I
El paseante que por nostalgia siga la carretera abandonada que une en línea casi recta, como un meridiano, la ciudad de Bristol con la costa sur de Inglaterra se encontrará durante la segunda mitad del viaje cerca de unos extensos bosques salpicados de manzanares. Allí los árboles, ya sean maderables o frutales, proyectan luces y sombras sobre los arbustos que flanquean la vía convirtiéndolos en jirones. Sus ramas bajas se extienden por encima del camino, en cómoda horizontalidad, como si pudieran tenderse sobre el aire frágil. En un punto cercano a las faldas de Blackmoor Vale, donde ya se avista a unos cuatro o cinco kilómetros la prominente cima de High-Stoy Hill, el camino queda cubierto por la gran cantidad de hojas que cae de los árboles con la llegada del otoño. Cuando los días se vuelven más oscuros en ese lugar solitario, regresan a la mente del ocioso los numerosos cocheros alegres (ahora ya difuntos) que pasaron por la carretera, los pies ampollados que la recorrieron y las lágrimas allí derramadas.
La fisionomía de la carretera desierta expresa una soledad que no pueden igualar los simples valles y colinas; denota una quietud sepulcral más enfática que la de claros y charcas. Quizás se deba a que la carretera exhibe a un tiempo el contraste entre lo que es y lo que podría ser. Por ejemplo, pasar en ese sitio del borde de la plantación a la macilenta carretera adjunta, y detenerse un momento en medio de ese vacío, es como intercambiar, de una sola zancada, la mera ausencia de compañía humana por un íncubo de abandono.
En este lugar, durante la oscura tarde de un pretérito día de invierno, se encontraba un hombre que, después de dar un amplio rodeo, había entrado en la escena a través de un portillo de escalones cercano y a quien embargó por unos instantes la sensación de estar más solo que antes de llegar a la carretera.
Con echar un vistazo a su forma de vestir, más bien recargada, parecía obvio que no pertenecía al campo. Y después de unos momentos, su aire delataba que, aunque hubiera cierta belleza sombría en el paisaje, música en la brisa y una lánguida procesión de fantasmales carrozas en el espíritu general de la vieja carretera, su mayor desconcierto provenía del hecho de que ignoraba la dirección a seguir.
El hombre miró hacia el norte y, luego, hacia el sur, y de forma mecánica hundió su bastón en la tierra.
Al principio no asomó una sola alma que pudiera orientarle como él lo deseaba, ni parecía probable que asomara en toda la noche. Pero poco después se pudo escuchar un leve sonido de ruedas que avanzaban con dificultad, y el golpeteo constante de las herraduras de un caballo. Entonces surgió, en la muesca que se dibujaba entre el cielo y la plantación, una tartana tirada por un caballo.
El vehículo iba cargado de pasajeros hasta la mitad, y casi todos ellos eran mujeres. El hombre alzó el bastón a su paso, y la mujer que conducía tiró de las riendas.
—Señora Dollery —comenzó él—, llevo media hora buscando un atajo para llegar a Little Hintock. Aunque ya he estado en Great Hintock y en la Casa Hintock unas cuantas veces, concertando algunos negocios con la elegante dama de allí, no puedo dar con la aldea. Quizás usted pueda ayudarme.
Ella le aseguró que podía, pues había pasado cerca de allí con la tartana cuando se dirigía a Abbot’s Cernel. La aldea se encontraba en un ramal de ese mismo camino.
—Aun así, es un lugar tan pequeño —continuó la señora Dollery—, que un caballero de ciudad como usted necesitará ayudarse con velas y linternas para encontrarlo. Por Dios que yo no viviría allí ni aunque me pagaran. Al menos, en Abbot’s Cernel se ve un poco del mundo.
El hombre subió y se sentó junto a la señora Dollery, colocando los pies hacia afuera, donde la cola del caballo los rozaba de vez en cuando.
Para aquellos que lo conocían bien, este carromato era, más que un objeto extraño, un accesorio móvil del camino. El viejo caballo, cuyo pelaje tenía el color y la aspereza del brezo, y a quien desde que fuera un potro le habían deformado los hombros, las articulaciones de las patas y las pezuñas por medio del arnés y del trabajo pesado (aunque si todos los seres creados tienen sus propios derechos, esa misma silueta debería haber estado en algún valle de Oriente arrancando la hierba en vez de tirar de ese carro), había andado por este camino casi a diario, durante los últimos veinte años. Y ni siquiera iba aparejado con total congruencia; como el arnés era demasiado corto, llevaba la cola fuera de la grupera y la retranca corrida hacia un lado de mala forma. Aun así, el caballo conocía cada una de las pequeñas inclinaciones de los dieciséis kilómetros de terreno que mediaban entre Abbot’s Cernel y Sherton (la población con mercado a la que solía viajar) con la misma precisión que hubiera obtenido un agrimensor al utilizar un nivel topográfico.
