Contra el diagnóstico
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Contra el diagnóstico

Desmontando la enfermedad mental

Marcos Obregón

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  1. 320 páginas
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Desmontando la enfermedad mental

Marcos Obregón

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El autor de este libro pasó de trabajar en el mundo editorial, dar clases de interpretación actoral y estar bien considerado, a ser bipolar, con vida de bipolar, con pensión de bipolar. Y ser mirado y tratado como bipolar; en algunos casos con desconfianza, en otros con paternalismo y casi siempre con recelo.Esta obra valiente y sincera cuenta cómo el sentimiento de ineptitud social, junto a la cronicidad de la medicación parecen el camino marcado para alguien que ha sufrido una crisis mental grave. Es fácil que el diagnóstico se confunda con la esencia de la persona y se reduzca a una receta cómoda para millones de personas. A un diagnóstico.Con el valor emocional de lo vivido, este libro resulta tan intenso que rehúye la posibilidad misma de redención. Pero de eso se trata. De afrontar la soledad, el desamparo, con ayuda ajena, hablando, compartiendo la angustia. No de describir patologías ni de marcar con dudosos diagnósticos, sino de comprender, si se puede, y de aliviar el sufrimiento. Nada que ver con la autoayuda ni con la negación radical de la medicación, pero tampoco con una biomedicina pautada, inflexible y despersonalizada.Solo la aceptación de la locura como parte del ser humano nos permitirá una mirada de ternura hacia los considerados locos, pero sobre todo hacia nosotros mismos.

