El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
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El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

  1. 256 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

Descripción del libro

PremioLas Librerías Recomiendan2020 Ficción.PremioCálamoal mejor libro del año 2019.Aleksy aún recuerda el último verano que pasó con su madre.Han transcurrido muchos años desde entonces, pero, cuando su psiquiatra le recomienda revivir esa época como posible remedio al bloqueo artístico que está sufriendo como pintor, Aleksy no tarda en sumergirse en su memoria y vuelve a verse sacudido por las emociones que lo asediaron cuando llegaron a aquel pueblecito vacacional francés: el rencor, la tristeza, la rabia.¿Cómo superar la desaparición de su hermana? ¿Cómo perdonar a la madre que lo rechazó? ¿Cómo enfrentarse a la enfermedad que la está consumiendo?Este es el relato de un verano de reconciliación, de tres meses en los que madre e hijo por fin bajan las armas, espoleados por la llegada de lo inevitable y por la necesidad de hacer las paces entre sí y consigo mismos.Plena de emoción y crudeza, Tatiana ?îbuleac muestra una intensísima fuerza narrativa en este brutal testimonio que conjuga el resentimiento, la impotencia y la fragilidad de las relaciones maternofiliales. Una poderosa novela que entrelaza la vida y la muerte en una apelación al amor y al perdón. Uno de los grandes descubrimientos de la literatura europea actual.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788417553159
Categoría
Literatura

1

Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres. Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venido a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente. Al menos ellos se habían tomado la molestia de subir. A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios.
Dejé que sufriera casi una hora; observé que al principio se mostraba irritada, caminaba arriba y abajo a lo largo de la valla, luego se quedó inmóvil, a punto de echarse a llorar, como alguien con quien se hubiera cometido una injusticia.
Tampoco entonces bajé. Pegué la cara al cristal y permanecí así, contemplándola, hasta que salieron todos los chicos: incluso Mars, con su silla de ruedas, incluso los huérfanos, a los que tras la puerta esperaban las drogas y los hospicios.
Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano. Estaba con sus padres, que lo habrían vendido por sus órganos en un abrir y cerrar de ojos si no les hubieran importado los comentarios de la gente. La madre de Jim, guapa y nacarada, lanzó una larga carcajada con la barbilla levantada y el pelo arreglado en tres capas. Rieron también nuestra tutora psicótica y el profe de Matemáticas, y la directora… La única persona normal de la escuela. De hecho, nos echamos a reír todos, porque había sido un chiste muy bueno. No era necesario fingir cuando estábamos solo nosotros.
Además, el último día de clase los profesores se habrían reído de cualquier cosa con tal de vernos marchar. Si no para siempre, sí al menos para el verano; entretanto, la mitad de ellos intentaría encontrar otro trabajo. Algunos lo conseguían y se les perdía la pista. Otros, sin embargo, menos afortunados, se veían obligados a regresar cada otoño con los mismos alumnos diabólicos a los que detestaban y temían. Despegué la cara de la ventana como una pegatina desgastada. Era, por fin, libre, pero mi futuro tenía algo de la solemnidad de un cementerio engalanado.
Empecé a descender lentamente las escaleras. En el segundo piso, junto al despacho de la psiquiatra, me detuve y garrapateé con las llaves, en la pared, «Puta». Si me hubiera visto alguien, le habría dicho que era mi agradecimiento por todos aquellos años de terapia. Pero los pasillos estaban desiertos, como después de un terremoto. En nuestra escuela no aguantaban ni las infecciones.
En la planta baja, como una mierda de perro, estaba Kalo —mi segundo mejor amigo—, que fumaba un cigarrillo a la espera de una tía lejana que tenía que llevárselo a su casa una semana. La madre de Kalo se había ido a España para dar masajes a un oligarca ruso —esta era su versión, por supuesto—. Salvo Kalo, todos sabían a qué se dedicaba su madre, pero se lo callaban porque era un chaval majo. Y lo era. Retrasado, pero majo.
Le pregunté si sabía qué iba a hacer después de estar con su tía y antes de que nos fuéramos a Ámsterdam, pero me dijo que no iba a hacer nada. Como todos nosotros, por otra parte. Las nonadas no iban a hacer nada. Durante los años que pasé en esa escuela, no escuché a ningún compañero presumir de unas vacaciones, como si, además de estar locos, fuéramos también unos leprosos. Ya teníamos suficiente con que nos dejaran pasar los veranos sin correa ni bozal. ¿Para qué íbamos a gastar en unas vacaciones? Sentí asco de Kalo, de Jim, de mí mismo. Éramos unos despojos humanos —pólipos y quistes, y encima extirpados—, pero teníamos las pretensiones de unos riñones y un corazón. Siempre me ha gustado la anatomía. Me viene, seguramente, de mi madre, que tendría que haber sido profesora de Biología, pero se quedó en vendedora de rosquillas. De mi padre no tengo nada.
Me quedé con él y fumamos juntos un cigarrillo porque vi que estaba triste y que esquivaba mi mirada; luego me acordé de su hermana mayor, casada en Irlanda con un granjero. Le pregunté por qué no pasaba con ella una semana en lugar de con la vieja. Kalo me respondió como a un idiota: la pasaría, claro que la pasaría, le había enviado ya una limusina, porque su hermana se moría de ganas de cuidar de ese «desquiciado» durante todo el verano. Cuando me despedí, le solté un capirotazo y le dije que nos veríamos dentro de dos semanas en la estación y que no se gastara todo el dinero. Kalo respondió simplemente que allí estaría.
En cuanto me vio, mi madre empezó a gritar que me diera prisa, que no había pagado el aparcamiento. Encendí otro cigarrillo y subí al coche fumando. «Has vuelto a fumar hierba, has vuelto a fumar hierba», la oí hablando sola. Abrí la ventanilla y lancé un escupitajo hacia la puerta. La escuela empezó a menguar a nuestras espaldas junto con los siete años que había perdido allí a lo tonto, como en un juego de azar. No había cambiado nada. Mika seguía muerta, y yo todavía quería pegar a la gente.

