1
Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres. Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venido a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente. Al menos ellos se habían tomado la molestia de subir. A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios.
Dejé que sufriera casi una hora; observé que al principio se mostraba irritada, caminaba arriba y abajo a lo largo de la valla, luego se quedó inmóvil, a punto de echarse a llorar, como alguien con quien se hubiera cometido una injusticia.
Tampoco entonces bajé. Pegué la cara al cristal y permanecí así, contemplándola, hasta que salieron todos los chicos: incluso Mars, con su silla de ruedas, incluso los huérfanos, a los que tras la puerta esperaban las drogas y los hospicios.
Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano. Estaba con sus padres, que lo habrían vendido por sus órganos en un abrir y cerrar de ojos si no les hubieran importado los comentarios de la gente. La madre de Jim, guapa y nacarada, lanzó una larga carcajada con la barbilla levantada y el pelo arreglado en tres capas. Rieron también nuestra tutora psicótica y el profe de Matemáticas, y la directora… La única persona normal de la escuela. De hecho, nos echamos a reír todos, porque había sido un chiste muy bueno. No era necesario fingir cuando estábamos solo nosotros.
Además, el último día de clase los profesores se habrían reído de cualquier cosa con tal de vernos marchar. Si no para siempre, sí al menos para el verano; entretanto, la mitad de ellos intentaría encontrar otro trabajo. Algunos lo conseguían y se les perdía la pista. Otros, sin embargo, menos afortunados, se veían obligados a regresar cada otoño con los mismos alumnos diabólicos a los que detestaban y temían. Despegué la cara de la ventana como una pegatina desgastada. Era, por fin, libre, pero mi futuro tenía algo de la solemnidad de un cementerio engalanado.
Empecé a descender lentamente las escaleras. En el segundo piso, junto al despacho de la psiquiatra, me detuve y garrapateé con las llaves, en la pared, «Puta». Si me hubiera visto alguien, le habría dicho que era mi agradecimiento por todos aquellos años de terapia. Pero los pasillos estaban desiertos, como después de un terremoto. En nuestra escuela no aguantaban ni las infecciones.
En la planta baja, como una mierda de perro, estaba Kalo —mi segundo mejor amigo—, que fumaba un cigarrillo a la espera de una tía lejana que tenía que llevárselo a su casa una semana. La madre de Kalo se había ido a España para dar masajes a un oligarca ruso —esta era su versión, por supuesto—. Salvo Kalo, todos sabían a qué se dedicaba su madre, pero se lo callaban porque era un chaval majo. Y lo era. Retrasado, pero majo.
Le pregunté si sabía qué iba a hacer después de estar con su tía y antes de que nos fuéramos a Ámsterdam, pero me dijo que no iba a hacer nada. Como todos nosotros, por otra parte. Las nonadas no iban a hacer nada. Durante los años que pasé en esa escuela, no escuché a ningún compañero presumir de unas vacaciones, como si, además de estar locos, fuéramos también unos leprosos. Ya teníamos suficiente con que nos dejaran pasar los veranos sin correa ni bozal. ¿Para qué íbamos a gastar en unas vacaciones? Sentí asco de Kalo, de Jim, de mí mismo. Éramos unos despojos humanos —pólipos y quistes, y encima extirpados—, pero teníamos las pretensiones de unos riñones y un corazón. Siempre me ha gustado la anatomía. Me viene, seguramente, de mi madre, que tendría que haber sido profesora de Biología, pero se quedó en vendedora de rosquillas. De mi padre no tengo nada.
Me quedé con él y fumamos juntos un cigarrillo porque vi que estaba triste y que esquivaba mi mirada; luego me acordé de su hermana mayor, casada en Irlanda con un granjero. Le pregunté por qué no pasaba con ella una semana en lugar de con la vieja. Kalo me respondió como a un idiota: la pasaría, claro que la pasaría, le había enviado ya una limusina, porque su hermana se moría de ganas de cuidar de ese «desquiciado» durante todo el verano. Cuando me despedí, le solté un capirotazo y le dije que nos veríamos dentro de dos semanas en la estación y que no se gastara todo el dinero. Kalo respondió simplemente que allí estaría.
En cuanto me vio, mi madre empezó a gritar que me diera prisa, que no había pagado el aparcamiento. Encendí otro cigarrillo y subí al coche fumando. «Has vuelto a fumar hierba, has vuelto a fumar hierba», la oí hablando sola. Abrí la ventanilla y lancé un escupitajo hacia la puerta. La escuela empezó a menguar a nuestras espaldas junto con los siete años que había perdido allí a lo tonto, como en un juego de azar. No había cambiado nada. Mika seguía muerta, y yo todavía quería pegar a la gente.
