Introducción
Podemos presuponer que los orígenes del pensamiento occidental tuvieron una dimensión ética. Por “ética”, en un sentido general, entendemos el pensamiento aplicado a la actividad práctica del hombre…
Armando Poratti. El pensamiento antiguo y su sombra.
Así pues, los que tienen entendimiento deben cultivar la filosofía por el gozo mismo de los verdaderos y buenos placeres.
Aristóteles, Protréptico.
Los nombres de Aristóteles
Aristóteles se dice de muchas maneras. Se dice del nacido en Estagira, pequeña ciudad al norte del mar Egeo: Aristóteles “el Estagirita”. Se dice del inquieto y sobresaliente discutidor, “el espíritu de la discusión”; o del incansable coleccionista de libros, “el Lector”. Ambas maneras utilizaba Platón para referirse al filósofo que sería uno de sus más brillantes aprendices y, también, uno de los más respetuosos opositores a sus ideas centrales. Se dice del que caminaba mientras exponía el resultado, definitivo o en bosquejo, de las metódicas investigaciones y reflexiones, “el peripatético”; aunque también podríamos remitir el significado de esta forma de llamar a Aristóteles a su vinculación con la retórica y la capacidad para movilizar a los oyentes. Se dice, como a Santo Tomás de Aquino le gustaba hacerlo, simplemente “el Filósofo”. Estos son algunos de los apodos mediante los cuales podemos reconocer la figura de Aristóteles. Por eso, parafraseando una célebre sentencia aristotélica, decimos que su nombre se dice de muchas maneras.
Aristóteles, como dijimos, nació en la ciudad de Estagira en el año 384 a. C. Su padre, Nicómaco (Aristóteles luego tendría un hijo al que llamaría como aquel), era un médico reconocido y con estrechos contactos en la corte de Amintas III, de quien era amigo cercano. Aristóteles, entonces, tuvo desde pequeño cercanía con algunos políticos determinantes del destino de Grecia y Macedonia. Tal es así que Filipo de Macedonia, siendo rey, le confiaría la educación de su hijo Alejandro, conocido por todos como Alejandro Magno, rey macedonio e implacable conquistador de imperios.
El destino ambulante de este filósofo se vio marcado, en ocasiones, por la necesidad de su educación, el curso de sus investigaciones o sus filiaciones políticas. Así es que, aproximadamente a los diecisiete años, luego de la muerte de su padre, fue llevado al corazón cultural, científico y filosófico de Grecia, la ciudad de Atenas, para que continuara con la educación iniciada en Estagira. En esa ciudad se encontraba ya consolidada la Academia dirigida por Platón, que quizá fuera uno de los primeros centros de estudio de la cultura occidental. La llegada de Aristóteles conformaría finalmente uno de los tercetos más conocidos de la historia de la filosofía: es el que se remonta a Sócrates, entre cuyos seguidores se encuentra Platón, uno de sus discípulos más leales. Aristóteles será el tercero de esta cadena de discípulos-maestros, y permanecerá durante veinte años como miembro de la Academia, momento en el que muere Platón.
Con treinta y siete años emprende un nuevo viaje, y se establece en el Asia Menor, donde se encontraba su amigo Hermias, quien gobernaba la ciudad de Atarneo. A la muerte de Hermias, Aristóteles se convierte en tutor de la joven Pythias, sobrina de su amigo, quien luego sería su esposa. Establecido en la ciudad de Assos, continúa con sus investigaciones, dividiendo su estadía entre esa ciudad y la de Mitilene. Por último, se instala en la ciudad de Pella, donde se encontraba Alejandro quien, por encargo de Filipo, sería su discípulo hasta el regreso de Aristóteles a Atenas.
Trece años transcurrieron, entonces, desde su partida de Atenas en el 347 y su regreso en el 334 a. C., años en los que Aristóteles probablemente desarrollaría su pensamiento de madurez, ya que a su retorno rápidamente se convierte en el referente más importante del Liceo, otro de los centros de estudios más reconocidos de la ciudad. Algunas referencias históricas mencionan que el Liceo, llamado así en honor al dios Apolo Likeios (el Apolo lobuno) fue fundado por Aristóteles; otras fuentes, en cambio, sostienen que existía antes de la llegada del Estagirita y que era el lugar de encuentro de disertantes extranjeros que visitaban Atenas. Lo importante, sin embargo, sigue siendo que Aristóteles encontraría ahí un lugar para la exposición de sus trabajos y, ya que se presume la vocación polemizadora de estos encuentros, para su discusión.