2

Además de sus otros defectos, mi madre estaba siempre deslumbrantemente blanca, como si antes de acostarse se quitara la piel y la dejara toda la noche en una bañera llena de nata. Su piel no tenía arrugas ni lunares. No tenía olor, ni vello ni otras señales corrientes. A veces me preguntaba si no sería un trozo de masa resucitada.
Bajo los sobacos de mi madre nacían dos pechos como dos balones de rugby, orientados en direcciones distintas y, en la cabeza, un cabello de muñeca que llevaba siempre trenzado en forma de cola de sirena. Su cola de sirena me volvía loco; sin embargo, era el tema de conversación favorito de los chicos de la escuela.
«Sirena en celo», le decían todos y se meaban de risa cuando venía a buscarme para llevarme a casa. Mi padre la llamaba «vaca imbécil». La nueva mujer de mi padre, «kielbasa».[1] Y solo yo estaba obligado a llamarla «mamá».
Hasta el día de hoy, cuando soy casi tan viejo como ella aquel verano, no he conocido nunca a una mujer peor vestida. Ni siquiera aquellos dos años en que, justo después del accidente, viví junto a una fábrica procesadora de pescado en el norte de Francia. Imaginad a más de cien mujeres feas que se visten cada día para matar cangrejos, gambas, langostinos y otras porquerías. Mi madre se vestía aún peor. Era aún más fea. Tenía unos pantalones, unas blusas y una ropa interior más horribles que toda la fábrica, las empleadas y los crustáceos de mierda juntos.
De haber podido, la habría cambiado en dos segundos por cualquier otra madre del mundo. Incluso por una borracha, incluso por una que me zurrara todos los días. Las borracheras y las palizas las habría soportado yo solo, mientras que su fealdad y su cola de sirena estaban a la vista de cualquiera. Las veían mis compañeros, las veían los profesores y la gente del barrio. Lo peor, sin embargo, era que las veía Jude.
Algunas tardes, cuando volvía a casa después de clase —yo sin decir ni pío en todo el camino y ella diciendo tonterías sin parar—, no la podía soportar. Me daban ganas de meterla en la lavadora y poner en marcha el programa de escaldar sábanas. Encerrarla en el congelador y sacarla hecha migas. Irradiarla. En aquellos momentos, cuando tenía en la cabeza las caras de mis compañeros deformadas por la risa y a Jude lánguida, degustando sus chistes guarros, quería que mi madre estuviera muerta.
Sabía que todos se reían de mí. Que los chicos escupían cuando yo pasaba a su lado, que Jude me despreciaba. Que era un don nadie y que tendría mucho más sentido que me ahogara o que me ahorcara de una puta vez, o que me pegara un tiro, o cualquier otra cosa. Porque cualquier otra cosa sería mejor que lo que yo era: el producto asqueroso de una piel blanca.
[1]. «Salchicha» en polaco. (Todas las notas son de la traductora.)

