Amor de Artur
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Amor de Artur

Xosé Luis Méndez Ferrín, Moncha Fuentes, Xavier Rodríguez Baixeras, Enrique Redel Lozano

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Amor de Artur

Xosé Luis Méndez Ferrín, Moncha Fuentes, Xavier Rodríguez Baixeras, Enrique Redel Lozano

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X. L. Méndez Ferrín es, sin duda, el más importante escritor vivo en lengua gallega. Autor totémico, referente ineludible para nuevas generaciones de narradores, ha sido varias veces propuesto para el Premio Nobel de Literatura. Los cinco relatos recogidos en Amor de Artur, volumen de una hermosura feroz, tienen como fondo el país de Tagen Ata, territorio paradigmático y símbolo de la Galicia mítica. Cinco relatos bellísimos, de un encanto sutil, que van desde la alegoría fantástica del tema amoroso a la recreación del universo caballeresco bretón; de la caída al abismo de un juguete roto de la música rock a la remembranza de un verano inolvidable en que se trenzan, con maestría de orfebre, sagas míticas con sabor a sangre y venganza. Todo ello abordado desde una perspectiva singular y extraña, originalísima, innovadora y enigmática.

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Información

Año
2009
ISBN
9788416542093
Edición
1
Categoría
Letteratura

Amor de Artur

Y nuevos cuentos con Tagen Ata a lo lejos
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X. L. Méndez Ferrín

Traducción del gallego a cargo de
Moncha Fuentes y Xavier Rodríguez Baixeras


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Introducción

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Una literatura inaugural
por Constantino Bértolo


