Memoria de Georges el amargado
Octave Mirbeau
Traducción del francés a cargo
de Lluís Maria Todó
Mi amigo Georges L… murió la semana pasada. Cuando digo que Georges L… fue mi amigo, es mucho decir. Nuestra amistad consistía sobre todo en no vernos nunca, o muy raramente. Cada cinco o seis años nos encontrábamos por casualidad en la calle y, siempre con prisas, siempre corriendo. Charlábamos apenas cinco minutos.
—¡Anda, tú por aquí!
—¡Qué alegría!
—¡No nos vemos nunca!
—¿Qué quieres? ¡Es la vida!
—Pero, hombre, tendríamos que vernos más.
—Desde luego.
—Unos viejos amigos como nosotros… no puede ser.
—Bueno, pues hasta pronto, ¿eh?
—¡Hasta pronto!
Y otros cinco años esperando la nueva casualidad de un nuevo encuentro.
—¡Anda, tú por aquí!
—¡Cómo me alegra verte!
—¡Y a mí!… ¿Qué es de tu vida?
—Pues lo de siempre… ¿y tú?
—También… A ver si un día quedamos…
—Sí, ¡tenemos que quedar!
—Un día de estos, ¿vale?
—Sí, un día de estos…
—Tenemos un montón de cosas que contarnos.
—¡Ya lo creo!
—¡En tanto tiempo…! ¡Bueno, hasta pronto!
Y seguíamos tan ignorantes, tan ignorados el uno del otro como si viviéramos, él en el corazón de Australia y yo entre los hielos de Laponia.
Todo lo que sabía de él —al menos todo lo que sospechaba de él— es que era una de esas buenas personas como tantas encuentra uno en la vida, una de esas buenas personas de las que no hay mucho que decir, si no es que son buenas personas. Y ahora no diría nada de él si su viuda no hubiera venido a verme, ayer. Yo no la conocía. Era una mujercita seca y angulosa, con dos crenchas grises y una boca tan fina que, cuando la cerraba, a primera vista no se distinguía la línea de los labios.
—¡Ay, señor mío —me dijo—, ha sido una gran desgracia para mí, puede creerme!
Su voz blanca, sin timbre, sin acento, me dejó asombrado.
—Cuando se ha vivido tanto tiempo con una persona —prosiguió—, una separación tan brusca… ¡cuesta mucho acostumbrarse!
—La creo, señora, y la compadezco infinitamente.
Le rogué que tomara asiento. Abrió su chal, y vi un gran paquete, envuelto en papel de color ciruela, que llevaba bajo el brazo.
—Es un manuscrito —dijo, depositándolo sobre la falda.
Sin duda no debió de notar la expresión de terror que se pintó en mi rostro al oír la palabra manuscrito, pues prosiguió:
—Lo he encontrado en un cajón, esta mañana… Él también escribía… Estaba redactando sus memorias… Lo habría esperado todo de él, salvo esto… Desde luego, no tenía el aspecto de alguien que escribiera libros… Porque, en fin, usted le conoció bien, usted era su mejor amigo, y debe saber que no era muy listo, el pobre…
Me incliné con un gesto vago, que tanto podía ser un gesto de asentimiento como un gesto de protesta.
¡Ay, la de tonterías que cometió en su vida! Y no por maldad —no tenía ni un ápice de maldad— sino porque no tenía discernimiento… no tenía inteligencia… Era… en fin… ¡es que no era nada de nada!
La mujer suspiró:
—¡Ah, no crea que siempre fui feliz con él!
Me temí una escena de grandes emociones, unas confidencias que yo no me veía con humor de escuchar… Y rápidamente devolví a su punto de inicio aquella conversación que amenazaba con extraviarse en los sombríos matorrales del sentimiento.
—En fin, ¿qué desea usted de mí? Y ¿por qué me ha traído ese manuscrito?
—Quisiera que lo leyera usted —respondió ella—. Ya me imagino que no será muy interesante… Si lo que cuenta ahí es su vida, no debe de ser como para morirse de risa… Pero bueno, nunca se sabe… Y además, mi marido me dijo muchas veces que usted era su mejor amigo. Tenía en usted una confianza infinita… Tenía por usted… una admiración sin límites…
—¡Qué bueno era! —refunfuñé.
—Y si, por casualidad, considerara usted que la cosa podría ser publicada… Bueno, después de todo… En la posición en que me encuentro, no me iría nada mal… ¡Me han contado que hay libros que dan cientos y miles de francos…!
Y, levantándose a medias, dejó el manuscrito sobre la mesa.
—Me siento muy halagado, señora mía, por la confianza que su marido tuvo a bien depositar en mí… Pero ya sabe el poco tiempo que tenemos para nosotros mismos en la vida… ¿Por qué no lee el manuscrito usted misma?
La viuda movió la cabeza tristemente y replicó:
—Verá usted, lo que pasa es que yo no tengo mucha crítica… Y además, no quiero ocultarle nada: lo que pasa es que nunca logré acostumbrarme a su letra.
