velero en manos de una tripulación nostálgica de aventuras. En el interior, se entremezcla lo antiguo con lo nuevo. Tadao Andō, el arquitecto japonés que dirigió la rehabilitación, optó por preservar los materiales originales. Los altos muros ocre, de traquita —piedra típica de las calles venecianas—, están cubiertos de salitre. La obra de albañilería corresponde a la técnica de scuci-cuci (coser/descoser), consistente en sustituir el ladrillo dañado por un ladrillo reciclado. Así, sobre estas paredes se mezclan de manera absolutamente indistinta el pasado y el presente, lo antiguo y lo moderno, las cicatrices y la juventud. La techumbre original también ha sido restaurada y perforada con claraboyas para dejar pasar la luz natural al museo. Sobre mí, una imponente armadura de madera.
El conjunto arquitectónico, con una superficie total de cinco mil metros cuadrados, ofrece una impresión austera, de vacío. En el interior de este triángulo isósceles de ciento cinco metros de lado, el espacio se divide en nueve naves de diez metros de ancho. Las piezas más imponentes están en el centro: una gran sala cuadrada con tabiques de hormigón, material muy apreciado por el arquitecto japonés. Imagino sin dificultad los tiempos en que servía de aduana para las mercancías llegadas por mar. Oigo el ruido al descargarlas, los gritos de los hombres que se dedican a pesar, controlar, embalar. Veo los barcos, las inmensas carabelas que atracan aquí, con el vientre lleno de especias, tejidos lujosos y productos exóticos. El edificio está vivo, corroído por la naturaleza, con los ladrillos cubiertos de sal. En algunas partes de la pared han crecido flores blancas. Es como si me sintiera en el vientre de un organismo vivo. Como si una ballena me hubiese tragado.
El vigilante me saca de mi ensoñación. Parece que tiene prisa en regresar al confort de su sala de control y me indica con un gesto que lo siga por la imponente escalera de hormigón. La rampa de vidrio continúa en una especie de pasarela, y llegamos al primer piso. Se distribuye en salas más pequeñas, la mayoría de ellas con una ventana desde donde se ven las aguas estancadas del canal. Han colocado mi cama en una sala donde están expuestas fotografías de la americana Berenice Abbott. Es una cama plegable cuyo color naranja recuerda el de las paredes.
El vigilante me lanza una mirada divertida. «¿Está bien?»
Asiento con la cabeza y repito: «Sí, grazie, grazie, muchas gracias».
«Buona notte», me dice antes de desaparecer.
He comido y bebido demasiado. Me he comportado de una manera absurda, atiborrándome como si temiera la falta de comida o me fuera a ausentar durante mucho tiempo. Tengo ganas de vomitar. El vino me ha dado sueño. El escalope a la milanesa ha sido realmente una mala idea. Me echo en la cama, estrecha e incómoda. Se supone que aquí debo dormir toda la noche, al igual que los bebés, como un angelito. Yo, que temía no pegar ojo, estoy adormilada. ¡Cuánto daría por fumarme un pitillo! Saco uno del paquete, un mechero del bolsillo y durante unos segundos solo pienso en eso. Se ha vuelto imposible fumar en las habitaciones de los hoteles del mundo entero. Las ventanas ya no se abren. En Asia, en Estados Unidos, dormí en habitaciones en pisos altísimos cuyas ventanas estaban marcadas con unas finas rayas para impedir la sensación de vértigo al mirar la interminable jungla de rascacielos y carreteras de varios carriles. Las vistas de esos horizontes negros de hollín son portentosas, pero es imposible respirar el aire del exterior. A veces, cuando estoy de viaje, intento algunos trucos. Entreabro el ventanuco del cuarto de baño, me encaramo sobre el inodoro o me arrodillo sobre el antepecho interior de alguna ventana. Saco el brazo fuera, tiendo los labios, y lo que debería ser un placer —culpable pero al fin y al cabo placer— se convierte en una acrobacia en la que me siento terriblemente ridícula. Una vez, en Zagreb, una mujer se quedó mirándome mientras yo fumaba en la ventana. Desde su casa en un piso bajo, llamó al marido y me señaló con el dedo. Los hijos se unieron a ellos y todos me miraban sin que yo entendiese el motivo. Durante los tres días que pasé en ese cuarto, cada vez que fumaba un pitillo, esa extraña familia reaparecía y se quedaba mirándome con desconfianza. Pensé escribir un relato sobre ello. Debí de apuntar esa idea en algún sitio y un día, en una libre...
Índice
- Cubierta
- Título
- Créditos
- París, diciembre de 2018
- Venecia, abril de 2019
- Títulos Cabaret Voltaire