Entrar en la literatura de Xosé Luis Méndez Ferrín sólo exige la posesión de una inteligencia literaria libre, es decir, desatada de los tópicos, arquetipos y expectativas que los códigos literarios dominantes en lengua castellana han ido acumulando sobre las otras literaturas «hermanas» presentes y actuantes en ese espacio compartido ­—y compartimentado— al que todavía correspondemos, aunque con chirriar de bisagras, con el término España. Literaturas «hermanas» nos decimos, pero vividas y sentidas en realidad o como hermanas pequeñas, o como hermanastras, o como cenicientas sin traje ni derechos propios para entrar en el baile, apenas aceptadas salvo que se plieguen a la condición humilde, decorativa o servicial que toda dama de compañía debe reunir. Una disimetría radical que viene explicada por ese «efecto de sumisión» según el cual mientras los lectores en castellano «estamos obligados» a leer a Faulkner en traducciones, los autores gallegos, o vascos o catalanes, si quieren que los leamos, «están obligados» a ser traducidos al castellano. Lo peor de esta situación me parece que no es tanto la ignorancia que origina, por mucha que ésta sea, como la condescendencia con que el sistema literario y editorial español utiliza la desajustada interrelación para autodescribirse y autoafirmarse como único y prepotente amo y señor de un derecho de admisión frente al que aquellos que pretendan entrar en la fiesta deben demostrar de manera suficiente que saben «comportarse», mantener «las formas» y disponer de los convenientes atributos literarios y comerciales.
Quien abra la primera página de este libro y empiece a leer el extraordinario relato que da nombre al volumen —«Por el paseo de los grandes helechos, bordeado de dalias, avanzaba solitario el monarca de corazón lastimado. Todo el dolor del mundo mordía su garganta con fiereza de lince»—, comprobará por sí mismo que la escritura de este autor no necesita pedir permiso a nada ni a nadie para reclamar atención, porque esa voz de tono alto, bien sostenida por la cuidada traducción que se nos entrega, contundente en su expresión, inaugural en su registro, sorprende y nos enreda por lo inusual de su fuerza y por la solidez cálida de su decir. No es la primera vez que una editorial arriesgada ofrece la oportunidad de disfrutar, vía traducción, de la literatura de quien, sin duda alguna y desde hace décadas, ocupa un lugar central en la literatura gallega. Autor de algunos de los más sobresalientes poemarios escritos en nuestro ámbito geográfico —Con pólvora e magnolias (1977), Contra Maquieiro (2005)—, no ha disfrutado, en ocasiones anteriores, de la recepción necesaria para poder saltar por encima del rígido telón del centralismo literario. Podría argumentarse tal desencuentro atendiendo al clima de autosatisfacción bajo el que se paseaba la narrativa española en los años en que aquellos primeros intentos —Bretaña, Esmeraldina (1987), Amor de Artur (1982), Arraianos (1991)— tuvieron lugar: tiempos en que la llamada nueva narrativa española estaba encantada de haberse conocido y descubría los placeres de la «normalización», es decir, su disposición y diligencia para ponerse al servicio del lector como cliente ofertando narraciones pseudopolicíacas, evanescente memorialismo sentimentaloide, cursi neocostumbrismo más existencialero que existencial y profusas profundidades horizontales sobre la vida interior de unos personajes o narradores que descubren la dulce comodidad del escepticismo político, o el seductor cinismo del perdedor que comparte y otorga la adecuada dosis de buena conciencia a los recién instalados en los dividendos de la monarquía parlamentaria. Podría también argumentarse que, de modo inevitable, el desencuentro no hacía sino constatar una vez más que al nacionalismo cultural español lo único que le interesa de la literatura de sus colonias interiores es lo que éstas puedan aportar en plan etnografía regionalista más o menos pintoresca y predecible. Y podría, finalmente, interpretarse que el sistema editorial dominante, entregado a su vez a la normalización del mercado, se mostraba incapaz de asumir la tarea de apostar a medio o largo plazo por una literatura que requiriera perseverancia para que su recepción alcanzase el arraigo necesario hasta que su estatura se hiciese visible en medio del campo de cizañas y best-sellers.
Aunque las relaciones entre las distintas literaturas que conforman nuestro mercado común literario (más mercado que común) siguen siendo tan asimétricas como entonces por mucho que se venga hablando de la España plural o similares, cabe pensar que la iniciativa de reeditar Amor de Artur, además de premiar el buen criterio literario de los responsables de la editorial que la lleva acabo, refleja cambios en las condiciones de recepción que sin duda pueden facilitar ahora la entrada y asentamiento en el espacio literario de Méndez Ferrín y sus obras. La irrupción de un número significativo de editoriales independientes, entre las que Impedimenta destaca por su dinamismo a la hora de proponer nuevas vetas o de rescatar antiguas absurdamente arrinconadas, es buena prueba de que el horizonte de expectativas de muchos castellanolectores se ha ampliado y que al menos una minoría suficiente demanda unas exigencias de calidad que hasta el momento no se estaban propiciando. Expectativas que, en el caso de Ferrín, difícilmente se verán defraudadas.
Desde la edición de sus primeros poemas y relatos, Voces na néboa (1957), Percival e outras historias (1958), la literatura de Méndez Ferrín fue construyéndose, despaciosamente, alrededor de unas características un tanto paradójicas: sin renunciar a una escritura civil, fuertemente imbricada en una propuesta política de independentismo de raíz marxista, su lenguaje, sus tonos, tropos, motivos y sintaxis mostraban un acomodo formal más coincidente con lo que denominaríamos alta escritura que con lo que hasta entonces se venía identificando con la mimesis del compromiso social; sin abandonar la construcción cultural con que los primeros escritores del Rexurdimento levantaron una imagen cultural gallega anclada en una mitología de estirpe celta, Ferrín remitifica novedosamente un territorio, Tagen Ata, en el que lo popular convive con lo clásico y en el que las lecciones de las vanguardias de entreguerras, Kafka o el «nouveau roman», se entreveran con el impulso lírico de Pondal, la conciencia fundacional de Otero Pedrayo o el libertinaje fabulador de Álvaro Cunqueiro. Las comparaciones son odiosas pero cabe decir que cuando la narrativa en lengua castellana estaba descubriendo a Chandler como paradigma de la narratividad, Ferrín ya caminaba por sendas parejas a las que tomaban las narrativas de Don DeLillo o Thomas Pynchon.
Amor de Artur, compuesto por cinco relatos en los que el territorio fundacional y alegórico de Tagen Ata se hace presente desde muy distintos ángulos temáticos o temporales, constituye una excelente embajada literaria para adentrarse en la obra de Ferrín. Los lectores se encontrarán con un espacio literario donde, con materiales aparentemente arcaicos o tradicionales, se construye un presagio de futuro que ajusta cuentas con una historia de opresión que ha usurpado toda una memoria colectiva, secuestrado una lengua y negado la posesión de su presente a una comunidad obligada a refundar sus orígenes para emancipar su destino. El propio autor ve su obra como «una cierta literatura nostálgica y materialista, encaminada hacia un futuro nuestro, de pólvora y cristales rotos». Pero el aire de nostalgia no debe engañarnos: no se trata de una nostalgia del pasado sino de una añoranza que se transita en combate por otro devenir, libre, razonable y propio. De ahí que sus referencias al tiempo artúrico se correspondan más con la constitución de una promesa de liberación que con el neodecadentismo de Cunqueiro o con la herida romántica de Pondal, aun sin renunciar, literariamente, a sus herencias. A propósito precisamente de este último, habla Ferrín de un rasgo, el distanciamiento vaticinante, que bien cabe aplicar a su propia obra. En el tono de su escritura reverberan los ecos y texturas de un oráculo que el pulso del escritor refuerza a través de la reiteración ritual, la aliteración de timbre lírico, la sintaxis narrativa en espiral, el uso malicioso de la intertextualidad o la hipérbole expresiva como desprendimiento épico, sin que tales cualidades sofoquen el tacto de un habla popular que salta desde su condición de lengua oprimida hasta las alturas de una literatura gozosa, feraz y plena.
Desde hace años y desde muy distintas instancias culturales gallegas se viene reclamando la candidatura de Méndez Ferrín para el Premio Nobel de Literatura. A estas alturas bien sabemos que el tráfico de premios no responde la mayoría de las veces a cuestiones de mérito o excelencia, lo que no es óbice para demandar que el magisterio cívico y literario de este autor, indisolublemente fusionados en su caso, obtenga el reconocimiento que tal premio representa. No me cabe la menor duda de que los nuevos lectores de Ferrín que esta reedición encuentre sabrán compartir la necesidad de que su obra alcance el lugar y la difusión que su alta literatura reclama. Mientras tanto démonos sus lectores por premiados con la oportunidad que esta iniciativa editorial nos concede. Pocas veces el retorno imprescindible de un autor se nos manifiesta como algo tan absolutamente evidente.


