Más allá del equinoccio de primavera
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Más allá del equinoccio de primavera

Natsume Soseki, Fernando Cordobés González, Yoko Ogihara

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Más allá del equinoccio de primavera

Natsume Soseki, Fernando Cordobés González, Yoko Ogihara

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Keitaro, un típico antihéroe sosekiano, acaba de licenciarse y está desesperado, inmerso en la búsqueda de un primer empleo que no parece llegar. Sin embargo, ahora que su formación académica ha terminado, se presenta ante él una etapa fundamental para su educación emocional. Mientras busca un hueco en el que encajar dentro de la sociedad, se va encontrando con distintas personas que, a través de sus propios relatos personales, le van a aportar grandes enseñanzas vitales.Entre ellos, el aventurero Morimoto, que le regala un peculiar bastón tallado, y su amigo Sunaga, que le narra una conmovedora historia repleta de promesas olvidadas, en la que participan sus tíos Taguchi y Matsumoto, dos hombres totalmente opuestos, y su prima Chiyoko, una joven que parece ser la causa de todas sus desgracias.Poseedora de la oscura melancolía de "Kokoro", pero con la frescura de "Sanshiro" o "Botchan", "Más allá del equinoccio de primavera" es una novela delicada y sutil que entreteje un increíble tapiz emocional de personajes y que eleva a Soseki por encima de cualquier otro autor de su época.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417115975
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

