Santuario
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Santuario

  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

"Santuario", publicada por primera vez en 1903, es una rarísima novela de Edith Wharton, inédita hasta hoy en castellano.La obra narra la historia de Kate Orme, una mujer joven cuya dicha conyugal se rompe cuando se enfrenta cara a cara con el oscuro secreto que esconde su prometido, Denis Peyton, un hombre de fortuna, pero con un pasado gobernado por las mentiras y por los engaños. Cuando ambos tienen un hijo, y Denis muere, Kate se convence de que el espíritu de su marido permanece en su joven vástago, traspasándole en cierto modo sus vicios morales. Se consagrará desde entonces a luchar para que eso no ocurra.Escrita mientras redactaba La casa de la alegría, Santuario es una pequeña joya oculta de Wharton, de prosa impecable, con momentos en que el suspense se hace casi insoportable.Una novela "europea", un melodrama casi jamesiano, que indaga sobre los misterios de la personalidad y las deudas del pasado. Con la precisión, la belleza, y el agudo conocimiento de los más íntimos resquicios de la sociedad de la clase alta de Nueva York que la convirtió en una de las grandes voces literarias del siglo XX, Edith Wharton ofrece un sutil relato de la lucha entre la naturaleza y lo adquirido, que dominó los primeros años del novecientos.

