El barco faro
eBook - ePub

El barco faro

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Siegfried Lenz es, junto con Heinrich Böll y Günter Grass, el más reconocido autor literario alemán de la segunda mitad del siglo XX. "El barco faro", la novella que encabeza este soberbio volumen de relatos, es una de sus obras más míticas, nunca hasta ahora traducida al castellano. Han pasado nueve años desde el final de la segunda guerra mundial. Los tripulantes de un barco faro antiminas, anclado en el mar Báltico, se preparan para afrontar su última guardia. Pero en esa última noche, su paz se interrumpe. Freytag, el capitán del barco, permite subir a tres hombres cuya embarcación se ha averiado, y con ellos, un cargamento ilegal de armas. Los tres delincuentes, encabezados por un siniestro doctor de nombre Caspary, toman como rehenes a los tripulantes del barco faro. La tensión es palpable, sobre todo cuando sale a relucir un episodio poco honorable de Freytag durante la guerra.Obra alegórica sobre el bien y el mal, sobre el deber y la culpa, sobre las deudas del pasado, El barco faro es una de las cumbres de la narrativa alemana de posguerra, y una de las obras maestras de un autor fundamental de la literatura europea.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El barco faro de Siegfried Lenz, Belén Santana López en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788416542055
Edición
1
Categoría
Literatura