3

En la contribución de mi padre no quería siquiera pensar. La idea de mi padre me hacía vomitar. Mi padre había huido de mi madre, la abandonó por una polaca con un piercing en la lengua. Se había divorciado porque, si la hubiera matado —eso es lo que habría preferido él y lo más rápido—, habría acabado en la cárcel. Mi padre también me habría matado a mí si no hubiera estado seguro de que me moriría enseguida.
El divorcio fue rápido y salió ganando él. Pero mi madre, como la tonta que era, pensaba que había ganado ella. Durante una semana telefoneó a su única amiga vendedora y le contó cómo había reventado a aquel imbécil y cómo lo había desgraciado porque yo me quedaba con ella. Solo la abuela lo comprendió, pero no le dijo ni pío a mi madre. «Déjala —me dijo—, que así tiene algún motivo de alegría.»
No quiero ni pensar en la alegría de mi padre al escuchar la sentencia del juez. Creo que se cagó de felicidad. Librarte al mismo tiempo de dos seres por cuya muerte habrías pagado era demasiada suerte incluso para el conductor de un tráiler.
Ese aspecto tenía mi madre aquella mañana en que cumplió treinta y nueve años.
Yo la habría tirado a la chatarra y habría empezado por el pelo. Solo una cosa desentonaba en toda esta historia: los ojos. Mi madre tenía unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo.

Índice

  1. Portada
  2. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
  3. Capítulo 1
  4. Capítulo 2
  5. Capítulo 3
  6. Capítulo 4
  7. Capítulo 5
  8. Capítulo 6
  9. Capítulo 7
  10. Capítulo 8
  11. Capítulo 9
  12. Capítulo 10
  13. Capítulo 11
  14. Capítulo 12
  15. Capítulo 13
  16. Capítulo 14
  17. Capítulo 15
  18. Capítulo 16
  19. Capítulo 17
  20. Capítulo 18
  21. Capítulo 19
  22. Capítulo 20
  23. Capítulo 21
  24. Capítulo 22
  25. Capítulo 23
  26. Capítulo 24
  27. Capítulo 25
  28. Capítulo 26
  29. Capítulo 27
  30. Capítulo 28
  31. Capítulo 29
  32. Capítulo 30
  33. Capítulo 31
  34. Capítulo 32
  35. Capítulo 33
  36. Capítulo 34
  37. Capítulo 35
  38. Capítulo 36
  39. Capítulo 37
  40. Capítulo 38
  41. Capítulo 39
  42. Capítulo 40
  43. Capítulo 41
  44. Capítulo 42
  45. Capítulo 43
  46. Capítulo 44
  47. Capítulo 45
  48. Capítulo 46
  49. Capítulo 47
  50. Capítulo 48
  51. Capítulo 49
  52. Capítulo 50
  53. Capítulo 51
  54. Capítulo 52
  55. Capítulo 53
  56. Capítulo 54
  57. Capítulo 55
  58. Capítulo 56
  59. Capítulo 57
  60. Capítulo 58
  61. Capítulo 59
  62. Capítulo 60
  63. Capítulo 61
  64. Capítulo 62
  65. Capítulo 63
  66. Capítulo 64
  67. Capítulo 65
  68. Capítulo 66
  69. Capítulo 67
  70. Capítulo 68
  71. Capítulo 69
  72. Capítulo 70
  73. Capítulo 71
  74. Capítulo 72
  75. Capítulo 73
  76. Capítulo 74
  77. Capítulo 75
  78. Capítulo 76
  79. Capítulo 77
  80. Sobre este libro
  81. Sobre Tatiana Ţîbuleac
  82. Créditos
  83. Índice