LA TORRE DE ÉBANO
… Et par forez longues et lees
Par leus estranges et sauvages
Et passa mainz felons passages
Et maint peril et maint destroit
Tant qu’il vint au santier tot droit…
CHRÉTIEN DE TROYES, YVAIN
David llegó a Coëtminais por la tarde, tras haber aterrizado en Cherbourg el día anterior y conducir hasta Avranches, donde había pasado la noche del martes. Esto le había permitido disfrutar del trayecto que le quedaba hasta llegar a su destino final. Durante el camino, alcanzó a distinguir la imagen remota y de ensueño del espectacular Monte Saint-Michel y su aguja, dio un tranquilo paseo por Saint-Malo y Dinan y, finalmente, puso rumbo al sur atravesando la campiña cambiante, envuelta en ese fantástico clima de septiembre. Apreció de inmediato los paisajes tranquilos y, a su modo, narcisistas, de huertos y cultivos, con nítidas lindes y árboles podados, que exhalaban una suerte de fertilidad apagada. En un par de ocasiones, detuvo el coche para dejar constancia en su cuaderno, en forma de líneas paralelas de acuarela acompañadas de notas explicativas a lápiz escritas con su excelente caligrafía, de combinaciones particularmente agradables de tonos y profundidad. Aunque dichos apuntes verbales remitían a su origen formal —una franja de color estaba vinculada con un campo, una pared iluminada por el sol o una colina lejana—, no dibujó nada en concreto. También apuntó la fecha, la hora del día y el tiempo que hacía antes de seguir conduciendo.
Se sentía un poco culpable por estar disfrutando tanto al encontrarse tan inesperadamente solo, sin Beth, a pesar de todo el revuelo que él mismo había armado. Pero el día, la sensación de descubrimiento y, por supuesto, la absoluta certeza de que el motivo de aquel viaje, intimidante y placentero a un tiempo, le aguardaba un poco más adelante conspiraban entre sí para transmitirle la grata ilusión de libertad de la soltería. Los kilómetros finales a través del bosque de Paimpont, uno de los últimos grandes reductos de la otrora boscosa Bretaña, eran preciosos a la par que increíblemente rectos. Se trataba de una intrincada red de carreteras secundarias verdeantes y sombrías, salpicada de cuando en cuando por senderos estrechos y soleados que atravesaban bosques de árboles infinitos. Algunos elementos de la etapa más reciente y celebrada del viejo encajaron de inmediato. Por más que uno leyese y sacara deducciones inteligentes, nada podría suplantar jamás la importancia de la experiencia directa. Mucho antes de llegar, David supo que aquel viaje no sería en balde.
Tras girar en una pista forestal aún más pequeña, una voie communale desierta, se encontró, un kilómetro y medio más adelante, con el letrero prometido, Manoir de Coëtminais. Chemin privé, y también con una cancela blanca, que tuvo que abrir y cerrar a su paso. Apenas ochocientos metros después, justo antes de que los árboles dejasen paso a la luz del sol y a un huerto herboso, una segunda cancela lo obligó a frenar en seco. En el tablón superior había otro letrero, que le hizo sonreír para sus adentros. En este, bajo las palabras Chien méchant, se leía, en su idioma: Absolutamente prohibido el paso a visitas, salvo cita previa. Y, para confirmar que el letrero no debía tomarse a la ligera, la puerta, como pudo comprobar, estaba cerrada con candado por dentro. Se les debía de haber olvidado que llegaba esa tarde. Durante unos segundos se sintió completamente desconcertado; confiaba en que aquel viejo demonio se acordara de su visita. Allí se quedó, sumido en la sombra profunda, observando el otro lado, bañado por el sol. Pero no, no se le podía haber olvidado, pues el propio David le había enviado una nota recordándoselo, y dándole las gracias de antemano, la semana anterior. Desde alguna rama de uno de los árboles que crecían a su espalda, un pájaro lanzó un curioso reclamo trisílabo que sonó a flauta de hojalata desafinada. Miró en derredor, pero no alcanzó a verlo. No era inglés y, por algún curioso mecanismo, eso le recordó a David que él sí lo era. Hubiera o no perro guardián, no podía… Entonces volvió al coche, apagó el motor y cerró las puertas. Luego se acercó a la cancela y la saltó.