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Información

Año
2007
ISBN del libro electrónico
9788415130703
Edición
1
Categoría
Literature

Segunda parte


Capítulo V




—¿Te gusta, madre?
Dick Peyton se lo preguntó al reunirse con ella en el umbral. Luego la llevó satisfecho hacia el interior de la pequeña habitación cuadrada y añadió, con una risa ruborizada:
—Ya sabes que se trata de una persona extraordinariamente observadora, que se fija en los pequeños detalles.
Él se giró sobre los talones para seguir la sonriente inspección de su madre por el apartamento.
—Parece poseer todas las cualidades —dijo la señora de Denis Peyton, dando por finalizado su recorrido ante la hermosamente rematada mesa de té.
Todas —dijo él, reconociendo el sarcasmo implícito en aquel énfasis al adoptarlo de inmediato también él. Dick había tenido siempre esa sana manera de apropiarse y utilizar esos pequeños giros de ironía materna con que ella le atacaba de vez en cuando.
Kate Peyton se rió y se quitó las pieles.
—Tiene un aspecto encantador —dijo terminando su examen al acercarse a la ventana que mostraba, allí abajo, la perspectiva oblicua de una larga calle lateral que llevaba a la Quinta Avenida.
Aquel elevado apartamento era la oficina privada de Dick Peyton, un refugio separado del recinto más amplio en el que, bajo la luz del norte y en una hilera de mesas de trabajo, tres o cuatro jóvenes delineantes se dedicaban afanosamente a elaborar sus proyectos arquitectónicos. La puerta exterior de la oficina mostraba el rótulo: «Peyton y Gill, Arquitectos». Pero Gill era una persona práctica y tan discreta como su apellido, que se contentó con tener un escritorio en el taller y que dejó que Dick se apoderase del pequeño apartamento en el que recibían a los clientes y donde se desarrollaba la parte social del negocio.
Kate Peyton estaba al tanto de que en esta ocasión aquel lugar iba a servir como escenario para un té, cuyo propósito era el de introducir a cierta joven en el ambiente de trabajo de su hijo. Últimamente, la señora Peyton había oído hablar mucho de Clemence Verney. Dick era comunicativo por naturaleza, y los estrechos vínculos que le unían a su madre (unos vínculos reforzados por la temprana muerte de su padre), a pesar de haber tropezado en sus días de escuela y de universidad con los obstáculos habituales, se habían restablecido más tarde gracias a cuatro años de complicidad en París, donde la señora Peyton, en un apartamento minúsculo de la Rue de Varennes, había hecho todo lo necesario para que él terminara sus estudios de Bellas Artes. Desde luego, no faltaron las críticas por parte de otras mujeres que acusaban a Kate Peyton de estar demasiado presente en la vida de su hijo; de no haber tratado de pasar inadvertida durante ese período en que, como todo el mundo sabe, lo mejor es dejar que los jóvenes hagan uso de su libertad para extraer sus propias conclusiones del mundo. Si se hubiera tomado la molestia de defenderse, la señora Peyton habría alegado que Dick, aunque comunicativo, no era muy influenciable, y que la misma destreza que le permitía zafarse de sus sarcasmos le protegía también de sus prejuicios. En efecto, no era lo que se dice un caballero pegado a las faldas de su madre, sino un joven resuelto y autosuficiente, cuya tierna amistad con su madre había servido tan sólo para cubrir con un velo de delicadeza las difíciles aristas de la juventud.
Pero lo cierto es que la señora Peyton jamás confesaría sus auténticos motivos: la relación con su hijo era la única necesidad de su vida a la que ella, con un tacto y una discreción infinitos, pero con una persistencia idéntica, se había aferrado en cada etapa de su crecimiento, disimulando sus propias emociones, adaptándose, rejuveneciendo, en el vehemente propósito de estar siempre a su lado aunque sin suponer jamás un obstáculo en su camino.
Denis Peyton había muerto tras siete años de matrimonio, cuando su hijo no había cumplido aún los seis. Durante esos siete años se las había ingeniado para dilapidar la mayor parte de la fortuna que había heredado de su hermanastro, de modo que a su muerte dejó a su viuda y a su hijo en una situación bastante precaria. La señora Peyton, durante la vida de su marido, no había hecho ningún esfuerzo aparente por refrenar sus gastos. Esas personas tan sensatas que siempre están dispuestas a enjuiciar el comportamiento de los demás, la habían acusado de fomentar la negligencia del pobre Denis para satisfacer su propia ambición. De hecho, al principio de su matrimonio ella había intentado lanzarle en su carrera política, y quizá había recurrido a su capital más de la cuenta en ese primer entusiasmo de toda contienda; pero como el experimento concluyó siendo un fracaso, como solían terminar todos los experimentos con Denis Peyton, no volvió a reclamar más fondos. En realidad, sus gustos personales eran inusualmente sencillos, pero su abierta indiferencia por el dinero no estaba, en opinión de sus críticos, destinada a servir de freno a las actividades de su marido, lo que hizo que a su muerte ella se viera en serias dificultades económicas, de todo lo cual era imposible no extraer una moraleja.
Sus escasos medios y el esmero en la educación de su hijo fueron buenos pretextos para recluirse en un barrio residencial de las afueras, alejado de la sociedad, en donde se dedujo que estaba expiando, con malos alimentos y ropa de confección, su imprudente menosprecio de la riqueza. Asumiera la penitencia de la señora Peyton esta forma o no, lo cierto es que manejó sus recursos con tanta audacia que no sólo pudo darle a Dick la mejor educación, sino también proponerle, al dejar Harvard, que prolongara sus estudios de Bellas Artes durante otros cuatro años. Había sido la alegría de su vida que su hijo mostrara pronto una marcada disposición hacia una rama concreta de trabajo. No habría soportado ver que quedaba reducido a ser un mero fabricante de dinero, aunque no lamentaba el hecho de que sus reducidos medios impidieran el cultivo de una improductiva vida de ocio. En sus días de universidad, Dick la había preocupado por una sobreabundancia de gustos, por su impaciente revoloteo de una forma de expresión artística a otra. Deseaba practicar cualquier forma de arte que le hiciera disfrutar, y pasó de la música a la pintura, de la pintura a la arquitectura, con una facilidad que a los ojos de su madre parecía indicar más la ausencia de un proyecto específico que un exceso de talento. Había observado que estos cambios se debían generalmente, no a la autocrítica, sino a cierto desaliento externo. Cualquier ataque a su trabajo bastaba para convencerle de lo inútil que resultaba perseverar en esa forma concreta de arte, y esa reacción le llevaba al inmediato convencimiento de que en realidad él estaba destinado a destacar en alguna otra materia. Así, había ido pasando de una vocación a otra hasta que, al final de su carrera universitaria, su madre dio el paso decisivo de matricularle en Bellas Artes con la esperanza de que el estudio de un tema específico, combinado con el estímulo de la competencia, pudiera consolidar sus titubeantes aptitudes. El resultado confirmó sus expectativas, y los cuatro años en la Rue de Varennes demostraron felizmente que podía confiar en él. El talento de Dick fue reconocido no sólo por su madre, sino también por sus profesores. Estaba absorto en su trabajo y sus primeros éxitos aumentaron su perseverancia. El único recelo de su madre residía en que continuaba dependiendo demasiado de los elogios. No estaba segura de cuánto tiempo podría su ambición seguir amparándole ante un fracaso. Respondía magníficamente cuando sabía que iba a obtener algo a cambio; pero quedaba por ver si era capaz de trabajar sin un reconocimiento posterior. Ella le había educado en un sano desprecio por las recompensas materiales y la naturaleza parecía, en este sentido, haber secundado su formación. El dinero le resultaba sinceramente indiferente, y su disfrute de la belleza era de esa feliz variedad que no genera un deseo de posesión. Mientras su fuero interno dispusiera de alimento suficiente que poder admirar, apenas se preocuparía por la escasez que pudiera existir a su alrededor; o, mejor dicho, él consideraba que la suma total de la belleza que le rodeaba constituía ya una muy valorada posesión que le liberaba de los desasosiegos que siempre acarrea el deseo de acaparar propiedades. La señora Peyton había cultivado hasta el exceso esta indiferencia por las condiciones materiales, pero ahora comenzaba a preguntarse si, al obrar así, no habría ejercido demasiada presión sobre un temperamento ya por naturaleza exaltado. Al reprimir otros intereses, quizá había fomentado en él con demasiada exclusividad esas actitudes que en ella, debido a sus propias circunstancias, se habían desarrollado de un modo inusual. Tanto su entusiasmo como su indiferencia resultaban demasiado categóricos para disponer de ese feliz término medio en el carácter que es la mejor defensa contra las sorpresas del destino. Al enseñarle a otorgar un valor extraordinario a las recompensas inmateriales, ¿acaso no había conseguido únicamente desplazar ese punto de peligro en que siempre habían residido sus temores? A veces se estremecía al pensar cómo un poco de amor y una vigilancia de por vida habían servido para desviar terribles propensiones heredadas.
Sus miedos se habían confirmado en cierta medida durante los dos primeros años de su vida en Nueva York, al inicio de su carrera como arquitecto profesional. Poco después de sus fáciles triunfos como estudiante, llegó una escalofriante indiferencia pública. Dick, al regresar de París, formó una sociedad con un arquitecto que tenía ya varios años de experiencia en una oficina de Nueva York; pero el reservado y laborioso Gill, aunque obtuviera para la nueva firma algunos pequeños trabajos que sobraban del negocio de su antiguo patrón, no era capaz de transmitirle a los demás su propia fe en el talento de Peyton, y era muy duro para un genio que se sentía capaz de crear palacios tener que limitar sus energí...

Índice

  1. Santuario
  2. Introducción
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Créditos
  6. Edith Wharton
  7. Índice