Un gran número de estudiosos de la obra aristotélica suponen que a esta época corresponde la mayoría de los textos con los que hoy en día contamos. Algunos de ellos, se cree, son las notas –en algunos casos las del propio Aristóteles y otras veces las de alguno de sus discípulos– que fueron compiladas y luego publicadas. Pero el destino de los textos aristotélicos, y el de la mayoría de los filósofos griegos, estuvo plagado de dificultades y recorridos errantes. Los textos, junto con su numerosa colección de libros, fueron heredados y protegidos por algunos discípulos y durante un largo tiempo permanecieron escondidos en una caverna. En el siglo I a. C., luego de algunas otras peripecias, fueron transportados a Roma para finalmente llegar al dominio de Andrónico de Rodas.
El abandono de Atenas, en el año 323 a. C., estuvo signado por la muerte de Alejandro Magno y la posterior revuelta en el poder que permitiría a los políticos antimacedónicos recuperar el gobierno de la ciudad. Aristóteles, vinculado desde su juventud con los macedonios, es acusado de impiedad. Al igual que con Sócrates años atrás, la democracia griega perseguía a quienes en buena medida contribuirían a su esplendor. Aristóteles, ciudadano ateniense por adopción, tenía recursos más que suficientes para acomodarse a una vida fuera de Atenas. La ciudad emblema de la Grecia dorada ya no representaba, como para Sócrates, el único lugar posible de arraigo. Según cuenta la tradición, antes de su partida el filósofo declara que se marcha “a fin de que los atenienses no pecaran dos veces contra la filosofía”. El mundo conocería, desde entonces, nuevos esplendores y decadencias. Aristóteles muere en el año 322 a. C, a los sesenta y tres años de edad, en la casa heredada de su madre, en la ciudad de Calcis.
La obra aristotélica, o lo que nos ha llegado de ella, abarca una infinidad de investigaciones científicas y problemas filosóficos. La primera edición completa de lo que se llama el corpus aristotélico, es decir, la compilación y posterior publicación de los escritos que sobrevivieron a la muerte del filósofo, se la debemos a Andrónico de Rodas. Las dificultades que presenta el resultado de esta tarea son diversas y están dadas, en su mayor parte, por el carácter fragmentario con el que fueron recuperadas las obras en el siglo I a. C. Cuenta la historia que la Metafísica, una de las obras principales, debe su nombre al orden que estableció Andrónico una vez que había ya clasificado el resto de sus textos. A las investigaciones sobre física, que eran los últimos libros compilados, debía seguirle entonces aquello que estuviera “más allá” (meta) de la física. Y dado que aún no existía un nombre específico para esa ciencia, Andrónico llamó Metafísica a la colección de esos textos.
Esta breve historia, puesta en entredicho más de una vez, puede servirnos sin embargo para mostrar que la obra aristotélica no es el resultado acabado de un autor que concibió de esa manera sus textos para la publicación. En muchos casos, se presume que son obras inconclusas, o partes de un tratado más amplio; en otros, que lo que nos ha llegado son los apuntes de sus discípulos, cuando no simplemente la obra apócrifa de algún seguidor desconocido.
Los escritos éticos de Aristóteles no escapan a las dificultades antes mencionadas. Si bien se afirma que la Gran Moral, la Ética eudemia y la Ética nicomáquea son los apuntes de clase del viejo Aristóteles, recaen sospechas sobre su autenticidad. Las sospechas más fuertes se refieren a la Gran Moral, aunque algunos estudiosos consideran que son apuntes de algún discípulo peripatético. En el caso de la Ética eudemia, se cree que fue Eudemo de Rodas –un discípulo de Aristóteles– el compilador original del texto. Y en cuando a la Ética nicomáquea, su hijo Nicómaco. En síntesis, el problema de autenticidad de algunos escritos aristotélicos y de los escritos éticos en particular sigue siendo, aún hoy, tema de discusión
A excepción del primer apartado, tomado de la Gran Moral, nuestra selección se realiza sobre la Ética nicomáquea, ya que ocupa un lugar privilegiado en la consideración general que, sin dudas, la ha convertido en un clásico.