Siguió avanzando por el camino y atravesó el huerto, en cuyos viejos árboles se acumulaban las manzanas de sidra verdes y rojas. Ni rastro del perro, ni un solo ladrido. La manoir, que se erigía en un claro bañado por el sol, entre un mar de enormes robles y hayas, no se parecía en absoluto a lo que había esperado, quizá porque sabía muy poco francés —apenas había salido de París— y había traducido la palabra, tanto visual como verbalmente, pensando en una casa solariega inglesa: manor-house. En realidad, por su actual aspecto se diría que se trataba de una granja que había conocido tiempos mejores. La fachada de escayola ocre pálido, con un gran enrejado de vigas rojizas y postigos marrón oscuro a modo de contrapunto, no resultaba muy aristocrática que digamos. Hacia el este, una pequeña ala en ángulo recto parecía más moderna. Sin embargo, el conjunto tenía cierto encanto. Era antiguo, compacto y cálido, y transmitía solidez. Solo que, a juzgar por el nombre, él se había esperado algo más majestuoso.
Frente a la fachada sur de la casa se extendía un gran patio de grava. Había geranios a los pies de la pared, dos viejos rosales trepadores que subían por la fachada y varias palomas blancas en el tejado. Todos los postigos permanecían cerrados, la casa estaba dormida. Pero la puerta principal, presidida por un blasón de piedra cuyos detalles habían sido borrados por el tiempo y peculiarmente situada hacia el lado oeste de la fachada, estaba abierta de par en par. David cruzó el camino de grava con cautela y se dirigió hacia ella. No encontró aldaba alguna, ni rastro de un timbre, pero tampoco, gracias a Dios, del perro con el que le había amenazado el letrero. Desde allí, atisbó un vestíbulo con suelo de baldosas, y una mesa de roble junto a una antigua escalera de madera, con desgastados y retorcidos balaustres de aspecto medieval, que conducía al piso de arriba. En el extremo más alejado de la casa, una segunda puerta abierta enmarcaba un jardín bañado por el sol. Sabedor de que llegaba más temprano de lo acordado, titubeó antes de golpear la maciza puerta principal con los nudillos. Al cabo de unos segundos, percatándose de la inutilidad de ese tenue sonido, cruzó el umbral. A su derecha se abría una suerte de galería que debía de hacer las veces de sala de estar. Se habían tirado los viejos tabiques, pero las vigas negras, que destacaban contra las paredes blancas con una osadía como de esqueleto, se habían conservado. El efecto era ligeramente Tudor, mucho más inglés que el exterior. Se trataba de una sala preciosa y amplia, pero densa, pues proliferaban en ella multitud de muebles clásicos de madera tallada, cuencos con flores y, al fondo, había también un grupo de sillones y dos sofás, además de las antiguas alfombras rosas y rojas y, cómo no, el arte… Salvo por el hecho de haber podido entrar allí tan campante, sabiendo como sabía que el viejo tenía, además de sus propias obras, una pequeña y distinguida colección, David no estaba en absoluto sorprendido. Distinguía las obras de algún pintor famoso, como Ensor o Marquet… El paisaje al fondo debía de ser, sin duda, un sensacional Derain, y encima de la chimenea…
Sin embargo, él aún tenía que anunciarse. Atravesó el suelo de piedra y pasó junto a la escalera para salir por la puerta del otro extremo del vestíbulo, que daba a un amplio jardín de césped con parterres, cúmulos de arbustos y árboles ornamentales. Este estaba resguardado, al norte, ...