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Información

Año
2022
ISBN
9788412473971
Edición
1
Categoría
Psicología

Terapias

Por qué te obsesionas con donar sangre
EL DÍA 24 DE NOVIEMBRE DE 2004 el doctor Maurici Longo apuntaba en sus notas:
Ha tenido un nuevo episodio de pérdida de consciencia y control. Nuevo episodio disociativo en el que ha perdido cerca de mil euros. El alcohol se vuelve a involucrar. Plan: hace falta que deje el alcohol por completo.
El episodio hacía referencia a la última noche que consumí alcohol. Una mañana que aparecí en casa con un ojo morado. Un día que borré de la memoria y que hace poco Ramon me relató. Desde entonces y hasta hace una semana no había vuelto a probarlo. Me encontraba con mi pareja y un amigo en la feria de la cerveza artesana Arde Lupulus en Lugo. Se habían acabado las existencias de cerveza sin alcohol. Primero probé una sidra y más tarde conocí a un cervecero que había creado una Radler para su novia, que tampoco bebía. Apenas se distinguía el alcohol y me tomé un par más.
Pero regresemos al día que señalaba Longo. Ese día se abría mi relación con la medicación psiquiátrica, que se prolongará quince años, hasta que después de incontables lances llegué a Miguel, mi psiquiatra actual. Él creyó que quizá ya bastaba de aletargantes. Que había desarrollado habilidades que derrocaban los efectos falsificadores de los neurolépticos y los antidepresivos.
No es mi intención demonizar el uso de la medicación ni desluciré los beneficios que aporta. Me gustaría que meditáramos juntos la implicación de estos lenitivos. No equivale a una medicación para el corazón por mucho que algunos profesionales lo vendan de este modo. No pasaría, si no, que una numerosa proporción de usuarios ocultan su consumo. El problema para mí reside en que se ha apostado todo a las pastillas. Me advertía Nacho, compañero de la asociación, que se había empezado a formular una pregunta que la suponía clave en su recuperación: «¿Qué hace la medicación por mí que podría hacer yo con mis propios recursos?».
Estoy allí,
en el No-lugar,
la locura
Cuando terminé por completo con la pauta psiquiátrica germinaron una gran cantidad de inquietudes que se habían desvanecido durante los últimos años. Años en los que permanecí en un No-lugar lindante al descrito por Princesa Inca. No es la locura entendida únicamente como esa zona trans que delineaba Àngels Vives, es el No-lugar sin-lugar otorgado a los que vuelven del No-lugar locura. Si había relegado una pretérita zozobra, mucho menos recordaba cómo combatirla. ¿Cómo podía sobrellevar los malestares nacientes? Pronto me di cuenta de que tales inquietudes poco tenían que ver con ningún trastorno sino con los propios fundamentos de la vida. La medicación no resuelve, disimula los síntomas. Insisto en que puede ser capital si hay una urgencia imperiosa de mitigar sufrimiento, pero con la vista en alcanzar la raíz de este. Para poder aproximarnos a ese planteamiento «hay que permitir que esos otros campos de la vida, los propios de cada uno, esas otras parcelas o mundos en los que uno habita, formen parte de lo que sirve para construir ciertos instrumentos con el fin de aproximarse al sufrimiento de una persona. E incluso para intervenirlo. Y para ello es necesario empezar en lo complejo, en lo diverso, en lo múltiple, en lo extraño», me explicaba Lu dejando entrever su posicionamiento como profesional y como Lu.
Recordé un programa que coordinó Martina, una estudiante de antropología italiana que vino a aterrizar en Nikosia. En aquella época yo llevaba pocos meses sin medicación y hablaba mucho con ella sobre las colisiones reales de esta. Pronto nos hicimos amigos. Busqué sin provecho en nuestra web el programa coordinado por ella que había consagrado a la salud, así que me decidí a recuperar la comunicación, algo descuidada con la pandemia y los cientos de kilómetros de separación: «Sí, lo sé. No está. No sé qué pasó, pero tengo una transcripción al italiano». Leí en ese texto cómo Nacho anticipaba las primeras pistas de esos otros campos de la vida desatendidos y anunciados por Lu: «Cuando se trata de bienestar creo que no se pueden despreciar algunos elementos fundamentales: tener una casa donde dormir, comida y relaciones afectivas. Y por supuesto contar con algo con lo que podamos realizarnos como personas: un pasatiempo, un trabajo o simplemente pasear y saborear el aire libre. Desafortunadamente no todo el mundo disfruta de ello. Al poner en juego la medicación psiquiátrica nos preguntamos si se tienen en cuenta estas necesidades fundamentales. Muchas veces no es así, se prescribe en exceso y la persona queda anulada. Esa anulación no permite advertir que todas estas diversas esferas siguen dañadas». Iremos viendo cuántas de esas esferas se desatienden con tal de asegurarse la doma de la locura.