Constantino Bértolo







Amor de Artur

Y nuevos cuentos con Tagen Ata a lo lejos



A Edelmiro Domínguez Dapena
Arturo Estévez
Xosé Luis Nieto Pereira
Xosé Cide Cabido
Antón Arias Curto
Francisco Atanez Gómez,
presos políticos de «Galicia Ceibe» (OLN)

A todos aquellos que continúan en la lucha.

Amor de Artur

I

Rey Artur supo, por la boca mesturera de Galván, que Ginebra le era infiel con Lanzarote.
Por el paseo de los grandes helechos, bordeado de dalias, avanzaba solitario el monarca de corazón lastimado. Todo el dolor del mundo mordía su garganta con fiereza de lince. Al final del parque, con gesto torvo, la torre sombría de la Dolorosa Guarda erguía sus adarves contra un cielo de plomo en el que giraba un ejército de pequeños diablos o vencejos chillones. Noble el rostro descompuesto, globos marrones y azules bajo la mirada, rey Artur lloró con lágrimas de fuego, y los gemidos le encanecían de saliva los bigotes y la barba. ¡Ginebra, Lanzarote! Ella había sido la bien amada, la única, la gaviota del amanecer lluvioso, la piel cegadora de nieve ardiente, la seguridad pétrea de los estados, el azafrán de las comidas de ceremonia, cendal de Persia en la fuente abrasada de los estíos, noches de celo de los venados junto al pabellón de caza apagando los otros gritos de amor de bronce señorial entre doseles y pieles de nutria, y el cuerpo desnudo de ella renovándose en el lecho con el movimiento incesante y diverso de las cascadas. Él, Lanzarote, el macho cabrío repleto de gracia en los combates y un tizón encendido en cada ojo, la fiel presencia armada y repetida no sabe Artur desde cuándo, y le parece que desde siempre, en cada solana, en cada puerta, al pie de todas las escaleras, en el triunfo de todos los torneos; la fuerza de la edad en la que el caballero recibe la cumbre de los atributos solares, en la que las potencias marciales se simplifican y las victorias se acercan al héroe con el ademán sumiso de la corza de pie blanco, cifra del amor sin límites del que sirve y tiene honor.
Consumada y conocida la traición, apurado el dolor hasta el último fondo en el que navegan oscuras dudas y disculpas deseadas, rey Artur sólo ansía, derrumbado en la tarde, recuperar, recuperar la piel de Ginebra, volverla hacia sí, descubrir de nuevo el calor de las horas pasadas y líquidos grumosos de deseos satisfechos y de ensueños acoplados en los atardeceres de la gloria y de los floridos banquetes, que Ginebra, garza, grulla, galana, vuelva, y que Lanzarote no regrese jamás de Armórica si no es para recibir el deshonor de manos de rey Artur, que llora de nuevo por el paseo de los helechos mientras llama a voces a Galván, pues parten hacia el monasterio viejo de Dodro, en el que Ginebra está cautiva y tal vez alcanzó el arrepentimiento.