Se produjo un breve silencio, durante el cual la viuda acarició con mano incómoda y tímida los flecos de su chal, y durante el cual yo me acaricié la frente con el mango de un gran cortapapeles…
—Me acuerdo muy bien —dije, yo también incómodo por aquel silencio—… Su marido era cajero en una empresa de comercio…
—Sí señor.
—¿Conocía usted sus aficiones literarias? ¿Habló alguna vez de ellas delante de usted?
—¡Delante de mí, él nunca hablaba de nada! ¡Él no hablaba jamás!
—¡Ah!
Nuevo silencio.
—¿Tuvieron hijos?
—No, señor… Afortunadamente… en la posición en que me encuentro, ¿qué haría con ellos? Bastante tengo con este manuscrito…
Consideré que lo mejor que podía hacer para deshacerme de aquella lamentable viuda era rogarle que me dejara el manuscrito. Le prometí leerlo y expresarle mi opinión un día u otro.
—¡Más bien otro…! —insistí mientras la acompañaba a la puerta.
Cuando estuve solo, por un instante me vino a la cabeza la idea de tirar a la basura aquel paquete importuno. Pero en cambio quité el papel alquitranado que lo cubría, y en la primera página, escritas con tinta roja, vi estas dos palabras: Mis memorias.
Separé esta página y me dispuse a leer… pero a partir de las primeras páginas me quedé como atontado… Aquello era sencillamente admirable… El resto del día, y la noche entera, los pasé en la lectura estremecedora, angustiosa, de estas páginas.
Hoy, por casualidad, me he mirado en un espejo. Hace tiempo que no ocurría, porque yo huyo de todos los espejos, de todas las superficies pulidas y reflectantes en las que pudiera, de repente, hallarme cara a cara conmigo mismo, pues yo siempre evito verme. De entre todos los espectáculos, el espectáculo de mi propia persona es el que más me repugna.
Hoy, por casualidad, me he mirado en un espejo. Ha sido en la calle, a la vuelta de una esquina, ante el escaparate de una tienda… ¡Y me he encontrado conmigo mismo, me he cruzado conmigo mismo, como cuando nos encontramos o nos cruzamos con un desconocido!
¡Ah, qué cara tan triste! ¡Cómo me apena!
¡Ningún vacío, ninguna muerte, ninguna ceniza, podría dar una idea del triste rostro que soy yo!
Mi piel es amarilla, de ese amarillo marchito, ese amarillo malsano, ese amarillo enfermo que tienen las plantas encerradas. Sin embargo, la mejillas todavía conservan, aquí y allá, algunas grietas rosadas, de un rosa acuoso, lo que demuestra que, por débil, por desleída que sea, algo de sangre circula por mis venas. Mis venas todavía no se han convertido del todo en caños vacíos… Por ejemplo, mis ojos están muertos; no llega a ellos ninguna luz; no tienen ningún brillo, ningún reflejo se desliza por esos globos apagados… Mi boca es tan delgada, tan resecos están mis labios, que se diría que ninguna palabra pasó a través de ellos jamás, ninguna palabra de amor, de esperanza o de odio. Están mudos como un manantial seco, o más bien se parecen al brocal de un pozo en el que jamás hubo agua fresca, en el que nunca hubo agua… Mis dedos me causan piedad, me causan horror. De tanto manejar oro, contar oro, pesar oro, de tanto clavar alfileres en billetes de banco y ordenar títulos en cofres de hierro, mis dedos parecen zarpas, garras de pájaro de presa, incluso cuando sostienen una flor… Y tengo la expresión desconfiada, la espalda curvada, los andares indolentes y crispados de un cajero.
¡Un cajero!
¡Exactamente…! ¿Y qué otra expresión, qué otra espalda, qué otros andares podría tener, si desde hace veinticinco años soy eso que, efectivamente, se llama un cajero? Si todo el día, todos los días de estos veinticinco años, por el rectángulo enrejado de la ventanilla he visto sucederse los mismos rostros áridos, los mismos rostros deformes y las sucias pasiones, los viles deseos de la venalidad y del robo y del crimen, todas las taras burguesas y todo el egoísmo feroz, la rapacidad hipócrita, el asesinato, la caridad y la cobardía que contiene el alma del gran capitalista, así como la del pequeño rentista, el sacerdote, el soldado, el artista, el sabio y el pobre… —¡oh, el pobre servil!—, todo ello iluminado por los reflejos siniestros del oro que yo repartía… ¡Y sus manos, todas esas manos! ¡Ah, todas sus manos, ah, el horror de todas sus manos sobre la placa de la ventanilla!
En verdad, mi destino habrá sido de una ironía excepcional… Yo sí puedo decirlo, tan solo yo, que me conozco, solo yo sé lo que soy detrás de mis labios vacíos y la piel muerta de mis ...