Al paso de las reflexiones de Nacho, acudían a mí imágenes de una película maravillosa: Mones com la Becky, de Joaquim Jordà y Núria Villazán. Narra la experiencia de un grupo de internos de la Comunidad Terapéutica de Malgrat. En una secuencia de la película el filósofo Jorge Larrosa, mientras yerra por el laberinto de Horta, siembra una dialéctica sobre farmacología al preguntarse qué es vida. Curiosamente, nosotros hemos reducido a una sola palabra lo que para los griegos eran dos, Zoe y Bios: : «El problema con las técnicas agresivas psiquiátricas de intervención es que a veces matamos la vida para salvar la vida. Es decir, matamos una vida con sentido aunque duela y aunque dure poco, para crear una vida como supervivencia. Una vida donde esté ausente el dolor, pero donde está también ausente el sentido. La vida es vida genérica, vida de especie (…) Es un callejón sin salida: qué vida vale la pena vivir». «Muero porque no muero» lamentaba la poeta mística Santa Teresa de Jesús. Y «muero porque vivo» compendiaría esa existencia carente de significación. Esa decantación por la supervivencia es la responsable de que nos surtan todos los días de información de la incidencia acumulada desde hace dos años sin atender a cómo transcurren esas vidas. En octubre leía el titular de El País: «La epidemia que subyace tras la covid: los casos de depresión y ansiedad crecen más de un 25% en el mundo». Probablemente sean bastante más. Recordemos cómo el silencio y la falta de PCR para la melancolía auxilian el revestimiento de mucho sufrimiento psíquico. La periodista Jessica Mouzo explicaba: «La crisis sanitaria fue el caldo de cultivo perfecto para aflorar la mala salud mental: los encierros, la falta de interacción social, las muertes sin duelo, la incertidumbre ante un virus desconocido y la inestabilidad económica azuzaban el malestar emocional». La pregunta sobre qué consecuencias puede conllevar la intervención designada (confinamientos, distancia social) debería ponerse siempre encima de la mesa.
Después de repasar mis informes una y otra vez concluí que las personas que los redactaban no habían sido capaces de verme. Al menos no eran capaces de atisbar esa vida con sentido. Ni un atisbo de quién era yo. Me lo confirmaba Jon sin yo prevenirle: «Podrías ser tú o cualquier persona. Hay una metralleta de conceptos. Están hablando como si descubrieran cosas. Me he quedado angustiado. Y me estaba chafando tanto concepto. Y pienso en el profesional que se lee el anterior informe. Te llega el historial de una persona que tiene un diagnóstico tan largo y al final todo lo que tú hagas se va a asociar con eso. Todo lo que te pase aunque sean cosas normales, aunque tengas rabia porque en la vida se tiene rabia, aunque estés más apático porque en la vida hay momentos que estamos apáticos y desesperanzados, todo eso se ligará al diagnóstico».
Sí conozco médicos, psicólogos, enfermeros que ponen voluntad en abarcar la complejidad a la que hacía mención antes Lu. Pero mi familia y yo nos inclinamos por prestar oídos a los, en teoría, especialistas (el concepto de especialidad implica la parcelación del conocimiento, algo que en salud mental connota una drástica fragmentación a su vez del alma) en mi sufrimiento. Tal como dice Jon, todo lo asociábamos a ese nombre que me habían puesto. «Y para mí tú estabas muy mal, muy mal, muy mal. Entonces, ahora que lo sé, podía deberse a la medicación. Ahora sí que me doy cuenta de que si estabas así, un poco atontado, era por la medicación, no era por la enfermedad», apuntaba mi madre. También mi hermana hacía alusión: «Estabas en manos de los mejores psiquiatras en relación con el trastorno. Ahora todo lo vemos de otra manera, pero desde que sabemos que tú sin medicación puedes vivir».
No le faltaba razón, la perspectiva temporal agudiza nuestro discernimiento. Pero seguía sospechando que había algo que iba más allá del saber o no saber. Se trata de la fijación y rigidez de todo un mecanismo protocolario: brote, diagnóstico, medicación de por vida, circulación por el entramado sanitario, etcétera.
