Capítulo I
Por muy difícil que resulte hacer un jardín aburrido, el viejo señor Wither lo había logrado.
Aunque no era él quien se encargaba directamente de gestionar los jardines de su hacienda, cerca de Chesterbourne, en Essex, su falta de interés y su rechazo a invertir dinero en ellos condicionaban el trabajo de su jardinero. El resultado era un césped escaso y una rocalla de yeso con muy poca sustancia que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, y un montón de insulsos arbustos que al señor Wither le encantaban porque hacían bulto y daban poco trabajo. También le gustaba que el jardín pareciera ordenado. Era una bonita mañana de abril y llevaba un buen rato asomado a la ventana de la sala del desayuno pensando en lo fastidiosas que eran las margaritas. Había once, justo en medio del césped. Cuando viera a Saxon debía recordar decirle que las arrancara.
La señora Wither entró, aunque él no se percató de su presencia porque ya la había visto antes esa mañana, y tomó asiento tras las tazas. Justo entonces un gong sonó en el vestíbulo. El señor Wither cruzó la habitación arrastrando los pies, se acomodó en la otra punta, como era su costumbre, y abrió el Morning Post. La señora Wither le alargó una taza de té y un cuenco de cereales de paquete que olían y sabían exactamente como todos los cereales de paquete, y pasaron tres minutos. La señora Wither dio un sorbito a su té mientras su mirada sobrevolaba la calva cabeza del señor Wither, surcada por dos mechones de pelo, y se posaba en un mirlo que se pavoneaba bajo la araucaria.
El señor Wither levantó la vista despacio.
—Las niñas se retrasan.
—Ya vienen, querido.
—Se están retrasando y saben perfectamente que no me gusta que lleguen tarde a las comidas.
—Lo sé, querido, pero Madge se ha quedado dormida un poco más de la cuenta; estaba exhausta tras el partido de tenis de ayer, y Tina está…
—Arreglándose el pelo, como siempre, supongo.
El señor Wither volvió a concentrarse en el periódico y la señora Wither continuó dando sorbitos a su té con la mirada perdida.
Madge, la hija mayor de ambos, entró frotándose las manos.
—Buenos días, mamá. Siento llegar tarde, padre.
El señor Wither no respondió, y ella tomó asiento. Era una mujer grandota, ataviada con un abrigo de tweed y una falda, y tenía unos rasgos muy marcados, el pelo cortado a lo garçon y una tez saludable, aunque ciertamente insípida. Tenía treinta y nueve años.
—¿Cómo puedes comerte ese serrín, padre? —preguntó con tono jovial, mientras atacaba sus huevos con beicon. Hacía un día espléndido y no eran más de las nueve y diez; de algún modo, al comienzo de cada nuevo día siempre existía la posibilidad de que las cosas fueran diferentes. Siempre podía ocurrir algo que sembrara la felicidad a su paso.
Madge no era muy ducha en interpretar sus sentimientos con claridad; solo sabía que siempre solía estar más contenta en el desayuno que en la cena.
La señora Wither esbozó una pequeña sonrisa. El señor Wither no dijo nada.
Se oyeron unos pasos apresurados en el vestíbulo embaldosado y entonces apareció Tina, con sus párpados rosas, su pelo sin vida y aquella onda rebelde de siempre que le cubría la frente. Era pequeña y sus ojos y su boca parecían demasiado grandes para una cara tan fina. Tenía treinta y cinco años e iba vestida con un traje verde y una blusa blanca de volantes, con los que, a todas luces, estaba encantada. Llevaba las uñas de sus pequeños dedos pintadas de color rosa pálido.
—¡Buenos días a todos! Siento el retraso…
El señor Wither descruzó sus rollizas piernas, enfundadas en unos inesperados pantalones de cuadros muy elegantes, y las volvió a cruzar sin levantar la vista. La señora Wither sonrió a su hija y murmuró:
—¡Qué guapa estás, cariño!
—¿Qué es eso? —El señor Wither se fijó de repente en Tina con sus ojos celestes, gachos y enrojecidos.
—Solo mi nuevo… Mi vestido, padre.
—Conque nuevo, ¿eh?
—Sí…, esto…, sí.
—¿Y para qué te compras más ropa? Ya tienes los armarios repletos. —Y volvió a la sección de finanzas.
—¿Beicon, Tina?
—Sí, por favor.
—¿Una o dos lonchas, cariño?
—Oh, solo una, por favor. No…, esa pequeñita. Gracias.
—Apenas comes, querida. No te va nada bien estar tan delgada —observó Madge, untando mantequilla a una tostada—. No sé por qué insistes en guardar esa estúpida dieta; pareces estar al borde de tus fuerzas.
—Bueno, lo que importa es cómo te sientes, y yo lo único que sé es que me siento infinitamente mejor.
