Noviembre
  1. 144 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Flaubert escribió Noviembre en 1842, cuando tenía apenas veinte años. Considerada la novela que cierra la producción de juventud de Flaubert (marcada por esta obra y por Memorias de un loco), estamos ante una auténtica bildungsroman sentimental, una sorprendente novela de iniciación amorosa, que explora los sutiles mecanismos de la atracción erótica y los remordimientos provocados por las relaciones adúlteras y el lado pasional de las relaciones humanas. En esta novela, de lectura adictiva, y un delicioso recorrido sobre la exaltación pasional, un muchacho, en el que podemos ver reflejado el propio Flaubert, medita en el curso de un paseo campestre sobre las mujeres (incluyendo a Marie, la prostituta que lo inició en los secretos de la carne, y que es, a partes iguales, "la mujer angélica e intocable, y la hembra fatal armada de un erotismo destructor" en palabra de Lluís Mª Todó). Noviembre es, probablemente, la genuina crónica de una obsesión amorosa, con un joven Flaubert de protagonista. Esta novela, que Flaubert no publicó en vida (era un escritor "enfermo de exactitud", y buena parte de su producción hasta Madame Bovary era considerada por él como "ejercicios de estilo"), pero que siempre consideró con un cariño especial, es una hábil disección del mundo amoroso, en la que se analiza la pasión y el sufrimiento asociado a ella, cuya profundidad psicológica presagia ya el estilo de obras futuras como Madame Bovary o La educación sentimental.En Noviembre apreciamos ya esa condición transgresora y algo irónica que caracteriza la escritura de Flaubert, así como su enfoque, tan contestado por la moral de su época, su fuerza literaria y sus obsesivas preocupaciones estéticas; en fin, todo lo que hará de él uno de los más grandes literatos europeos, puente entre Balzac y Proust, entre lo moderno y lo contemporáneo.

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Información

Año
2007
ISBN del libro electrónico
9788415130826
Edición
1
Categoría
Literatura



Noviembre

Fragmentos de un estilo cualquiera


Para... bobear y fantasear.
Michel de Montaigne[1]


Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos. Cuando los árboles pierden todas sus hojas, cuando el cielo crepuscular aún conserva ese tinte rojizo que dora la hierba marchita, resulta dulce ver cómo se apaga todo aquello que, poco antes, ardía en nuestro interior.
Acabo de regresar de mi paseo por los prados vacíos, junto a los fríos fosos en los que se miran los sauces. El viento hacía silbar sus ramas desnudas; en ocasiones enmudecía y después comenzaba otra vez, de repente. Entonces las hojas que aún se aferran a los zarzales temblaban de nuevo, la hierba tiritaba inclinándose sobre la tierra, todo parecía volverse más pálido, más helado. En el horizonte, el disco del sol se confundía con el blanco del cielo, y su aureola lo impregnaba de un soplo de vida expirante. Yo sentía frío, casi miedo.
Me he resguardado tras un montículo de hierba; el viento había cesado. No sé por qué pero, mientras estaba allí, sentado en el suelo —sin pensar en nada y contemplando el humo que brotaba de los chamizos en la lejanía—, mi vida entera se me apareció como un fantasma, y el amargo sabor de los días pasados regresó, con el olor de la hierba agostada y la madera muerta. Mis pobres años desfilaron de nuevo ante mis ojos, como arrastrados por el invierno en alas de una espantosa tormenta. Algo terrible los arremolinaba en mi memoria, con una furia mayor que la del viento que espoleaba las hojas sobre los senderos apacibles. Una extraña ironía los zarandeaba y revolcaba solo para mi diversión. Después remontaron el vuelo, todos juntos, y se perdieron en el cielo pálido.
Es triste esta estación en la que nos encontramos: se diría que la vida va a desaparecer junto con el sol. Un escalofrío nos recorre el corazón y la piel, todos los sonidos se extinguen, el horizonte palidece, todo se encamina a dormir o a morir. He visto cómo regresaban las vacas, mugiendo hacia el poniente. El chiquillo que las guiaba tiritaba bajo sus ropas de paño, hostigándolas con una rama de espino para que marcharan por delante de él; las reses resbalaban sobre el lodo al bajar la ladera, aplastando las pocas manzanas que quedaban sobre la hierba. El sol decía su último adiós tras las colinas borrosas, las luces de las casas se encendían en el valle. Y la luna, el astro del rocío, comenzaba a mostrarse entre las nubes y a descubrir su pálido rostro.
He saboreado detenidamente mi vida perdida. He admitido con gozo que mi juventud ya se ha extinguido, pues es una alegría sentir que el frío penetra en el corazón y podemos decirle, tanteándolo con la mano igual que un hogar aún humeante: «Ya no arde». He repasado lentamente todos los aspectos de mi vida, las ideas, las pasiones, los días de arrebato, los días de duelo, los latidos de la esperanza, los desgarros de la angustia. He examinado todo, como un hombre que visita las catacumbas y contempla con parsimonia, a ambos lados, una fila tras otra de muertos. Sin embargo, si contamos los años, no ha pasado tanto tiempo desde que nací, pero tengo en mi posesión numerosos recuerdos, a causa de los cuales me siento abrumado, al igual que lo están los ancianos por el peso de todos los días que han vivido. A veces me parece que he perdurado a lo largo de siglos y que mi ser contiene los retazos de mil existencias pasadas. ¿Por qué? ¿He amado? ¿He odiado? ¿He buscado algo? Todavía lo dudo; he vivido ajeno a cualquier movimiento, a cualquier acción, sin alterarme ni por la gloria, ni por el placer, ni por la ciencia, ni por el dinero.
De todo lo que viene a continuación, nadie ha sabido nada, nunca; quienes me veían cada día advertían tan poco como los demás. Eran, respecto a mí, como el lecho sobre el que duermo y que nada conoce de mis sueños. Además ¿no es el corazón humano una enorme soledad en la que nada penetra? Las pasiones que lo alcanzan son igual que viajeros en el desierto del Sahara, mueren asfixiadas allí dentro, sin que sus gritos puedan oírse en el exterior.
Me sentía triste ya en el colegio. Me aburría, los deseos me inflamaban, aspiraba ardientemente a una existencia insensata y agitada, soñaba con las pasiones, habría querido experimentarlas todas. Después de cumplir veinte años, veía para mí todo un mundo de luces, de fragancias; la vida se me aparecía en la distancia con esplendor y sonidos triunfales. Había, como en los cuentos de hadas, una galería tras otra, donde los diamantes rutilaban bajo el fulgor centelleante del oro, donde una palabra mágica hace que las puertas encantadas giren sobre sus goznes y, a medida que avanzamos, la mirada se zambulle en magníficos paisajes cuyo resplandor nos obliga a sonreír y cerrar los ojos.