El barco faro

y otros relatos



Captura de pantalla 2015-06-08 a la(s) 16.41.23

Siegfried Lenz

Traducción del alemán a cargo de
Belén Santana



impedimentaebook

El barco faro

Estaban quietos, quietos y fondeados junto a los bancos de arena errantes. Desde hacía nueve años, desde la guerra, su barco estaba amarrado a la larga cadena del ancla, una colina rojo ardiente sobre la planicie apizarrada del mar, cubierta de conchas, poblada de algas; excepto los breves periodos que pasaba en el astillero permanecía allí, durante los veranos calurosos, cuando el Báltico estaba raso y deslumbrante y retenido, y todos los inviernos, cuando las olas impetuosas pasaban bajo el barco y los témpanos de hielo, al astillarse, arañaban todo el costado. Era un viejo barco faro en la reserva que habían vuelto a aparejar y botado después de la guerra, para advertir a los demás barcos de los bancos errantes y servir de orientación para sortear las minas.
Durante nueve años había colgado del mástil la bola negra que señalizaba la posición correcta, el haz intermitente de su luz giraba sobre la bahía alargada y la mar nocturna hasta alcanzar las islas, que se elevaban grises y planas sobre el horizonte, como la pala de un remo. Ahora los campos de minas se habían dragado, las aguas navegables se consideraban seguras, y dentro de quince días retirarían el viejo barco faro: era su última guardia.
La última guardia debía finalizar antes aún de las tormentas de invierno, que golpean el interior de la bahía con olas breves, impetuosas, socavan el acantilado limoso y dejan sobre la playa rasa una marca encostrada de algas, agujas de hielo y hierbas marinas aflechadas. Antes de que comiencen las tormentas, aquí, ante la bahía alargada, el Báltico está en calma; el oleaje es suave y cadencioso, el color del agua se vuelve endrino. Es buena época para la pesca: las espaldas atigradas de los bancos de caballas avanzan veloces a ras de superficie, el salmón enfila hacia la cucharilla y los bacalaos quedan atrapados en las mallas del arte de fondo, como si una escopeta los hubiese disparado. También entonces es el momento del cabotaje, de los motoveleros achatados, los majestuosos windjammer y las goletas de madera que, con la cubierta cargada de entibos o tablones cortados por última vez, bajan desde Finlandia y continúan hasta sus refugios de invierno. Antes de las tormentas, las aguas navegables que hay frente a la bahía alargada y entre las islas están repletas de ellos, y desde el barco faro ven pasar esa procesión pistoneante, oscilante, afanosa, hacia la seguridad oculta tras el horizonte; una vez desaparecida, llegan las gaviotas canas y los gaviones pesados, primero solos, luego en bandadas chillonas para revolear el barco faro, descansar sobre sus mástiles o bajar al agua, donde yace el reflejo rojizo del buque.
Cuando comenzó su última guardia, la mar estaba casi vacía de barcazas de madera oscilantes; solo alguna rezagada pasaba todavía a su lado, se quedaba enganchada en el horizonte, y desde el barco faro ya no veían más que los transbordadores blancos de trenes que, por las mañanas y por las tardes, desaparecían espumeantes tras las islas; los cargueros pesados y los pesqueros de borda ancha que pasaban junto a ellos, indiferentes.
Aquella mañana brumosa no se avistaba nada. El barco faro cabeceaba indolente, amarrado a la larga cadena del ancla; la corriente se acumulaba premiosa junto al casco y la mar mostraba un ligero resplandor verde, azufrado. Bajo el silbido vibrante de sus alas, una bandada de patos grises pasó junto al barco rasando el agua, en dirección a las islas. La cadena del ancla rozó el casco, crujió en los escobenes cuando el suave oleaje elevó el barco y se produjo un ruido, como si un escoplo sacara los clavos oxidados de una caja. El continuo oleaje golpeaba la popa. Un ancho rastro de espuma se extendía desde la bahía hacia el mar abierto, como una arteria blanquecina en la que flotaban encinas de mar, trozos de madera cubiertos de algas, hierbas, pedazos de corcho y una botella que danzaba arriba y abajo. Era la segunda mañana de su última guardia.
Cuando Freytag abrió la puerta del camarote, alzó la vista hacia la cofa del vigía. El hombre que la ocupaba no bajó los prismáticos; rotando lentamente, como si le hubiesen remachado los pies a cubierta, su tronco se giraba: solo giraba las caderas, sin mover los pies; Freytag supo que no pasaba nada y se adentró en la mañana brumosa. Era un hombre mayor, de cuello enjuto y rostro de piel tirante; sus ojos acuosos lagrimeaban sin cesar, como recordando un esfuerzo desesperado; aunque su cuerpo achaparrado estaba torcido, todavía delataba algo de la fuerza que un día albergó o aún albergaba. Sus dedos eran nudosos; su andar, estevado, como si de joven le hubiesen permitido cabalgar un tonel. Antes de convertirse en el capitán del barco faro, había mandado durante dieciséis años su propia nave en la línea irregular, bajando hacia el Levante; por entonces se acostumbró a andar con un cigarrillo en la boca, frío y a medio fumar, que dejaba junto al plato durante las comidas.
Apoyó la espalda contra la puerta del camarote; el cigarrillo se paseaba balanceándose entre las comisuras de los labios y él miró hacia las islas de enfrente, más allá del rastro de espuma que se extendía hacia el mar abierto, y luego hacia la boya de naufragio, junto a la que asomaban las perchas de un barco hundido en la guerra; y estando así, notó cómo se abría la puerta que tenía detrás; sin darse la vuelta se hizo a un lado, pues sabía que era el chico al que estaba esperando.
Freytag no había preguntado a nadie, no había solicitado ningún permiso; como capitán simplemente se había llevado al chico para que lo acompañara en la última guardia, fuera del hospital, donde Fred estaba ingresado por una intoxicación de mercurio. Freytag había visto a aquel muchacho pálido y espigado tendido en la cama, con mirada angustiosa y, tras hablar con el médico en el pasillo, había vuelto para decir a Fred:
—Mañana te vienes de guardia.
Y aunque el chico no quería regresar al barracón donde trabajaba soplando termómetros de vidrio, ni tampoco al barco de Freytag, ahora estaba a bordo y de guardia.
Fred dejó caer la puerta del camarote, que se cerró con un silbido, haciendo ventosa, y, de reojo, examinó al viejo con una mirada apremiante, hostil: jamás desde que tenía memoria había estado de manera distinta así de pie, junto a su padre; no lo hizo entonces, cuando le llegaba por el hombro, ni tampoco ahora que, desde arriba, veía el interior de su cuello suelto, donde nacía una franja de piel lisa, quemada, que se extendía por toda la espalda hasta la cintura.
Desde que supo lo ocurrido allá abajo, en el Levante —en la época en la que el viejo cubría la línea irregular y él todavía iba al colegio—, había terminado con él, sin que jamás hubiesen hablado de ello ni él hubiera tenido necesidad de hacerlo.
Estaban de pie, uno junto a otro, en silencio; se conocían demasiado bien como para que uno esperase algo del otro y, sin palabras, asintiendo parcamente con la cabeza, Freytag ordenó al chico que lo siguiera.
Uno tras otro escalaron la torre amarilla de la linterna y observaron el reflejo distorsionado de sus rostros sobre el vidrio duro, redondeado; miraron más allá del mar y bajaron la vista hacia la cubierta del barco, cuyos balances les parecieron más intensos allí arriba que abajo, y Fred observó cómo la pesada cadena colgante se sumergía en el agua, salpicando cada vez que el oleaje crecía. También vio al hombre que estaba de pie, en proa, junto a una graja de brillo negro, y oyó al viejo decir:
—Ese es Gombert. Todavía no se ha rendido: para Navidad quiere haber enseñado a hablar a la graja, y para Pascua se supone que recitará un salmo.
Fred no respondió; observó con indiferencia al hombre de proa, que hablaba entusiasmado al ave mientras esta permanecía encogida en cubierta con las alas recortadas, que colgaban inertes.
—Se llama Edith —dijo Freytag—. Edith von Laboe.
Después bajó, Fred tras él, y en silencio se dirigieron hacia el cuarto de la radio, donde encontraron ante el aparato a Philippi, un hombre pequeño y esmirriado que llevaba un jersey descolorido y los auriculares puestos; con una mano sujetaba un lápiz y con la otra se liaba un cigarrillo sobre la mesa.
—Está retransmitiendo la intensidad de la corriente —dijo Freyta...

Índice

  1. El barco faro