LA HISTORIA DE SUNAGA

1
DESDE QUE HABÍA VISTO a aquella mujer de espaldas en la puerta de la casa de Sunaga, Keitaro daba por hecho que cierto hilo del destino la unía a su amigo. Esa conexión tenía el aroma de un sueño y, cuando se enfrentaba al Sunaga y a la Chiyoko reales, de algún modo el hilo terminaba perdiéndose. Por el contrario, si el estímulo no lo provocaban las personas de carne y hueso, la conexión con el destino se restablecía, y Keitaro la sentía sólida. Había empezado hacía tiempo a frecuentar la casa de Taguchi y, a pesar de ello, nunca había escuchado un solo comentario sobre el vínculo que pudiera existir entre él y ella. También los observaba a ambos directamente, pero nunca vio nada que fuera más allá de una simple relación de primos. Sin embargo, en algún rincón de su mente predominaba su primera imagen de ellos dos como pareja. Para Keitaro, un hombre joven soltero y una mujer joven sin un brazo masculino al que aferrarse constituían una especie de deformidad, un desajuste respecto a la naturaleza misma. El vínculo que unía a Sunaga y a Chiyoko nacía de su propia percepción, de una exigencia moral de solucionar lo antes posible ese desajuste del estado natural de las cosas.
No es necesario profundizar demasiado en un tortuoso problema como ese para argumentar en favor de Keitaro, es decir, para determinar si sus pensamientos nacían de una especie de imperativo moral o de alguna otra cosa, pero lo cierto es que, cuando más o menos por aquel entonces oyó hablar casualmente del posible matrimonio de Chiyoko, se generó una contradicción entre su mundo interior y el mundo exterior. Tuvo noticia de ello por boca de Saeki, el pupilo que vivía y trabajaba en la casa. Obviamente, una persona de su clase no estaba en disposición de conocer los detalles del asunto hasta que estos llegasen a concretarse. Tan solo le contó que había oído rumores y Keitaro apreció en su gesto una tensión de los músculos distinta de la habitual. Tampoco conocía, por supuesto, el nombre del pretendiente, pero sí sabía que era un hombre de negocios de cierto estatus.
—Yo pensaba que se iba a casar con Sunaga —dijo Keitaro sorprendido—. ¿No es así?
—No creo que tal cosa sea posible —respondió Saeki.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé, pero me parece difícil.
—¿Tú crees? A mí me parece que sería un matrimonio muy pertinente. Son familia, después de todo, y los cinco o seis años que se llevan entre ellos no suponen un grave inconveniente.
—Bueno, para alguien ajeno al asunto quizá pueda ser así, pero al parecer hay complicaciones más o menos ocultas.
A Keitaro le habría gustado preguntarle a qué se refería exactamente con esas complicaciones, pero lo dejó correr por varias razones. En primer lugar, el tono de Saeki lo irritaba porque parecía como si lo considerara una persona ajena a la casa. En segundo lugar, conocer los detalles íntimos de la situación familiar por boca de un simple pupilo como él lo hería en su dignidad. En último lugar, el muchacho tampoco parecía saber tanto del asunto. En cualquier caso, ya que estaba allí, Keitaro entró en la casa, saludó a la mujer de Taguchi y ambos conversaron durante un rato. No apreció en ella ninguna diferencia respecto a un día normal, y no tuvo el coraje de darle la enhorabuena.
Keitaro había ido unos días antes a visitar a Sunaga, a quien hacía tiempo que no veía; fue entonces cuando tuvo noticia de la desgracia acaecida en la casa de Matsumoto. En cualquier caso, lo que en realidad quería era sondear su opinión respecto al posible matrimonio de Chiyoko. Los asuntos matrimoniales de Sunaga y de su prima no concernían a Keitaro en absoluto. Le daba igual si su amigo se casaba con Chiyoko o con cualquier otra. Pero quería averiguar si el destino podía separarlos sin provocar resentimiento entre ellos, o si, por el contrario, terminaría por unirlos. Quería saber si lo que para él constituía un cinturón tejido de sueños, visible a veces, invisible otras, era real o no, o si terminaría por abandonarlos a su suerte. Era de eso de lo que quería asegurarse. Se daba cuenta, por supuesto, de que ese deseo suyo era pura curiosidad. No tenía problema en admitirlo, pero también sabía que no molestaba a nadie si intentaba obtener respuestas. Menos aún tratándose de Sunaga. En cierto sentido, estimaba que aquello le proporcionaba el derecho a satisfacer esa curiosidad.
2
DESAFORTUNADAMENTE, la historia de Chiyoko se lo impidió y, por si fuera poco, después se presentó la madre de Sunaga, por lo que, a pesar del tiempo que pasó en casa de su amigo, no tuvo oportunidad de tratar asuntos personales con él. Keitaro se dio cuenta, no obstante, de que esas tres personas sentadas frente a él ya formaban un núcleo lógico como marido, mujer y suegra. De regreso a la casa de huéspedes, pensó que formalizar esa realidad debería resultar de lo más sencillo.
El domingo siguiente amaneció un día cálido. Keitaro salió temprano para invitar a su amigo a dar un paseo por las afueras de la ciudad. Sunaga, con su carácter indolente y caprichoso, se resistía a aceptar la invitación. Fue su madre quien casi tuvo que obligarlo a ponerse los zapatos. Una vez calzado, Sunaga se dejó arrastrar por la voluntad de Keitaro. Podía interesarse por adónde iban, preguntar esto o lo otro, pero nunca llegaba a formular una opinión concreta. Cuando su tío Matsumoto y él salían juntos de paseo, solían caminar sin rumbo fijo y a menudo llegaban a lugares inesperados. Al menos eso le había contado la madre de Sunaga a Keitaro.
Aquel día tomaron el tren en Ryogoku y bajaron en Konodai, bastante lejos. Caminaron siguiendo la ribera de un gran río que discurría por allí. Keitaro sentía una alegría como hacía tiempo y se deleitó en la contemplación del fluir del agua, de las colinas, de los barcos que surcaban el río. Sunaga, por su parte, se quedó igualmente maravillado ante el paisaje, pero no pudo evitar sentir cierto resentimiento hacia su amigo por haberlo arrastrado hasta allí en una estación del año que no era adecuada para salir de excursión, y menos aún con ese viento. Keitaro le dijo que caminase deprisa para entrar en calor y apretó el paso. Sunaga se quedó atónito, pero no tardó en seguirlo. Llegaron al templo de Taishakuten, en Shibamata, y entraron a comer algo en un restaurante llamado Kawajin. Sunaga se quejó otra vez con un gesto amargo. En esta ocasión, le parecía que la anguila asada, especialidad de la casa, estaba demasiado dulce.
Keitaro sufría. El ambiente no invitaba a abordar temas profundos.
—La gente de Tokio es muy quisquillosa, ¿no te parece? —le dijo a su amigo—. ¿Vas a quejarte así cuando te cases?
—Cualquiera lo haría. No se trata solo de la gente de Tokio. También un tipo de campo como tú tendrá motivos para quejarse.
—Los tokiotas sois un encanto, ¿verdad?
A Keitaro no le quedó más remedio que protestar ante la indiferencia de su amigo. Al final, los dos estallaron en una carcajada, y a partir de ese momento la conversación fluyó con más naturalidad, con un ánimo más relajado.
—Últimamente te veo más tranquilo.
—¿Más tranquilo? —preguntó Keitaro extrañado ante el comentario de su amigo—. Tú, por el contrario, estás cada día más raro.
A pesar de la burla, Sunaga admitió sin rechistar lo que constituía un defecto de su carácter.
—Yo mismo me detesto muchas veces —reconoció.
Entonces fue como si, de pronto, sus estados de ánimo entraran en armonía, y ya fueron capaces de mirarse a los ojos sin precauciones. Keitaro tuvo suerte, pues el tema de Chiyoko no tardó en salir. Le dijo a Sunaga que había oído rumores sobre su próximo enlace, pero él apenas reaccionó. Con un matiz más apagado de lo normal, admitió que, en efecto, parecía haber recibido una propuesta de matrimonio.
—Espero que esta vez salga bien —dijo antes de adoptar un tono más desenfadado—. Tú no lo sabes, pero ha tenido ya varias proposiciones.
—¿Y tú no tienes intención de casarte con ella?
—¿A ti te parece que voy a casarme con ella?
La conversación avanzaba a duras penas, como si uno arrastrase al otro, y, justo antes de llegar a un punto crítico o cambiar de tema, Sunaga dijo con una sonrisa amarga en los labios:
—¿Otra vez has traído ese bastón?
Keitaro lo buscó y le mostró la cabeza de la serpiente.
—Aquí está.
3
LA HISTORIA DE SUNAGA fue mucho más extensa de lo que Keitaro habría esperado.
* * *
Mi padre murió hace años. Falleció de repente, cuando yo era pequeño, antes de haber tenido tiempo siquiera de entender la dimensión del amor paternofilial. Como no tengo hijos, aún no he tenido la oportunidad de desarrollar afecto por una masa de carne por la que fluye mi propia sangre, pero la nostalgia que siento hacia los padres que me trajeron a este mundo es inmensa. Muchas veces he pensado que me habría gustado sentir eso mismo en aquel momento. Quiero decir, tal vez fui frío e indiferente con él, pero tampoco es que él fuera especialmente cariñoso conmigo. Su cara, según la imagen que conservo, muy viva, en mi corazón, es solo un rostro pálido de pómulos altos, poca simpatía y gesto severo. Cada vez que me miro al espejo me desagrada comprobar que me parezco a esa imagen. Sufro al pensar que quizá yo mismo produzco esa impresión desagradable en los demás, como le ocurría a él, y también me domina la terrible sospecha de que solo soy el reflejo de su lado más desfavorable, la prueba viviente del único recuerdo que dejó tras de sí. Pero también existe en mí una cálida corriente de afecto, que fluye por todo mi cuerpo pese a la lúgu...

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