En una de las clases de posgrado, compartí con la psiquiatra Leticia Medeiros la consternación que suscitó cotejar el uso sistemático del «copia y pega» en mis informes. El psiquiatra copiaba las observaciones del documento preliminar y las pegaba en el vigente más lo anexado en ese día. El diagnóstico «tan largo» al que hacía alusión Jon. Toda una sucesión de palabras transmitidas de psiquiatra en psiquiatra. Leticia sonrió: «El día que tenemos problemas informáticos y el programa deja de funcionar nos vemos obligados a mirar a quien tenemos delante». ¿Se podría integrar este criterio como principio para una valoración más honesta?: mantener al margen el papel y apuntar luego la visita. Dista una cavidad infranqueable entre mi psiquiatra anotando mis pesares en el ordenador o con sus ojos puestos en los míos, en favor de esto último. Se vuelve a anteponer la burocracia a la persona.
Cuando terminé la pauta de psicofármacos quise recuperar antiguas costumbres. Había heredado de mi padre el hábito de donar sangre. Él estaba orgulloso de haber donado durante más de veinticinco años. Pregunté a mi médica de cabecera, que había coadyuvado en mi afianzamiento emocional mucho más que algunos de esos profesionales que no me sabían ver, si podía donar sangre de nuevo: «Claro, tu sangre es buena en principio ahora». Me lo anunció feliz. Meses antes, en cambio, sí desnudó su preocupación conmigo, pues en un control, el último año de reducción de dosis, descubrió que apenas quedaban restos de clozapina (un neuroléptico que tomé durante diez años) en mi sangre. «Estás con niveles homeopáticos», recuerdo que me advirtió algo asustada. La tranquilicé descubriéndole que era iniciativa de mi psiquiatra. El origen de la machacona suspicacia es el gran desconocimiento que hay en deshabituación de medicación porque se hace mal o simplemente no se contempla. En la mayoría de las ocasiones los afectados lo deliberan a escondidas de los profesionales, que normalmente se muestran reacios. Retornando a mi recuperación de condición de donante, me encontré en un paseo por mi barrio con una de esas unidades móviles. «Me gustaría donar sangre.» «¿Has dado antes?» «Sí.» Al entrar mi nombre vieron que estaba excluido de por vida. Me sorprendí. No me acordaba. Les expliqué el caso y me dijeron que mi médica de cabecera debía firmar una autorización y que la llevara al Banc de Sang i Teixits de Sant Pau. Así lo hice y allí me volvieron a negar la donación. Con formas poco afectuosas por parte del evaluador médico: «¿Por qué te obsesionas con donar sangre si no puedes?». La verdad es que hasta entonces no me había obsesionado pero después de la negativa y ese comentario sí lo empecé a hacer. Reviví la pena que le dio a mi padre cuando lo dejaron de llamar a los 65 años sin tan siquiera una oficinesca carta de agradecimiento por todos los años de filantropía. ¿Por qué no era buena mi sangre? Puse una queja al Banc de Sang. Unos dos meses después me llamaron, se disculparon y me garantizaron que estaba readmitido. Lo agradecí. A punto ya de colgar, volví a recibir otro comentario que corroboró la incapacidad dominante en salud mental. La misma doctora de las disculpas, amable y con buena voluntad, me preguntó si yo tendía más a la depresión o a la euforia. Sin que me diera tiempo a reaccionar, le respondí. Al colgar me pregunté: «¿Es más buena mi sangre si mi tendencia es una u otra?».
Este desconocimiento se fundamenta en la traducción de los procedimientos utilizados en enfermedades físicas a la salud mental: «Hay un problema gravísimo, que es el traslado de la lógica biomédica de cuando vas a operar un corazón, que implica una metodología, un protocolo, al ámbito de la mente. Y el ámbito de la mente es muchísimo más complejo, porque no es solo una cuestión orgánica. De hecho, no es una cuestión puramente orgánica: lo llaman enfermedad mental, pero la mente no existe. No hay un órgano, es todo ficción. Es un principio que falla por todos lados y, en cambio, se instala como una verdad». Martín cuestionaba esta verdad científica de nuevo, al igual que numerosos sanitarios con los que fui tropezando: «Es que nosotros no podemos ver lo que pasa ahí. Solo guiarnos por lo que nos contáis». Pero resulta que, como ya dije en el capítulo ‘Soledad’, nuestro colectivo está falto de escucha: no se atiende «a lo que contamos». He comprobado que se me hicieron varias tomografías, supongo que con el objetivo de concluir con la evidencia de error cerebral. Presiento que es precisamente esa obligación de rigor científico la que finiquitará el enfoque biologicista. En el libro Hablando claro, de Joanna Moncrieff, la autora ofrece numerosos ejemplos que evidencian la imposibilidad de alcanzar deducciones con la fidelidad que se obtiene en otras disciplinas médicas: «Ningún trastorno psiquiátrico ha sido indiscutiblemente vinculado a una alteración bioquímica concreta». Mi hermano presentaba una deducción que invita a la reflexión: «Pero es que realmente yo creo que tu caso era de libro». Hace referencia a los síntomas exteriorizados cuando estaba en pleno episodio. Me ha remitido a un razonamiento que me aportó el antropólogo Ángel Martín en una ocasión: «Nadie habla de apendicitis de libro, es la propia pobreza en la constatación científica de los diagnósticos mentales la que incita la expresión “un trastorno bipolar de libro”».