Ética y moral
Antes de iniciar el análisis de los textos aristotélicos, es preciso aclarar el sentido de dos términos que muchas veces se usan indistintamente en nuestras conversaciones cotidianas. Solemos escuchar que alguien “no tiene ética” o que “la moral del grupo se vio afectada”, sea de manera positiva o negativa. En parte, la historia de estos términos habilita a utilizarlos indistintamente, ya que el término moral es la traducción al latín de los términos griegos éthos y èthos, cuyo significado podría corresponder a lo que llamamos costumbre o hábito. Sin embargo, desde hace un tiempo, en los ámbitos especializados se ha trazado una distinción entre ambos. Cuando nos referimos a la ética, entonces, lo haremos pensando en una cierta disciplina de la filosofía, fundamentada en un pensamiento reflexivo, racional, argumentativo y cuantos otros sinónimos encontremos para dicha actividad.
En este punto podríamos preguntarnos: ¿y sobre qué reflexionamos, discutimos o argumentamos cuando hacemos ética? La respuesta nos lleva al otro término que necesitamos tener en cuenta: la moral. Se considera, entonces, que la moral es aquello de lo cual la ética se ocupa: la moral es el objeto de reflexión de la ética.
La ética reflexiona acerca de algo, sobre algo, es decir, se dirige o tiene en consideración una cierta clase de entidad. Y en este punto tenemos que hacer una nueva aclaración, porque poco y nada nos dice acerca de la moral la definición que dimos unas líneas más arriba. Y más confuso se nos vuelve el problema cuando, dentro de ese acercamiento, hablamos de esa supuesta “entidad” de la que se encargaría la ética. La moral consiste en aquellos valores, normas o modelos de conducta, individuales o colectivos, que sirven como bases de nuestras acciones. La ética se encargaría, por lo tanto, de reflexionar sobre dichos valores y normas, para afirmarlos, fundamentarlos, cuestionarlos, entre otras operaciones.
Son diversas las dificultades que contiene la caracterización anterior y, como toda definición que parte de la filosofía, ha sido y puede seguir siendo puesta en discusión. Uno de los problemas principales se encuentra en la misma posibilidad de “diseccionar” con éxito, por un lado, lo que llamamos la disciplina y, por el otro, su aparentemente nítido objeto de estudio. Este es un problema que algunos filósofos y filósofas han propiciado en su intento de analizar, de reducir a sus partes elementales, problemas que en su complejidad presentan límites difusos.
Repetimos, en los comienzos de la ética como disciplina el uso del término moral no significaba una diferencia sustancial tal como ahora señalamos. Es Aristóteles uno de los primeros, si no el primero, en realizar estudios éticos dándole a la ética el estatus de disciplina separada del resto de los problemas filosóficos y científicos. Aristóteles también realizó otras divisiones en el territorio del conocimiento, estableciendo en gran medida las ramificaciones de la filosofía y las clasificaciones de las ciencias que aún hoy seguimos utilizando. La consideración de la acción moral presentada por Aristóteles, junto con la importancia de la palabra para las nacientes democracias griegas, prefiguran el carácter argumentativo de la ética. Así es que la palabra, en el terreno de las discusiones éticas, no es la palabra sagrada de quien posee el conocimiento revelado, sino la palabra de quien la expone en el terreno de lo público para su discusión. Imprescindible es, sin lugar a dudas, que esta palabra sea dicha y, como veremos más adelante, sostenida con determinación.
La ética, sin embargo, a pesar de su carácter disciplinar, parte de una necesidad imperiosa del ser humano: su permanente reflexión sobre lo establecido. Esta necesidad de poner en duda, de suspender la acción –aunque sea en un abrir y cerrar de ojos–, ...