De forma vaga, codiciaba algo espléndido, que no habría podido formular con palabras ni moldear en mi pensamiento, pero hacia lo que, sin embargo, abrigaba un deseo positivo, incesante. Siempre me han gustado las cosas brillantes. De niño, me abría paso entre la muchedumbre hasta la puerta de los dentistas ambulantes para atisbar los galones rojos de sus sirvientes y los ribetes de las bridas de sus caballos. Permanecía largo tiempo ante la tienda de los titiriteros, observando sus pantalones abombados y sus cuellos bordados. ¡Oh, sobre todo me gustaba la acróbata, con sus largos pendientes oscilantes y su enorme collar de pedrería agitándose sobre el pecho! ¡Con qué ávida inquietud la contemplaba cuando se estiraba hasta las lámparas colgadas de los árboles y su vestido, adornado con lentejuelas doradas, ondeaba al saltar y se inflaba en el aire! Aquellas fueron las primeras mujeres a las que amé. Sentía el espíritu atormentado al pensar en aquellos muslos de extrañas formas, ceñidos por los pantalones rosados, en sus brazos flexibles, rodeados por aquellos brazaletes que ellas hacían tintinear a la espalda, cuando se inclinaban hacia atrás y rozaban el suelo con las plumas de sus turbantes. Trataba de adivinar ya a la mujer (pensamos en ella a todas las edades: de niños, palpamos con una ingenua sensualidad los senos de las jóvenes que nos besan o nos tienen en brazos; a los diez años, soñamos con el amor; a los quince, este nos alcanza; a los sesenta, aún lo conservamos. Y si los muertos piensan en algo en el interior de sus tumbas, es en deslizarse bajo tierra hasta la fosa cercana, para alzar el sudario de la difunta y fusionarse con su sueño). Así pues, la mujer era un misterio fascinador que turbaba mi pobre imaginación infantil. Por lo que experimentaba cuando una de ellas posaba sus ojos sobre mí, ya distinguía que aquella mirada conmovedora encerraba algo fatal, algo que desbarata la voluntad humana, y me sentía a la vez hechizado y aterrado.
¿Con qué soñaba durante mis largas tardes de estudio, cuando, con el codo apoyado sobre el pupitre, me quedaba observando cómo la mecha del quinqué se prolongaba en la llama y cómo cada gota de petróleo caía sobre el quemador, mientras las plumas de mis compañeros arañaban el papel y, de vez en cuando, se oía el rumor de las páginas pasadas o el sonido de un libro al cerrarse? Terminaba mis deberes a la carrera para poder entregarme a gusto a mis placenteros pensamientos. En efecto, los saboreaba por anticipado con toda la fruición de un goce palpable. Comenzaba obligándome a pensar, como un poeta que provoca la llegada de la inspiración cuando desea crear. Me sumergía en lo más profundo de mi mente, la sacudía para observarla desde todas sus facetas, llegaba hasta el final, regresaba y volvía a empezar. Acto seguido todo se convertía en una carrera desenfrenada de mi imaginación, un salto prodigioso más allá de la realidad; creaba mis propias aventuras, organizaba historias, construía palacios en los que me alojaba como un emperador, cavaba todas las minas de diamantes y los arrojaba a manos llenas sobre los caminos que debía recorrer.
Cuando caía la noche y todos estábamos acostados en nuestras blancas camas, con nuestros doseles blancos, y solo el jefe de estudios se paseaba de un lado a otro del dormitorio común… ¡cómo me recluía aún más en mí mismo, ocultando en mi seno a aquel pajarillo que sacudía las alas y cuya calidez percibía con delectación! Tardaba siempre largo tiempo en dormirme. Oía dar las horas; cuantas más pasaban, más dichoso me sentía. Me parecía que me arrastraban consigo al mundo, cantando, y que se despedían de cada momento de mi vida diciendo: «¡Otro! ¡Otro! ¡El siguiente! ¡Adiós, adiós!». Y cuando la última vibración se extinguía y terminaba de reverberar en mi oído, me decía a mí mismo: «Mañana darán la misma hora, pero faltará un día menos. Estaré un día más cerca de esa meta radiante, de mi porvenir, de ese sol cuyos rayos me inundan y que un día tocaré con mis propias manos». Mas me parecía que aún tendría que esperar demasiado y me dormía casi llorando.
Ciertas palabras me trastornaban: «mujer» y, sobre todo, «amante»; buscaba la explicación de la primera en los libros, en los grabados, en los cuadros, a los que deseaba poder arrancar la ropa para descubrir qué había debajo. Cuando finalmente averigüé todo, al principio el hallazgo me aturdió de gozo, como una armonía suprema. Pero enseguida me calmé y desde entonces viví con mayor alegría, experimentando un estremecimiento de orgullo cada vez que pensaba que era un hombre, un ser preparado para tener algún día mi propia mujer. Había desentrañado el sentido de la vida, estaba a las puertas de penetrar en él, casi podía saborearlo. Mi deseo no iba más allá, me sentía plenamente satisfecho sabiendo lo que ya sabía. Por lo que respecta a la «amante», esta me parecía un ser maléfico, la magia de cuyo nombre bastaba para empujarme a un profundo éxtasis: por sus amantes, los reyes asolaban y conquistaban provincias. Para ellas tejíamos las alfombras de la India, labrábamos el oro, cincelábamos el mármol, revolvíamos el mundo. Una amante posee esclavos con abanicos de plumas para espantar a las moscas mientras ella duerme en sofás de raso. Cuando despierta, la esperan elefantes repletos de regalos, los palanquines la trasladan con suavidad al borde de las fuentes, se sienta en tronos rodeada de una atmósfera refulgente y fragante, lejos de la muchedumbre que la execra y la idolatra.