Es por esa razón que no utilizo la palabra «enfermedad». Como en cualquier otro ámbito, el léxico usado en salud mental está cargado de polémica. No deberíamos confundirnos con los problemas patológicos derivados de la neurología y localizados en un órgano. En mi caso he acogido «trastorno» con su resonancia etimológica como la más honesta. Trastorno denota la noción de «girar» y desplazarse a «otro lado». Representaría el término que mejor define lo que me sucedió. Un vuelco en la percepción. Es la única constancia atestiguada, la subjetiva, la que puedo relatar yo mismo, o quien me conoce. Incluso mi psiquiatra actual, el doctor Miguel Estero, me afirmó que él no podía evaluar las ganas que yo tuviera de comprar unas zapatillas como un claro síntoma de la activación de un episodio, porque no se había relacionado lo bastante conmigo como para deducir si se trataba de un comportamiento anómalo en mí o simplemente me dejaba incitar (como cientos de personas) por el consumismo. Esta subjetividad del diagnóstico provoca que todo quede al arbitrio del particular juicio de una persona. Un poder enorme teniendo en cuenta la alta posibilidad de que tal conclusión despoje también a la persona de la identidad que hasta entonces albergaba.
Ese es el cambio de prisma que comencé a intuir con el nuevo psiquiatra. Observaba a un ser humano, no una descripción sintomatológica. Si en él residía esa voluntad, la de distinguirme como ser humano, quizá podía apartar del pensamiento el calificativo que glorifica una serie de signos. Dejé constancia en el anterior capítulo de cómo el doctor Estero ya me reconoció en su primer informe más allá de cualquier síntoma: «Puede conectar rápido ya que nos conocíamos». No solo eso, sino que tras la deshabituación de la pauta un gran número de profesionales, en vista de las implicaciones que se derivaron, hubiera vuelto a medicar. Por un tiempo, estuve sin dormir, pues acogiéndome a la máxima de Nacho «¿qué hace la medicación por mí que podría hacer yo con mis propios recursos?», mi organismo había suprimido de su memoria cómo descansar sin pastillas. Subsistí casi un año con un sueño muy precario. Ya he dicho que además en mi cuerpo se despertaron cientos de emociones, lo sentía vivo. Todas estas ganas se podrían haber tomado como síntomas. La directriz en psiquiatría (quizá la de toda la humanidad) suele coincidir con la conveniencia. Mientras la persona está narcotizada, el psiquiatra (también la familia y personas cercanas) descansa tranquilo. Cuando Miguel vio los efectos que nacían de la deshabituación se puso alerta, pero confió en que podría manejar los despertares. «Los fármacos no reproducen simplemente estados emocionales ordinarios, sino estados característicamente alterados que varían de acuerdo con las propiedades farmacológicas de la sustancia concreta. Los medicamentos no son una forma sofisticada de mejorar el funcionamiento o de restaurarlo. Son simplemente drogas. Pueden convertir a una persona en alguien más rápida o más lenta, eufórica o disfórica. Pueden producir experiencias y sensaciones inusuales y por lo general desagradables. Pero no vuelven feliz a una persona desgraciada o normal a una persona perturbada. Pueden ser útiles porque, cuando alguien está sufriendo mucho, tal vez sea preferible estar en un estado inducido por el fármaco.» Son conclusiones de la psiquiatra Joanna Moncrieff. Yo quería experimentar mi infelicidad y anormalidad sin medicación (como el resto de los infelices y anormales que habitamos el orbe), creo que el mero acto ya me procuraba satisfacción. Estero renunció a la seguridad que le ofrecía el control químico con el objeto de regalarme un poquito de dignidad.
Quizá me he adelantado narrando el desenlace de mi experiencia farmacológica. Deberíamos retroceder unos años antes. En pleno apogeo del desgobierno, mi madre y todos los que disponían de au...

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