El toldo del vehículo era cuadrado y negro, y asentía con cada movimiento de las ruedas. En un punto por encima de la cabeza del conductor, tenía un gancho en el que a veces se ataban las riendas, formando una curva catenaria que partía de los hombros del caballo. En algún lugar a la altura de los ejes, había una cadena suelta, cuya única función conocida era la de tintinear. Como la señora Dollery tenía que trepar y descender muchas veces para dar servicio a sus pasajeros, y también por atención al recato, solía usar polainas cortas debajo del vestido, sobre todo en días ventosos. No llevaba gorra, sino un sombrero de fieltro que amarraba a la cabeza con un pañuelo, y así se protegía de un dolor de oído que le aquejaba a menudo. En la parte trasera de la tartana había una ventanilla de vidrio que ella misma se encargaba de limpiar con su pañuelo al comienzo de cada día de mercado. Por lo tanto, si el espectador miraba la tartana desde la parte trasera, podía ver, a través de su interior, un trozo cuadrado del mismo cielo y el mismo paisaje que veía en el exterior, pero invadido por los perfiles de los pasajeros, quienes, mientras se deslizaban en medio del estrépito y mantenían joviales conversaciones privadas, moviendo los labios y asintiendo, permanecían en la alegre inconsciencia de que sus ademanes y peculiaridades faciales estaban siendo captados con precisión por la mirada pública.
Para ellos, volver del mercado a casa era un momento feliz, acaso el más feliz de la semana. Cómodamente arrellanados bajo el toldo, podían olvidarse de las penas del mundo exterior, examinar la vida y hablar de los incidentes del día con sonrisas apacibles.
Los pasajeros formaban un grupo aparte en la sección trasera, por eso, mientras el recién llegado hablaba con la propietaria, se permitieron una charla confidencial sobre él, que el ruido de la tartana se encargó de ocultar a la señora Dollery y al hombre mismo.
—Es el barbero Percomb, el que exhibe a la mujer de cera en su ventana —dijo uno—. ¿Qué asuntos pudieron traerlo hasta aquí y a esta hora? Y no a cualquier empleado de barbería, sino a un maestro barbero en persona, que ha dejado su poste porque es muy refinado.
Aunque el barbero había hablado y asentido con cordialidad, parecía poco dispuesto a complacer la curiosidad que despertaba. A partir de ahí, se detuvo el flujo ilimitado de ideas que había animado el interior de la tartana antes de su llegada.
De ese modo continuaron su camino, y High-Stoy Hill siguió haciéndose más y más grande. En la distancia, a unos ochocientos metros sobre uno de los costados, era posible distinguir en el ocaso un grupo de huertas y vergeles hundido en una concavidad, como si fuera un trozo recortado del bosque. De ese lugar autónomo surgían en cauteloso silencio altos tallos de humo que la imaginación podía recorrer hasta adivinar su procedencia en apacibles hogares de chimenea festoneados con jamones y pancetas. Era uno de esos lugares aislados del resto del mundo, donde se puede hallar más reflexión que acción y más apatía que reflexión; donde el razonamiento procede mediante premisas limitadas y resulta en deducciones de una imaginación salvaje. Donde, no obstante, la realidad representa a veces tragedias de una grandiosidad y una unidad verdaderamente sofocleas, en virtud de las pasiones concentradas y de la interdependencia tan abigarrada de las vidas que contiene.
Este era el Little Hintock que buscaba el barbero.
La caída de la noche fue ocultando el humo de las chimeneas, pero la ubicación de la comunidad enclavada en el bosque aún se podía distinguir mediante unas luces débiles que titilaban con mayor o menor fortuna entre las ramas desnudas y los indiscernibles cantores, en forma de bolas de plumas, que en ellas se posaban.
El barbero se apeó en la bifurcación donde un sendero conducía hasta la aldea; la tartana de la señora Dollery continuaría adelante, hacia la población más grande, cuya superioridad con respecto a la más pequeña, en tanto ejemplo del ajetreo mundano, no se manifestaba con claridad en la distanc...