—¿Infinitamente? ¿Cómo puedes sentirte infinitamente mejor con lo poco que comes, pajarito? —preguntó en voz alta el señor Wither, soltando el Morning Post y mirando con cara muy seria a su hija menor—. El infinito es algo inconmensurable. No puede emplearse para describir un estado natural del cuerpo humano. Puedes estar mucho mejor o considerablemente mejor, o visiblemente mejor, pero no puedes estar infinitamente mejor, porque eso es imposible.
—Bueno, entonces —Tina retorcía lentamente sus manos secas en el regazo, al tiempo que esbozaba una trémula sonrisa—, me siento considerablemente mejor desde que empecé la Dieta Veloz.
Su sonrisa dejó al descubierto una dentadura irregular, que, curiosamente, dulcificó su rostro y la hizo parecer algo más joven.
—En fin. Lo único que te digo es que no parece que estés mejor en absoluto —dijo Madge—. ¿A que no, padre?
Silencio. El mirlo del jardín emitió un dulce y sonoro graznido y levantó el vuelo.
—¿Vas a jugar hoy al golf, cariño? —se apresuró a preguntar por lo bajini la señora Wither a Madge.
Esta asintió. Tenía los dos mofletes llenos.
—¿Y vendrás a almorzar, querida? —continuó su madre con cierta cautela.
—Depende…
—¡Pues ya deberías saber si vas a venir a almorzar o no, Madge! —interrumpió el señor Wither, que acababa de toparse en la sección de finanzas con una de esas noticias capaces de ennegrecer más si cabe un horizonte que a él nunca le había resultado demasiado claro—. ¿Es que no puedes darle una respuesta definitiva a tu madre?
—Me temo que no, padre —respondió Madge con firmeza, limpiándose la boca con una servilleta—. Déjanos la página de deportes si has terminado, anda.
El señor Wither separó la página de deportes y se la pasó a su hija en silencio, dejando que el resto del periódico fuera cayendo al suelo.
Nadie dijo nada. El mirlo regresó a su rama.
El señor Wither parecía ahora envuelto en el negruzco y amenazante manto de la melancolía. Antes de leer aquella noticia en el periódico, se había mostrado como siempre solía hacerlo durante el desayuno, e invariablemente igual que en el almuerzo, a la hora del té y en la cena. Pero ahora (pensaron la señora Wither, Madge y Tina) padre estaba preocupado; preocupado por algo. Y supieron que el día se había echado a perder irremisiblemente.
En realidad, la principal preocupación del señor Wither era su dinero. Su difunto padre, que había sido el principal accionista de una compañía privada de gas fundada a mediados del siglo anterior, le había dejado a su muerte una cuantiosa fortuna, que cada año le rendía unos intereses de dos mil ochocientas libras.
Mientras trabajó, el joven señor Wither, que apenas sabía una palabra sobre gas, pero que era un experto en atemorizar a la gente y así salirse con la suya, había dirigido la empresa con relativo éxito; y a la edad de sesenta y cinco años (hacía cinco, en realidad) había vendido sus acciones, había invertido las ganancias y se había retirado a disfrutar de su tiempo libre a The Eagles, cerca de Chesterbourne, Essex, donde llevaba ya viviendo treinta años.
Las inversiones del señor Wither eran todo lo seguras que pueden ser las inversiones en este mundo; pero el señor Wither no se contentaba con eso. Quería que fueran completamente seguras; inamoviblemente productivas, estables como una roca y tan ciertas como que al final del día llega la noche.
Sin embargo, todo cuidado era inútil; sus activos subían y bajaban, influenciados como estaban por las guerras, los nacimientos, las abdicaciones y la proliferación de los aeropuertos. Nunca podía estar seguro de qué dependería, cada día que pasaba, su tranquilidad financiera. Se despertaba en mitad de la noche, bañado en sudor, y se quedaba tumbado en la oscuridad preguntándose qué ocurriría al día siguiente, y en cuanto se sentaba en la mesa para el desayuno escudriñaba nervioso la sección de finanzas de los periódicos en busca de fatídicas noticias.
No era tacaño (o, al menos, eso solía decirse a sí mismo), simplemente odiaba despilfarrar el dinero. No soportaba que se gastara sin una razón de peso que lo avalara. El dinero no se nos daba para malgastarlo, sino para ahorrarlo.
Ahora, mientras observaba desesperado su cuenco de cereales a medio terminar, pensó en todo el dinero que, por insistencia de los demás, había desperdiciado a lo largo de su vida. ¡Cómo le había dolido tirar a la basura las cuotas de las niñas durante los diez años en que habían intentado infructuosamente estudiar una carrera! Libras y libras y más libras desperdiciadas, caídas en saco roto. Escuelas de arte y de labores del hogar, manualidades, escuelas de secretariado, clases de elocución y cursos de periodismo, clubes caninos y talleres de costura. Actividades todas sin provecho alguno y, para colmo, carísimas. Y después de todo el dinero que se había invertido en ellas, ¿qué sabían hacer realmente sus hijas a fin de cuentas?
Nada. Nada en absoluto. A ojos del señor Wither, eran un par de atolondradas incapaces de hablar con propie...