II

Estaba tachonado de luces el cielo de verano en Dodro. El Can, la Osa Mayor, el Carro, alentaban un vaho pálido y ardiente. La luna llena, en sus inicios, había sido un globo de fuego tras la sierra de Sangres. Ahora se alzaba completa como una moneda, dispensadora de frío y de deseos plurales.
Una celda estricta en la que la austeridad no impide que una toca de seda, recamada de esmeraldas y montada en anillas de oro, cuelgue de un gancho de herrero, percha tosca en el revés de la puerta de castaño pulido: allí yace Ginebra.
El claro de luna iluminó las sienes de la Reina. Artur le pide, muy firme, con palabras solemnes, su vuelta al tálamo, al gobierno de las casas reales. En la mente de Ginebra se compone un no rúnico, una negativa pétrea, un rechazo granado en guijarros rotos e hirientes. Por entre unas luces blancas acechan lirios como algas oscuras, las voces de las peñas negras de los cantiles de invierno. Doña Ginebra se niega, decidida, a regresar al lado del gran Rey total, al lado del amor de fronda y de roble antiguo. Ladina, la desgraciada dama escupe insultos hirsutos, gotitas de veneno, propuestas armadas de pullas que a rey Artur aguijonean. Que a rey Artur colocan en marcha, en posición de partida, y que, finalmente, precipitan hacia la puerta. Poliédrica, la noción de la incuria más absoluta se estrella en los labios de Ginebra y rompe en luces mil como de odio o de cierta insania, y el lucerío bate en el pecho de rey Artur, espantado. Estrechas, minas de repulsión le nacen en las partes bajas a la reina infiel y no es Lanzarote y realmente no se trata de Lanzarote; Lanzarote no entra en esta charca de dolor y desgarramiento, sino que rey Artur no comprende, rey Artur está tan lejos administrando las palabras y los jabalíes de Bretaña, que no comprende, y estrellas cortantes se rompen en artilugios de ira estricta que desprecian el presente y que sitúan a rey Artur en las distancias. Sobre Ginebra, entonces, se precipitan pájaros internos de codicia y de rabia. Porquerías, andrajos la ensombrecen en la dilatada sombra y ecos de Dodro Vello y la conducen al alarido. Se descomponen los hábitos de la reina reclusa. Rasga las vestes con uñas de grafito puntual. La sangre le mana en surcos por las tetas de ámbar. Vuela, como una piedra de intención asesina, la toca real contra la cabeza de Artur, que, en aquel instante, desconoce a Ginebra, recobra su miseria y abandona la celda a un trote manso, y encogido de horror.
El monasterio de Dodro Vello —sepulcros, cánticos, encuentros de seda y de sombra— era un animal subterráneo: erizado de bóvedas con crestería descompuesta; en él habitaban lujuria y aislamiento, y todo hablaba por la voz de la reina Ginebra, allí cautiva, mientras Artur, enloquecido, picaba espuelas entre paños de luna llena.

III

La compañía había levantado sus pabellones y encendido fuego al mando de Galván, en un claro del bosque, a la orilla del río Esmeralda, que corre al pie del monte Sangres, en cuyas faldas se asienta el monasterio de Dodro Vello.
Junto a las hogueras, la hueste juega a la taba y paladea lentos tragos de aguamiel. Cuando el Rey se deja ver entre la niebla, bocas viscosas murmuran la consigna, aúllan y hacen cantar al metal sordo de las armas. Galván alza el tapiz de la tienda principal. Rey Artur entra, despidiendo a su caballero con un gesto impreciso.
Ya solo, en la penumbra, voces lejanas de hombres en un canto ronco y constante, no comprende rey Artur la razón de su inmenso dolor. El porqué, la continua pregunta le golpea sin cesar. Las risas de los soldados le disgustan y enervan. Ginebra, pese a estar prisionera, desdeña volver a su lado. Artur recorre la tienda de punta a punta. Piensa que sólo Merlín podrá confortar su corazón ultrajado con una sentencia cargada de sentido y de consuelo.
Es la hora en la que surge el lucero y en la que los ojos insomnes escuecen, anunciando el alba. Rey Artur ha resuelto viajar en busca de Merlín. Con grandes voces llama a Galván, que acude veloz y sumiso. Luego recorre, éste, el real, montado y armado, alertando a las mesnadas con un acento de tormenta. Aullidos quiebran los albores y chocar de armas y relinchos ensordecen los oídos. Más que desmontarse, se derriban las tiendas. Ojos pitarrosos y borrachos confunden riendas, gualdrapas y jireles; caen jaeces por el suelo y huecas resuenan las lorigas contra escudos, yelmos, cascos, roeles, antes de ser recobradas y, de cualquier manera, vestirlas sobre las camisas y ser cubiertas con los briales en los que luce la gloria del Graal. Apellida Galván. Rey Artur, inquieto, se acaricia la barba con gesto repetido. Alguna acémila huye por las márgenes del río Esmeralda, perseguida por un mozo rubio, de ojos asustados, al que la n...

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