Este misterio de la mujer fuera del matrimonio, aún más femenina precisamente a causa de esto, me excitaba y me tentaba con el doble señuelo del amor y de la riqueza. Nada había que yo amase tanto como el teatro, adoraba incluso los murmullos de los entreactos, incluso los pasillos, que recorría con el corazón emocionado para encontrar un asiento. Cuando la representación ya había comenzado, subía corriendo la escalera, oía el sonido de los instrumentos, de las voces, de los vítores, y cuando entraba y me sentaba, la atmósfera estaba impregnada de un cálido aroma a mujer engalanada, de algo que olía a ramo de violetas, a guantes blancos, a pañuelo bordado. Las galerías colmadas de gente, repletas de diamantes y de coronas de flores, parecían en suspenso mientras escuchaban el canto. La actriz se hallaba sola en el proscenio y su pecho, del que arrancaba notas precipitadas, descendía y ascendía palpitando, el compás espoleaba su voz como un caballo al galope y la conducía a un torbellino melodioso; los trinos provocaban que su cuello inflado se ondulara, como el de un cisne bajo el peso de los besos del aire. Extendía los brazos, clamaba, lloraba, centelleaba, reclamaba algo con un afecto inaudito y, cuando retomaba el estribillo, me parecía que arrancaba mi corazón con el sonido de su voz para fusionarlo con ella en una vibración amorosa.
El público aplaudía, le lanzaba flores y, en mi embeleso, yo paladeaba la adoración de la multitud en la mente de la artista, el amor de todos aquellos hombres y el deseo de cada uno de ellos. ¡Era por ella por quien quería ser amado, con una pasión voraz y sobrecogedora, con un amor de princesa o de actriz, que nos llena de orgullo y nos hace iguales a los ricos y los poderosos! ¡Qué bella es la mujer a la que todos aplauden y todos codician, la que proporciona a la muchedumbre la fiebre del deseo en los sueños de cada noche, la que aparece tan solo entre candilejas, resplandeciente y cantarina, moviéndose en el ideal del poeta como en una vida creada especialmente para ella! ¡Ella debe de guardar para el hombre al que quiere un amor diferente —mucho más hermoso que el que reparte a raudales sobre todos los corazones que lo absorben boquiabiertos—, cantos mucho más dulces, notas mucho más bajas, más tiernas, más palpitantes! ¡Si yo hubiera podido estar cerca de aquellos labios, de donde surgían tan puras, acariciar esos cabellos lustrosos que brillaban bajo las perlas! Pero las candilejas del teatro me parecían la barrera de la ilusión. Más allá había para mí un universo de amor y de poesía, las pasiones eran más bellas y más armoniosas, los bosques y palacios se evaporaban como el humo, las sílfides descendían del cielo; todo cantaba, todo amaba.
En esto pensaba yo a solas por la noche, cuando el viento silbaba en los pasillos; o durante los recreos, mientras todos jugaban al marro o a la pelota y yo me paseaba junto a la pared, pisando las hojas caídas de los tilos y entreteniéndome con el sonido que hacían al levantarlas y sacudirlas con los pies.
Me poseyó enseguida el deseo de amar. Codiciaba el amor con un ansia infinita, soñaba con todos sus tormentos, esperaba a cada instante un desgarro que me colmaría de dicha. En numerosas ocasiones creí que lo había encontrado. En mi mente elegía a la primera mujer que surgiera y me pareciera hermosa, y me decía a mí mismo: «Esta es la mujer a la que amo». Pero el recuerdo que quería guardar de ella palidecía y se evaporaba en lugar de consolidarse. Sentía, además, que me forzaba a mí mismo a amar, que representaba para mi corazón una farsa que no lo engañaba en absoluto, y este fracaso me causaba una profunda tristeza. Casi lamentaba los amores que no había tenido, y después soñaba con otros con los que habría deseado poder colmar mi alma.
Solía forjarme una pasión al regresar de un asueto de dos o tres días, tras asistir a un baile o al teatro. Me representaba a la mujer que había elegido, tal y como la había visto, con un vestido blanco, llevada durante el vals por un caballero que la sostiene y le sonríe, o apoyada sobre la balaustrada de terciopelo de un palco, mientras mostraba con calma su regio perfil. El eco de las contradanzas y el resplandor de las luces resonaban y me deslumbraban todavía durante un tiempo, pero después todo terminaba fundiéndose en la monotonía de una ensoñación dolorosa. De esta forma tuve mil amoríos, que duraron ocho días o un mes y que yo deseé prolongar durante siglos. No sé en qué los fundamentaba, ni cuál era el propósito hacia el que estos vagos deseos convergían. Eran, creo, la necesidad de un nuevo sentimiento, como un anhelo de algo elevado cuya cima no podía vislumbrar.
La pubertad del corazón precede a la del cuerpo. Yo sentía mayor necesidad de querer que de gozar, más hambre de amor que de voluptuosidad. Ahora ya no conservo ni siquiera la idea de este amor de la primera adolescencia, para el que los sentidos no son nada y que tan solo el infinito puede colmar; situado entre la in...

Índice

  1. Noviembre
  2. Introducción
  3. Noviembre
  4. Créditos
  5. Gustave Flaubert