2
Además de sus otros defectos, mi madre estaba siempre deslumbrantemente blanca, como si antes de acostarse se quitara la piel y la dejara toda la noche en una bañera llena de nata. Su piel no tenía arrugas ni lunares. No tenía olor, ni vello ni otras señales corrientes. A veces me preguntaba si no sería un trozo de masa resucitada.
Bajo los sobacos de mi madre nacían dos pechos como dos balones de rugby, orientados en direcciones distintas y, en la cabeza, un cabello de muñeca que llevaba siempre trenzado en forma de cola de sirena. Su cola de sirena me volvía loco; sin embargo, era el tema de conversación favorito de los chicos de la escuela.
«Sirena en celo», le decían todos y se meaban de risa cuando venía a buscarme para llevarme a casa. Mi padre la llamaba «vaca imbécil». La nueva mujer de mi padre, «kielbasa». Y solo yo estaba obligado a llamarla «mamá».
Hasta el día de hoy, cuando soy casi tan viejo como ella aquel verano, no he conocido nunca a una mujer peor vestida. Ni siquiera aquellos dos años en que, justo después del accidente, viví junto a una fábrica procesadora de pescado en el norte de Francia. Imaginad a más de cien mujeres feas que se visten cada día para matar cangrejos, gambas, langostinos y otras porquerías. Mi madre se vestía aún peor. Era aún más fea. Tenía unos pantalones, unas blusas y una ropa interior más horribles que toda la fábrica, las empleadas y los crustáceos de mierda juntos.
De haber podido, la habría cambiado en dos segundos por cualquier otra madre del mundo. Incluso por una borracha, incluso por una que me zurrara todos los días. Las borracheras y las palizas las habría soportado yo solo, mientras que su fealdad y su cola de sirena estaban a la vista de cualquiera. Las veían mis compañeros, las veían los profesores y la gente del barrio. Lo peor, sin embargo, era que las veía Jude.
Algunas tardes, cuando volvía a casa después de clase —yo sin decir ni pío en todo el camino y ella diciendo tonterías sin parar—, no la podía soportar. Me daban ganas de meterla en la lavadora y poner en marcha el programa de escaldar sábanas. Encerrarla en el congelador y sacarla hecha migas. Irradiarla. En aquellos momentos, cuando tenía en la cabeza las caras de mis compañeros deformadas por la risa y a Jude lánguida, degustando sus chistes guarros, quería que mi madre estuviera muerta.
Sabía que todos se reían de mí. Que los chicos escupían cuando yo pasaba a su lado, que Jude me despreciaba. Que era un don nadie y que tendría mucho más sentido que me ahogara o que me ahorcara de una puta vez, o que me pegara un tiro, o cualquier otra cosa. Porque cualquier otra cosa sería mejor que lo que yo era: el producto asqueroso de una piel blanca.
3
En la contribución de mi padre no quería siquiera pensar. La idea de mi padre me hacía vomitar. Mi padre había huido de mi madre, la abandonó por una polaca con un piercing en la lengua. Se había divorciado porque, si la hubiera matado —eso es lo que habría preferido él y lo más rápido—, habría acabado en la cárcel. Mi padre también me habría matado a mí si no hubiera estado seguro de que me moriría enseguida.
El divorcio fue rápido y salió ganando él. Pero mi madre, como la tonta que era, pensaba que había ganado ella. Durante una semana telefoneó a su única amiga vendedora y le contó cómo había reventado a aquel imbécil y cómo lo había desgraciado porque yo me quedaba con ella. Solo la abuela lo comprendió, pero no le dijo ni pío a mi madre. «Déjala —me dijo—, que así tiene algún motivo de alegría.»
No quiero ni pensar en la alegría de mi padre al escuchar la sentencia del juez. Creo que se cagó de felicidad. Librarte al mismo tiempo de dos seres por cuya muerte habrías pagado era demasiada suerte incluso para el conductor de un tráiler.
Ese aspecto tenía mi madre aquella mañana en que cumplió treinta y nueve años.
Yo la habría tirado a la chatarra y habría empezado por el pelo. Solo una cosa desentonaba en toda esta historia: los ojos. Mi madre tenía unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo.