La hija de Robert Poste
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La hija de Robert Poste

Stella Gibbons, José Calles Vales, Enrique Redel Lozano

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  1. 357 páginas
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La hija de Robert Poste

Stella Gibbons, José Calles Vales, Enrique Redel Lozano

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Ganadora del Prix Femina-Vie Hereuse en 1933, y mítico long-seller, La hija de Robert Poste está considerada la novela cómica más perfecta de la literatura inglesa del XX.Brutalmente divertida, dotada de un ingenio irreverente, narra la historia de Flora Poste, una joven que, tras haber recibido una educación "cara, deportiva y larga", se queda huérfana y acaba siendo acogida por sus parientes, los rústicos y asilvestrados Starkadder, en la bucólica granja de Cold Comfort Farm, en plena Inglaterra profunda. Una vez allí, Flora tendrá ocasión de intimar con toda una galería de extraños y taciturnos personajes: Amos, llamado por Dios; Seth, dominado por el despertar de su prominente sexualidad; Meriam, la chica que se queda preñada cada año "cuando florece la parravirgen"; o la tía Ada Doom, la solitaria matriarca, ya entrada en años, que en una ocasión "vio algo sucio en la leñera". Flora, entonces, decide poner orden en la vida de Cold Comfort Farm, y allí empezará su desgracia.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417115715
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO 1

La educación que Flora Poste recibió de sus padres había sido cara, deportiva y larga; y cuando murieron, uno detrás del otro, en un período de pocas semanas debido a la epidemia anual de la Gripe o Peste Española —lo cual aconteció cuando Flora tenía veinte años—, la joven se reveló como poseedora de todas las artes y talentos necesarios para ganarse la vida.
Siempre se había dicho que su padre era un hombre acaudalado, pero cuando falleció sus albaceas quedaron desconcertados al descubrir que era pobre. Después de que se hubieran liquidado las deudas y se hubieran satisfecho las demandas de los acreedores, su hija quedó con una renta de cien libras anuales, y sin ninguna propiedad.
En cualquier caso, Flora heredó de su padre una férrea voluntad y de su madre unas pantorrillas soberbias. La primera no se había visto afectada porque Flora siempre había hecho lo que le había dado la gana, y las segundas habían logrado salir indemnes de los violentos deportes atléticos en los que se había visto obligada a participar. Aun así, comprendió que ni su voluntad ni sus pantorrillas eran las herramientas más apropiadas para ganarse el sustento.
Así pues, decidió quedarse con una amiga, una tal señora Smiling, en su casa de Lambeth, hasta que hubiera decidido qué hacer con su vida y con sus cien libras anuales.
La muerte de sus padres no causó en Flora un dolor excesivo, pues apenas los conocía. Sus progenitores tenían una afición desmedida por los viajes y, a lo largo de todo el año, apenas permanecían un mes en Inglaterra. Flora, desde que cumplió los diez años, había pasado las vacaciones escolares en casa de la madre de la señora Smiling; y cuando la señora Smiling contrajo matrimonio, Flora empezó a pasarlas directamente en casa de su amiga. De modo que aquella sombría tarde de febrero, quince días después de que se hubiera celebrado el funeral de su padre, Flora se adentró en las calles de Lambeth, con la familiar sensación de quien regresa a casa.
La señora Smiling era afortunada, pues había heredado aquella casa de Lambeth antes de que los alquileres en ese distrito se elevaran vertiginosamente hasta límites absurdos, siguiendo la marea de la moda, que viró repentinamente y saltó desde Mayfair hasta el otro lado del río. En consecuencia, los parapetos de piedra que bordean el Támesis se convirtieron de la noche a la mañana en territorio de paseo de numerosas damas argentinas con sus perros bull-terriers.[2] La señora Smiling había enviudado recientemente; su marido había sido propietario de tres casas en Lambeth y se las había dejado en su testamento. La más agradable de las tres, situada en Mouse Place, tenía una fachada con una puerta coronada por una lucerna semicircular, que daba al voluble Támesis; era precisamente allí donde vivía la señora Smiling. Respecto a las otras dos casas, una había sido derribada y en el solar se había perpetrado un garaje; y la tercera, que era demasiado pequeña y poco adecuada para cualquier otro propósito, se había convertido en la sede del Old Diplomacy Club.
Las macetas de geranios blancos que colgaban en cestillos de los pequeños balcones de hierro del número 1 de Mouse Place contribuyeron en gran medida a animar a Flora cuando su taxi se detuvo ante la puerta.
Al darse la vuelta y encontrarse ante la casa, comprobó que Sneller, el criado de la señora Smiling, ya había abierto la puerta: la estaba mirando desde lo alto de la escalera y le dedicaba un leve gesto de bienvenida. Flora pensó que aquel hombre era tan poco expresivo como una tortuga; y se alegró de que su amiga no tuviera ninguno de esos animales como mascota, o podrían haber entendido que el criado le hacía burla.
La señora Smiling la esperaba en el salón desde el que se divisaba el río. Era una irlandesa bajita, de unos veintiséis años, con una piel excelente, grandes ojos grises y una nariz pequeña y aquilina. Tenía dos intereses en la vida. Uno era conseguir que entraran en razón y se moderaran los apasionados corazones de algunos caballeros quinceañeros de alta cuna y buena fortuna que estaban locamente enamorados de ella, y que, tras su negativa a aceptarlos en matrimonio, se habían largado a lugares tan remotos como Jhonsong La Lake, M’Luba-M’Luba y los Kwanhattons. Ella les escribía a todos una vez por semana, y ellos le respondían a vuelta de correo (como bien sabían los amigos de la señora Smiling, porque siempre les estaba leyendo en voz alta largos y aburridísimos fragmentos de aquellas cartas).
Aquellos caballeros, a causa de los duros trabajos que soportaban en esos territorios salvajes y de su incansable devoción hacia la señora Smiling, eran conocidos colectivamente como «Los Pioneros-Oh, de Mary Smiling», parafraseando el inspirado poema de Walt Whitman.[3]
El segundo interés de la señora Smiling era su colección de brassières, y su búsqueda de uno que fuera perfecto. Se decía que tenía la colección más extensa y delicada de esas prendas existente en el mundo. Todos esperaban que a su muerte cediera la colección al Estado.
Era toda una autoridad en lo que se refería al corte, el ajuste, el color, la fabricación y el adecuado funcionamiento de los brassières; y sus amigas habían aprendido que, incluso en los momentos de extrema preocupación emocional o incomodidad física, podían llamar su atención y hacer que recuperara su tranquilidad con sólo pronunciar la frase: «Mary, he visto un brassière que quizás podría interesarte…».
El carácter de la señora Smiling era firme, y sus gustos muy refinados. Su método para tratar con la caprichosa naturaleza humana, cuando ésta insistía en imponer la grosería en su modo de vida, era rápida y efectiva; ella fingía que las cosas no eran como eran: y habitualmente, después de un tiempo, dejaban de serlo. La Ciencia Cristiana tal vez sea una organización más grande, pero, a buen seguro, no es tan exitosa.
«Desde luego, si tú animas a la gente a pensar que son desordenados, al final serán desordenados»; ésta era una de las máximas favoritas de la señora Smiling. Y otra era: «Tonterías, Flora. Son imaginaciones tuyas».
En todo caso, la señora Smiling no era ajena a los delicados entretenimientos de la imaginación.
—Y bien, querida —dijo la señora Smiling (y Flora, que era alta, se inclinó y la besó en la mejilla)—, ¿qué tomarás? ¿Prefieres un té o un cóctel?
Flora dijo que tomaría un té. Dobló los guantes, colocó el abrigo en el respaldo de una silla, y a continuación tomó el té con una pasta de canela.
—¿Y el funeral? Horrible, supongo —preguntó la señora Smiling. Sabía que Flora no había lamentado en exceso el fallecimiento del señor Poste, aquel hombre corpulento que había sido serio en el juego y desdeñoso con las bellas artes. Y tampoco el de la señora Poste, que había deseado que todos a su alrededor vivieran frívolamente y, sin embargo, se comportaran como damas y caballeros.
Flora contestó que había sido espantoso. Añadió que estaba segura de que todos sus familiares de más edad habían disfrutado infinitamente.
—¿Alguno de ellos te ha pedido que vayas a vivir con ellos? Permíteme que te prevenga al respecto. Los parientes siempre están pidiéndole a una que se vaya a vivir con ellos —dijo la señora Smiling.
—No. Recuerda, Mary, que ahora sólo dispongo de cien libras anuales; y además, no sé jugar al bridge.
¿Bridge? ¿Eso qué es? —inquirió la señora Smiling, lanzando una distraída mirada al río desde la ventana—. ¡Qué maneras tan curiosas tiene la gente de pasar el tiempo, desde luego! Creo que eres muy afortunada, querida: pasaste todos esos años espantosos en el colegio y en la universidad, donde tuviste que jugar a esos deportes horribles, y sin embargo conseguiste que no te gustaran. ¿Cómo te las arreglaste?
Flora se quedó pensativa.
—Bueno… Al principio solía quedarme completamente quieta y miraba a los árboles, sin pensar en nada en absoluto. Solía haber algunos árboles por allí, porque la mayoría de los juegos, ya sabes, se desarrollan al aire libre, e incluso cuando era invierno los árboles seguían en el mismo sitio. Pero me pareció que las otras chicas iban a descubrirme, así que dejé de quedarme quieta y me puse a correr como las demás. Yo siempre corría tras l...

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